Es complicado, por no decir imposible, desarrollar un argumento -cualquier argumento- cuando este se construye sobre hipótesis o intuiciones inverificables.

En materia social, toda la materia prima de la que disponemos está conformada por hipótesis, premisas que no podemos catalogar como verdades indiscutibles.

En el proceso de elaboración de una teoría, tan pronto nos topamos ya con la primera hipótesis, nada nos garantiza la reanudación del proceso con paso firme y consistente.

Queda claro, así, que para ser auténticamente estrictos en la búsqueda del conocimiento o la verdad, necesitamos, antes de nada, poder verificar cada nueva hipótesis empleada en el discurso.

Y este es el problema ante el que nos encontramos.

En primer lugar, no tenemos tiempo.

En segundo lugar, no es posible verificar la gran mayoría de las hipótesis.

Y en tercer y último lugar, los enfoques filosóficos excelsos son, en síntesis, incompatibles con los requisitos biológicos de la vida misma, esto es, escasez de tiempo e incertidumbre lógica.

No podemos obviar, entonces, que gran parte del discurso socialmente aceptado se cimenta sobre hipótesis, muchas veces erradas, otras interesadas, que conforman lo que podríamos llamar “realidad social”.

Una realidad social que nos es inducida, se sostiene en meras hipótesis, y cuya finalidad principal consiste en generar una especie de cosmos de apariencia cuasi-matemática.

Que se haya construido sobre ficciones, hechos o argumentos inventados no importa.

Que se haya moldeado sobre imprecisiones, inexactitudes, o incluso sobre grandes mentiras o secretos que jamás serán de dominio público, tampoco importa.

Que “exista”, por falso que sea, es lo único que verdaderamente importa.