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De cómo el fracaso de la Primavera Árabe cambió nuestro mundo

Fuentes: A l’encontre

Traducción de Ruben Navarro – Correspondencia de Prensa

Hace diez años, al caer la noche del 14 de enero de 2011, el dirigente autoritario de larga data de Túnez, Zine al-Abidin Ben Alí, huyó a Arabia Saudita. El ejército tunecino no quiso obedecer a sus órdenes de reprimir las protestas masivas que habían comenzado el 17 de diciembre de 2010, después de que Mohammad Buazizi se inmolara. El reinado autocrático de 23 años llegaba así a su fin. El cambio de régimen en Túnez desencadenó movimientos populares masivos a través de lo que se ha llamado la «Primavera Árabe».

En unas pocas semanas, hubo manifestaciones populares en todo el «mundo árabe» a lo largo de miles de kilómetros, desde Argelia hasta Bahréin. Luego, en Egipto, cayó el líder Hosni Mubarak [11 de febrero de 2011] -en el poder durante 30 años- y más tarde el autócrata yemení Ali Abdullah Saleh [25 de febrero de 2012] -en el poder durante 22 años-, pero en otros países las protestas populares no condujeron a ningún cambio político, sobre todo en Argelia, Jordania, Bahréin e Iraq.

Los artículos de prensa de hace diez años, reflejaban la emoción de aquel acontecimiento. El mundo árabe fue la última frontera en sucumbir a la «ola de cambio democrático», después de la Europa meridional, América Latina y Europa del Este. Las nuevas tecnologías de la comunicación, Internet y las redes sociales, no podían coexistir con la censura y la dictadura, según lo que muchos afirmaban. El mundo árabe fue pensado utilizando los parámetros de Europa del Este: un cambio de régimen no violento que abriría las puertas a la democracia liberal y al capitalismo de consumo.

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Sin embargo, ese relato no refleja la realidad. Las rebeliones árabes no empezaron como las de Europa oriental, nacidas a raíz de unos resultados electorales controvertidos. Tampoco fueron pacíficas desde el primer día: cuando Ben Alí dejó su país, ya había 380 personas muertas; cuando Hosni Mubarak renunció, más de 800 egipcios habían muerto de manera violenta. Tampoco es comparable con el derrocamiento de Slobodan Milosevic [1941-2006] en Serbia, o con Eduard Shevardnadze [1928-2014] en Georgia, o con la Revolución de Terciopelo de 2018 en Armenia, en la que no hubo ninguna víctima mortal.

En Libia, las manifestaciones masivas que comenzaron en Bengasi desencadenaron no sólo una violenta represión por parte del régimen de Muammar al Gaddafi -en el poder desde 1969- sino también una intervención militar occidental bajo la bandera de la OTAN. En Yemen y Siria, la represión masiva de los antiguos regímenes convirtió las protestas populares no violentas en sangrientas guerras civiles, con el resultado de cientos de miles de víctimas, la destrucción íntegra de centros urbanos y una multiplicidad de intervenciones militares extranjeras.

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La primera razón del fracaso de la Primavera Árabe es, por lo tanto, la represión de los regímenes. Una «crisis revolucionaria» no basta para producir un «cambio revolucionario». En varios países, los antiguos regímenes -que dominaban completamente la institución militar- desataron una violencia ilimitada contra su propio pueblo para mantener el monopolio del poder. El resultado no fue sólo la destrucción física del país, con hasta cientos de miles de víctimas, ciudades enteras destruidas, millones de refugiados y personas desplazadas. A largo plazo, el problema será más profundo: ¿es posible unir los pueblos de Siria, Yemen o Libia en un solo marco político después de tales violencias?

El fracaso de la Primavera Árabe no se limita a los antiguos regímenes represivos. Los movimientos de protesta que desencadenaron la Primavera Árabe, ya sea en Túnez o en Egipto, no consiguieron formar una dirección política. El Islam político llenó el vacío, ya sea con su versión de los Hermanos Musulmanes en Túnez, o la versión salafista-yihadista en Siria e Irak. Pero el Islam político está obsesionado con la violencia y no puede proponer ni las reformas institucionales necesarias, ni soluciones a los graves problemas socioeconómicos. Túnez es una ilustración adecuada de esa incapacidad.

