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Cuando el (no) pragmatismo no te deja ver la justicia fiscal

Fuentes: El Salto

El criterio puramente pragmático es vital a la hora de gobernar un Estado tan diverso como España, sí, mas no puede usarse como bula para justificar incumplimientos del programa, sobre todo en algo tan escandaloso como el impuesto a la riqueza.

El papel higiénico dejó de protagonizar vídeos, la curva se aplanó, las UCI se vaciaron y quedarse en casa volvió a ser igual de raro que pensar. Abrieron las terrazas, los comercios más optimistas, los más necesitados y después el resto.

Volvió la paz a Núñez de Balboa, con la Caye borroka de regreso a sus pisitos de 150 metros cuadrados y ensimismados en lavarse las manos; no por el virus, del que ya se han olvidado, sino por haberse visto obligados a aporrear uno de esos cacharros que utiliza el servicio para obrar su magia: cocinar lo llaman. ¡Puaj!

Entretanto la clase política ha decidido llamar “plan de reconstrucción” al documento en el que se plasmarán las directrices elegidas por el Gobierno para sacar al país del fango. Un nombre que, además de eso, es una declaración de intenciones, en tanto que reconstruir contiene una evidente connotación de quietud. De añoranza. De “volver a construir”, según la Real Academia Española.

El virus ha tenido una parte, si no positiva, al menos sí aprovechable, y es que ha elevado a la categoría de evidente la putrefacción de los cimientos que sustentan todas y cada una de las estructuras más importantes del Estado español.

Se trata de una serie de disfunciones con una naturaleza sorprendente, puesto que su origen no está en una metedura de pata inconsciente o un error de cálculo: son fallas diseñadas a propósito, con el objetivo preciso de desbaratar cualquier intento de progreso democrático. Así las cosas, el concepto de reconstrucción da más miedo que la propia desolación provocada por el impacto de la covid-19.

 “Se estudiará la fiscalidad de las grandes fortunas al objeto de que contribuyan a un sistema fiscal más justo y progresivo”, rezaba el acuerdo de coalición con el que arrancó el primer Gobierno verdaderamente progresista en más de ocho décadas; mientras que el documento presentado en la Comisión parlamentaria para la Reconstrucción social y económica de España habla de “avanzar en la seguridad jurídica, certidumbre y progresividad [del sistema fiscal] con el fin de que aporten más quienes más tienen para que reciban más quienes más lo necesitan”.

Entre uno y otro, cinco meses, 22 días y una pandemia mundial que parecen haber servido para que aquel “se estudiará” mute en algo bastante más concreto. Pero la democracia española, como buen sistema fallido, tiene una peculiaridad que condiciona todo lo que ocurre en su seno: sus raíces están interconectadas por una enfermedad a la que se ha tenido a bien denominar poderes fácticos.

La influencia de esta malformación lleva dinamitando cualquier intento de avance social desde el año 1978, y en el caso de la progresividad fiscal su influencia puede observarse con particular facilidad: el paso adelante en el discurso transcurre de forma paralela a la activación de los engranajes disfuncionales –que, paradojas de la vida, funcionan a las mil maravillas– que disuelven la posibilidad de que lo anunciado se concrete en un cambio real.

“No vamos a renunciar a ese impuesto”, asegura Jaume Asens, diputado por En Comú Podem, quien bautiza la medida como “impuesto solidario a las grandes fortunas”. Lo dice, efectivamente, tras permitir que esta quede fuera del pacto de reconstrucción; y le añade el epíteto “solidario”, abriendo una peligrosa senda cognitiva en la que la justicia fiscal se percibe como una muestra de buena fe de las élites económicas.

Quizá lo siguiente sea legitimar sus atentados contra los derechos más básicos, tomarlos como una devolución del favor que nos hacen aportando al país una cantidad acorde a sus ingresos.

Desde el PSOE optan por desvelar sus intenciones con mayor claridad y, para ello, Pedro Sánchez tacha directamente la propuesta de “impuesto fetiche” después de advertir que la recaudación pública española está siete puntos por debajo de la media europea.

El alarde léxico que supone negar la renuncia de algo a lo que, de facto, se acaba de renunciar, es una muestra de que Unidas Podemos sigue creyendo en su propia promesa de renovar la clase política. Cosa que no ocurre en uno de los pilares del bipartidismo. “No se escupe en el plato del que se come”, diría la sabiduría popular.

Implicaciones ocultas aparte, el veto de los austericidas –con Calviño a la cabeza– va a provocar un golpe durísimo a los hogares de clase trabajadora, muchos de los cuales ya se encuentran en la lona, con la vista borrosa y tratando de regresar a una verticalidad de la que ya solo quedan recuerdos ajenos, también conocidos como leyendas.

