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ANÁLISIS

Cómo promovió Israel a los integristas y a Hamás para perjudicar a la causa palestina

Ahmed Yassin, fundador de Hamás, habla con periodistas en una mezquita de Gaza en 2003.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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Hubo un tiempo en que el Gobierno israelí vio con buenos ojos la extensión de las ideas islamistas en Gaza y de las organizaciones religiosas que terminarían por dar lugar a Hamás. En los años setenta y ochenta, los islamistas aumentaron su influencia con el fin de imponer una visión más estricta del islam, lo que de forma inevitable les llevó a plantar cara a la OLP. En el centro de esa estrategia estaba un clérigo llamado Ahmed Yassin, tetrapléjico por un accidente en su juventud, al que los militares israelíes veían como un contrapeso valioso frente a su enemigo más peligroso, la Organización para la Liberación de Palestina, dirigida por Yaser Arafat.

A principios de los ochenta, el general Shalom Harari, que era entonces un oficial de la inteligencia militar, recibió una llamada de los soldados que estaban en un control de carreteras en el límite de Gaza. Habían parado a un autobús que llevaba a activistas islamistas con destino a la Universidad de Birzeit, en Cisjordania. Su objetivo era enfrentarse a los miembros de Fatah, el principal grupo de la OLP, en un intento de hacerse con el control del centro universitario. “Si quieren quemarse entre ellos, dejadles pasar”, respondió Harari.

El militar lo contó años después en 2009 a Andrew Higgins, periodista de The Wall Street Journal y autor de un artículo que describía cómo el Ejército y la inteligencia habían prestado ayuda a los islamistas al verlos como la mejor baza para debilitar a la OLP en la sociedad palestina. Fue un caso típico de no poner trabas a un posible adversario porque puede ser el mayor enemigo de tu peor enemigo.

Un participante en esa pelea acabó siendo elegido en 2006 como diputado de Hamás en el Parlamento palestino. Negó cualquier pacto con los israelíes, pero admitió que estos últimos “esperaban que nos convirtiéramos en la alternativa a la OLP”.

Es algo similar a lo que hicieron los norteamericanos en Afganistán en los años ochenta. Financiaron y armaron a los muyahidines más integristas porque luchaban contra los soviéticos. Varios de esos combatientes fueron los que se hicieron una década después con el control del país bajo la bandera de los talibanes.

Los líderes religiosos tradicionales de Gaza advirtieron a los israelíes de que los integristas eran muy peligrosos y que Yassin, cuyas credenciales religiosas discutían, estaba más interesado en la política que en la religión. No les escucharon. Fue un error del que tendrían tiempo de arrepentirse.

El general Yitzhak Segev, entonces gobernador militar de Gaza, confirmó a un periodista de The New York Times en 1981 que tenía un presupuesto con el que facilitar fondos a las mezquitas y escuelas religiosas que estaban dominadas por los islamistas.

Después de estudiar en Egipto y unirse a los Hermanos Musulmanes, Yassin volvió a Gaza para desarrollar una tarea centrada en la religión y en la fundación de asociaciones benéficas. Por entonces, los islamistas se interesaban fundamentalmente en el proselitismo religioso. Las autoridades israelíes entraron en contacto con Yassin sin considerarlo una amenaza. Autorizaron que fundara un grupo llamado Mujama Al-Islamiya que se dedicó a crear mezquitas, escuelas y clubes juveniles. Lo veían como un peón que les podría ser útil.

Uno de los israelíes que fue testigo de esos hechos fue Avner Cohen, que se ocupaba de los asuntos religiosos en Gaza en los años setenta. “Por mucho que lo lamente, Hamás es una creación de Israel”, dijo a Higgins. Es de los que piensan que ellos podrían haber puesto freno a sus actividades. En 1984, pidió que se cambiara la política hacia los islamistas, pero sin éxito.

Un clérigo musulmán se lo había advertido en la década anterior cuando le advirtió de que debían dejar de cooperar con los seguidores de Yassin. “Ustedes van a lamentarlo dentro de veinte o treinta años”, avisó con una sorprendente lucidez.