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¿Y qué pasa en «Occidente»? Ni la Unión Europea (UE) ni los Estados Unidos podrían haber provocado un cambio de régimen, ni garantizado que las nuevas autoridades fueran capaces de resolver los problemas que originaron la explosión masiva en el mundo árabe. Pero el «Occidente» podría haber contribuido a que las luchas internas no terminaran en violaciones masivas de los derechos humanos y en masacres. En este aspecto, el Occidente fracasó. El símbolo más sombrío de ese fracaso es el hecho de que la administración Obama no tuvo ningún impacto después de los ataques químicos del régimen sirio en el suburbio rebelde de Duma en agosto de 2013.

El fracaso de la Primavera árabe no preservó el statu quo anterior; produjo una serie de Estados frágiles e inestables sumidos en un estado de guerra civil permanente. Pero el impacto negativo fue más allá de las fronteras del mundo árabe, dando lugar a la militarización y a la concentración de poder en manos de regímenes duros. Como resultado de ello, las relaciones internacionales en su conjunto se volvieron más violentas y brutales.

La política turca se volvió más agresiva. Turquía estaba en medio de una tímida tendencia reformista antes de 2011, tanto en lo que se refiere a los cambios políticos internos como al principal problema que enfrentaba el país: el de la cuestión kurda. Tras el fracaso de las negociaciones entre la dirección del AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo, de Recep Tayyip Erdoğan) y las fuerzas kurdas en 2009, hubo un segundo intento en 2013, en el momento de la declaración de un alto el fuego entre el ejército turco y los rebeldes kurdos. Al principio, Ankara tenía dudas sobre la política a llevar adelante en Siria, pero finalmente optó por una alianza con los islamistas, abandonando el diálogo con los kurdos. El otro sacrificio fue la limitada libertad de los medios de comunicación en Turquía, como lo demuestra el caso de Cumhuriyet y su redactor en jefe, Can Dundar [obligado a refugiarse en Alemania] y sus reportajes sobre la «conexión con Siria» [es decir, el apoyo activo del Estado turco a grupos yihadistas]. La transformación política de Turquía no empezó con el golpe de Estado fallido de 2016, sino con las decisiones políticas tomadas en la batalla de Kobane [una ciudad en la provincia norteña siria de Alepo] entre Daech y los grupos armados kurdos en 2014.

La Rusia de Vladimir Putin ya era un régimen duro, condicionado en gran parte por la segunda guerra de Chechenia. Pero el fracaso de la Primavera árabe fortaleció al régimen militarizado ruso para proyectar sus fuerzas no sólo en el Medio Oriente, sino también en el mundo. Son escasos los debates en Rusia sobre los costos de esas opciones y sobre en qué medida una economía en dificultades, que depende de las exportaciones de petróleo y de gas, puede proyectarse como potencia mundial.

Europa también se vio influenciada por ella. La permanente inestabilidad en el Medio Oriente produjo sucesivas olas de refugiados que buscaban [y buscan] escapar a la muerte, lo que a su vez se tradujo en un rebrote de la extrema derecha. Desde 2016, la UE le confió a Turquía la tarea de proteger sus fronteras sudorientales de los refugiados. A cambio de ello, no sólo le paga en efectivo sino que hace la vista gorda sobre la política exterior turca.

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Sin embargo, la represión, la guerra civil y el caos no resolvieron las causas de la Primavera Árabe. No hicieron más que agravar los problemas. En el momento de la dimisión de Mubarak, Egipto tenía una población de 81 millones de habitantes; actualmente, tiene una población de más de 102 millones, y no resulta claro cómo un régimen basado en la institución militar puede llegar a satisfacer las necesidades socioeconómicas de la nueva generación.

El desempleo a gran escala, los fracasos financieros y la corrupción desencadenaron una nueva ola de protestas en 2018-2019 en Argelia, en Sudán, en el Líbano, en Iraq y en otros países. Curiosamente, en casos como el de Argelia y el Líbano, los regímenes gobernantes no se sintieron obligados a dar una respuesta a las protestas populares masivas.

El fracaso de la Primavera Árabe desembocó en un endurecimiento de los regímenes políticos a nuestro alrededor, lo que representa una mala noticia porque en nuestro mundo cambiante necesitamos una adaptación política, económica y social. Si el cambio no se produce a través de reformas institucionales, el peligro de explosiones súbitas y violentas seguirá aumentando. Esta observación es aún más cierta después de una pandemia que ha agotado los recursos financieros de nuestro mundo globalizado. Hay algo que está más que claro para cuando se produzca la próxima ola de explosión popular: entre civilización y barbarie, no tenemos «policías» que protejan a los más vulnerables.