Igual que ocurrió en la primera gran crisis del siglo XXI, existe una relación de proporcionalidad inversa entre la cantidad de responsabilidad en la construcción de una situación insostenible y el nivel de perjuicio recibido por el estallido de la misma. Y es que pensar en el coronavirus como la causa del abismo económico al que se acerca el Estado español es tan justo como culpar a la bala en un homicidio con arma de fuego.

La pandemia no ha sido más que un detonante que, aparte de activar el explosivo, le ha añadido un extra de peligrosidad. El resto de factores determinantes, desde el colapso de la sanidad hasta la dependencia total del turismo, forman parte de una larga tarea de precarización de la vida que tenía al país haciendo equilibrios al borde del abismo.

De poco sirve la promesa de Asens al comprobar que, según Oxfam Intermón, las 23 mayores fortunas del Estado español han aumentado su riqueza en más de 19.000 millones de euros durante los meses más crudos de la crisis del coronavirus. Y nadie alza la voz.

Quizá Unidas Podemos no rechace la lucha por un sistema fiscal justo, pero si no ha logrado sacar adelante una medida tan lógica en un momento de necesidad imperiosa como este, el futuro se antoja poco halagüeño.

El electorado más acérrimo del partido morado exculpa a sus integrantes y señala directamente hacia el PSOE, mientras que en las filas socialistas se habla de una decisión obligada en su intento de atraer a los resquicios de derecha democrática que resisten a duras penas en un PP radicalizado.

El criterio puramente pragmático es vital a la hora de gobernar un Estado tan diverso como España, sí, mas no puede usarse como bula para justificar incumplimientos del programa —y, sobre todo, del discurso coetáneo— tan escandalosos como este.

Lo acaecido alrededor del impuesto a las grandes fortunas refleja una paradójica realidad que lleva décadas condicionando el panorama político nacional: mientras que la izquierda se enfrasca en vericuetos teóricos con la intención de ofrecer una demostración científica de la necesidad irrebatible de establecer una progresividad fiscal más justa, derecha y ultraderechas apelan a un discurso práctico de andar por casa, tan tangible que oculta su naturaleza falaz tras una aprehensión inmediata y exenta de esfuerzo intelectual. “Así funcionan unas y otros, sí; pero… ¿dónde está la paradoja?”.

Bien, para encontrar el fruto de la contradicción es imprescindible hacer un pequeño ejercicio de abstracción en el que se dejen a un lado los tintes ideológicos generados por la propaganda política de cualquier signo. Una vez logrado, la idea es tratar de profundizar en la naturaleza de una medida como el impuesto a las grandes fortunas, por no salir de la línea temática expuesta.

Un análisis somero de la situación actual es suficiente para determinar que la crisis que se avecina va a arremeter contra las clases trabajadoras con una fuerza terrible, quizá insoportable en demasiados casos. Por otro lado, quienes más tienen ya han sacado rédito de la catástrofe sanitaria —los mencionados 19.000 millones de euros son la cara visible— y nada indica que vayan a pasar ningún apuro durante los meses venideros.

Si, además de ese vistazo superficial, se acude a datos de recaudación fiscal oficiales, la conclusión no es solo que las clases más altas van a librarse del desastre, sino que su contribución a la recuperación será inexistente. Debilitan el país, se benefician de la pandemia y huyen cuando es momento de arrimar el hombro. ¿Hay algo más práctico que intentar evitar una injusticia tan insolente?

“Los grandes inversores se van a ir si se les obliga a pagar más impuestos”, amenazan algunos como única respuesta a la medida, acudiendo a la mencionada estrategia de aprehensión inmediata. Se trata de una advertencia frágilmente sustentada en una suposición que, para más inri, no se basa en precedentes sólidos y se lanza despojada de contexto e implicaciones reales. ¿Hay algo menos práctico que utilizar una suposición para oponerse a una propuesta concreta y mesurable?

La izquierda, tan ensimismada en sus filigranas discursivas que rozan la pedantería y desembocan con frecuencia en cismas internos, nace en realidad del pragmatismo más crudo; ese que impulsa a cambiar el mundo tras comprobar en sus carnes la imposibilidad de vivir en él con dignidad.

En cambio, la derecha no podría existir sin una ausencia absoluta de empatía, sin personas que se encuentren a una distancia suficientemente lejana de la realidad que pretenden representar como para perder de vista sus necesidades y poder centrarse solo en las propias. Ahí está la paradoja, exactamente en el mismo lugar en el que el neoliberalismo se regocija de haber maniatado una democracia que nació malherida.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/fiscalidad/impuesto-riqueza-cuando-pragmatismo-no-deja-ver-justicia-fiscal