Ahmed Yassin pasó a dominar el establishment religioso y después la Universidad Islámica de Gaza, donde sus partidarios emplearon la violencia para purgar a los simpatizantes de la OLP. Los islamistas promovieron un renacimiento religioso. El número de asistentes a las mezquitas se dobló entre 1967 y 1987. Las 77 mezquitas que existían en Gaza en 1967 pasaron a ser 160 veinte años más tarde.

La rivalidad con la OLP fue lo que captó el interés de Israel. Parecían dos entidades antagónicas. Yassin nunca escondió en privado su desprecio por Arafat. Llamaba a los dirigentes de la OLP “comedores de cerdo” y “bebedores de vino” para resaltar que no llevaban la vida de un auténtico musulmán.

En Khan Yunis, en el sur de Gaza, los islamistas lanzaron una cruzada contra el pecado en forma de ataques a cafés donde se servía alcohol, cines y tiendas de ropa. Querían impedir que la gente vistiera ropa occidental o escuchara música del mismo origen.

“Cuando veo la evolución de los acontecimientos, creo que cometimos un error”, dijo al periodista del WSJ David Hacham, que asesoraba sobre asuntos árabes al Ejército a finales de los ochenta y principios de los noventa. “Pero por entonces nadie pensó en las posibles consecuencias”.

Otros que tuvieron funciones similares niegan que Israel financiara directamente a Hamás, aunque reconocen que se le dio vía libre durante un tiempo. Dudan de que hubieran podido frenar la implicación de los islamistas en la lucha política o en el uso de la violencia, una tendencia que se estaba propagando en todo el mundo árabe.

Al iniciarse la primera intifada en diciembre de 1987, Yassin dudó al principio sobre si debía implicarse en la insurrección contra la ocupación israelí, cuentan los periodistas Ze'ev Schiff y Ehud Ya'ari en su libro 'Intifada', publicado en 1989. En muy pocas semanas, cambió de opinión por la presión de sus partidarios.

El nacionalismo palestino no había estado en sus prioridades hasta ese momento. “Sabía que tendría que permitir a sus discípulos más tarde o más temprano que dirigieran sus energías a la lucha nacionalista”, dice el libro. Al igual que Fatah, corría el peligro de verse superado por la movilización en las calles que estaba creando nuevos líderes a los que la OLP se dio prisa en reclutar.

En febrero de 1988, Yassin dio el paso definitivo e irreversible con la formación del Movimiento de Resistencia Islámico que adoptó el nombre de Hamás, una palabra que es su acrónimo y que también significa 'entusiasmo' o 'coraje'. Muy pronto, los militantes confirmaron que lo iban a poner en práctica. Los militares israelíes comprobaron que la amenaza del grupo era muy real, aunque ya no estaban en condiciones de acabar con ellos.

Con el reconocimiento del Estado judío por la OLP, Hamás se convirtió en el principal rival de Israel y del proceso de paz de los noventa. En 1996, sus atentados suicidas fueron un factor decisivo en las primeras elecciones tras el asesinato de Rabin. Shimon Peres llevaba en enero una ventaja de 20 puntos en las encuestas para la contienda directa por el puesto de primer ministro frente a Binyamín Netanyahu. Tres atentados con 60 muertos en poco más de una semana en febrero y marzo enterraron las aspiraciones de Peres y de la izquierda. Con un 50,5% de los votos, Netanyahu ganó en mayo por una diferencia mínima: 29.457 papeletas.

En la segunda intifada, Hamás fue la autora de los atentados suicidas con mayor número de víctimas civiles. Finalmente, Ariel Sharon ordenó la eliminación de Yassin en 2004. Un helicóptero Apache esperó a que saliera de la mezquita que estaba a cien metros de su casa y lo mató con misiles a él, sus dos guardaespaldas y nueve de los asistentes al primer rezo de la mañana. Eso no impidió que Hamás siguiera creciendo.

