Los periódicos también sirven para volver del revés el curso del tiempo. Abrir sus páginas y descubrir que hace muchos años pasó algo que habíamos olvidado. O que recordábamos a medias. O que habíamos sustituido por eso tan raro que unas veces se parece al recuerdo y otras al olvido. En Chile, hace treinta y seis años, el general Augusto Pinochet dio un golpe de Estado contra el gobierno socialista de Salvador Allende. Miles de muertos y desaparecidos jalonaron la cruelísima vocación carnicera del nuevo dictador. Uno de los desaparecidos fue -todavía es- Antoni Llidó, un cura valenciano que se fue a Chile para seguir cubriendo allí una vida de compromiso con la gente que no tenía nada salvo las ganas de vivir. A principios de octubre de 1974 cayó en manos de la DINA, la terrorífica policía secreta chilena. Fue torturado hasta la náusea y desde el 25 de ese mismo mes no se sabe nada de su paradero. Desde ese día, su hermana Pepa Llidó, con su marido Ferran Zurriaga y una incansable asociación de amigos del sacerdote de Xàbia, no ha abandonado la posibilidad de que se haga justicia. Ha sido todo muy difícil. Pero no imposible. La detención de Pinochet en Londres hace unos años formaba parte ya de esa justicia. Ahora cuatro de sus torturadores principales han sido condenados a varios años de cárcel. Lo contaba este periódico hace unos días. El horror de entonces se alivia un poco después de sentencias como ésa.

Ahora mismo, en Uruguay, se plantean anular una ley que impedía cualquier intento de procesar a los torturadores que hicieron estragos durante la dictadura. En España no. La transición, timorata, tan insuficiente para tantas cosas en las que habíamos soñado, absolvió a esos torturadores y a sus responsables políticos y dejó intactas bastantes de las estructuras que apuntalaron la dictadura de Franco. Incluso hoy día el PP se niega a condenar aquel tiempo de ignominia. La explicación para esa complicidad es clara: los apellidos familiares y la ideología que ese partido comparte con muchos de aquellos responsables de la represión.

Así es la vida. El tiempo nos cansa y avejenta de paso la fortaleza antigua de los sueños. Justo cuando leía la sentencia de la justicia chilena contra los torturadores de Antoni Llidó, veía el documental «Calle Santa Fe» de la cineasta chilena Carmen Castillo. Creo que ella y el periodista Mario Amorós son de las personas, entre muchas otras, que más están arrimando el hombro para que la dictadura de Pinochet no sea relegada al olvido, o a la media memoria, o a eso tan raro que unas veces se parece al recuerdo y otras al olvido. Ese extraordinario documental, a ratos escalofriante, nos cuenta la muerte de Miguel Enríquez, líder del MIR, esa izquierda revolucionaria donde también estuvo Antoni Llidó. A Miguel lo mataron pocos días antes de que desapareciera nuestro cura paisano. Todo un ejército rodeó su casa de la calle Santa Fe, en Santiago, lo asesinó con una saña inconcebible y a Carmen, su mujer embarazada, la dejaron medio muerta. Desde entonces sucesivos exilios han sido su vida y su destino. Ahora vive en París y desde ahí no cesa de grabar su testimonio sobre lo que fue Chile entonces y lo que puede ser ahora, después de tantos años. Es como si ella y Pepa Llidó hubieran firmado con su pasado común esas cláusulas indefinidamente tristes que decía Pablo Neruda en un poema que habla de sueños y caballos. Pero esas dos mujeres no se cansan de estar donde les exige la memoria de los suyos y han convertido la tristeza que decía el poeta en una envidiable y obstinada forma de coraje. Aquí todo es distinto. El tiempo del horror franquista sigue escondido en los pliegues indignos del silencio. O lo que es peor: algunos siguen cantando sus excelencias con toda la arrogancia del mundo. Y hasta nos miran a los demás por encima del hombro. Así nos miran. Así.