Una vez que Hamás se hizo con el control de Gaza en 2005, el error estratégico del pasado quedó aún más de manifiesto. Sin embargo, Israel volvió a reincidir en el papel de aprendiz de brujo a través de la política de Netanyahu.

Se dio una situación paradójica. Israel lanzaba campañas de represalias masivas contra Gaza periódicamente y al mismo tiempo consolidaba el poder de Hamás allí con medidas económicas. La idea era la misma que en el pasado. Dividir al enemigo para que su causa no se haga más fuerte. La prioridad era impedir que la Autoridad Palestina, heredera de la OLP, fortaleciera su posición y pudiera avanzar en la reivindicación de un Estado propio.

En una reunión con diputados del Likud en una fecha tan cercana como 2019, Netanyahu explicó el principio que le llevaba a permitir que el Gobierno de Hamás recibiera fondos millonarios de Qatar. “Quien esté en contra de un Estado palestino debería apoyar la transferencia de fondos”, explicó, porque mantener la separación entre la Autoridad Palestina (AP) en Cisjordania y Hamás en Gaza ayudaría a impedir el establecimiento de un Estado palestino.

El primer ministro alegó que la intervención israelí permitía que los fondos se emplearan en “causas humanitarias”, y no “en el terrorismo”. Avigdor Lieberman, que había abandonado el Gobierno por esta y otras razones, denunció que los pagos eran “la primera vez que Israel estaba financiando el terrorismo contra sí misma”.

Mientras Hamás mandara en Gaza, sostenía el argumento de Netanyahu, la solución de los dos estados sería imposible de ejecutar y eso permitiría a su Gobierno seguir controlando Cisjordania, expandiendo los asentamientos judíos en territorio palestino y dejando sin poder real al presidente de la AP, Mahmud Abás. Esa es la razón por la que hizo lo posible para boicotear el acuerdo entre el Gobierno de Abás y el de Gaza en 2007 para reconstruir sus relaciones con la mediación saudí y formar un Gobierno de unidad nacional. Era un peligro que conjuró rápidamente.

No era el único en pensar así. El ultraderechista Bezalel Smotrich, hoy ministro de Finanzas en el Gobierno, tenía claro en 2015 quién era el enemigo que más le preocupaba. La auténtica amenaza estaba en el frente diplomático y en la presión internacional para la formación de un Estado palestino. Por eso decía que “la Autoridad Palestina era una carga y Hamás, un activo para Israel”.

Lo mismo hizo Netanyahu con los permisos de trabajo para los habitantes de Gaza en Israel, cuyo número aumentó en los últimos años. No llegaban a 3.000 en 2021. Subieron con el Gobierno de Naftali Bennett a 10.000. Al regresar al poder en enero de 2023, Netanyahu podía haberlos reducido a la cifra anterior. Tomó la decisión opuesta y ascendieron a 20.000.

“Siempre supimos lo que era Hamás. Ahora todo el mundo lo sabe”, dijo Netanyahu en un discurso posterior al ataque del 7 de octubre en el que mataron a 1.400 israelíes.

El veterano periodista Ben Caspit no pudo ocultar su indignación al escucharle: “Si siempre supo qué era Hamás, ¿por qué no cumplió su promesa de 2009 y dio la orden de derrocar al Gobierno de Hamás y acabar con la base terrorista de Gaza? Si sabía qué es Hamás, ¿por qué pasó quince años financiando a Hamás, fortaleciendo a Hamás, convirtiendo a Hamás en un socio, una palanca estratégica, un activo rentable?”, escribió hace unos días.

Netanyahu simplemente había utilizado el manual de los militares y espías que pensaron hace décadas que podían gestionar la amenaza de Hamás, tenerla controlada y perjudicar a un enemigo más preocupante, fuera la OLP años atrás o la idea de un Estado palestino en la actualidad. Nunca hay que subestimar al adversario en una guerra y mucho menos creer que puedes manejarlo a tu antojo.

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