Esteban Hernández (*)

 

Una nueva biografía sobre John Maynard Keynes, firmada por Zach Carter, suscita grandes elogios y consigue grandes ventas. Apunta al corazón de los errores económicos

Se titula ‘The Price of Peace. Money, Democracy and the Life of John Maynard Keynes’, lo firma un periodista, Zachary D. Carter, es una biografía sobre uno de los economistas más importantes de la Historia y se ha convertido en uno de los libros de la temporada estadounidense. Es un texto muy ameno en la exposición, que sabe mezclar ágilmente los elementos personales con las teorías económicas y que describe bien la influencia ambigua que han tenido las propuestas de Keynes, incluso en nuestra época; su mayor mérito, sin embargo, reside en la comprensión diáfana de lo que implicaban realmente las ideas del economista británico.

En momentos de crisis como el presente suele hablarse de regreso al keynesianismo, a esa presencia estatal imprescindible para ayudar a que los problemas se solucionen. Todo el mundo coincide en la necesidad de la acción institucional, aunque en los grados, duración y dirección de la misma suele haber divergencias. El sector empresarial, por ejemplo, es absolutamente partidario de ella, pero siempre que tenga lugar como paréntesis selectivo.

La normalidad de siempre

Esta semana, el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, afirmaba que las empresas no quieren una nueva normalidad tras la pandemia, sino la de siempre y bien sujeta al rigor presupuestario. Pero esa vieja normalidad no es posible, precisamente porque se está actuando para combatir la crisis. Demandar rigor presupuestario implica consecuencias presentes que deberían ser explicadas: cada euro que se dé a las empresas españolas, por una u otra vía, va a tener un coste muy elevado en el futuro cercano, ya que provocará que aumente nuestra deuda, y la factura que nos van a pasar los mercados puede ser demasiado elevada. Si se fuera consecuente con la intención de mantener un presupuesto equilibrado cuyo objetivo fuese reducir la deuda, la acción lógica sería no ofrecer ningún tipo de ayuda que implicase coste económico. No estoy seguro de que esa sea la opción preferida por quienes abogan por la frugalidad.

Además, esa visión austera ha estado ligado a un concepto, «riesgo moral», que se hizo muy popular en la anterior crisis: no era pertinente prestar dinero a Estados que se habían endeudado irresponsablemente y no habían realizado las reformas adecuadas en los buenos tiempos, pero que pretendían en las recesiones que otros les ayudasen. Dado que habían incurrido en una actitud irresponsable, debían pagar las consecuencias. Es una actitud que vemos cómo se repite hoy, y en Europa está muy instalada en los países del norte. Pero si esta perspectiva fuera la correcta, tendría sentido aplicarla íntegramente, y esta crisis sería un buen momento. Desde el punto de vista del equilibrio presupuestario, no tendría sentido que los Estados gastasen grandes cantidades de dinero en ayudar o rescatar a muchas grandes empresas que están en dificultades, ya que se endeudaron para ofrecer enormes cantidades a sus accionistas a través de dividendos y recompras de acciones.

Por qué no quiere Holanda los ‘coronabonos’. Noticias de Guipúzcoa
Que hubieran hecho los deberes

Esa es la causa principal, con la ligazón que la une al sector financiero, de esta crisis, por lo que supondría un tremendo riesgo moral aliviar sus cuentas: las compañías que han sido mal gestionadas, gastaron irresponsablemente y no pensaron en guardar para tiempos difíciles, no tendrían que ser recompensadas con ayudas públicas. Por los mismos motivos, si los Estados del norte no quieren dar ni un euro a los del sur, tampoco deberían hacerlo con las empresas que llevan su bandera: que hubieran hecho los deberes.

Si no se hace de este modo, estaríamos inyectando dinero a las empresas más grandes para que ajustasen sus cuentas de resultados, para que después la factura de la deuda se distribuya entre los ciudadanos. Pero eso no sería austeridad, sino trasladar los resultados de una mala gestión privada a las arcas públicas. Desde el punto de vista de la economía ortodoxa, algo así sería intolerable.

Lo curioso no es que Garamendi o los países del norte insistan en la austeridad sin tener en cuenta la contradicción de solicitarla en estos instantes, sino que sea un lugar común entre la gran mayoría de nuestros expertos económicos. El gobernador del Banco de España, Hernández de Cos, ha defendido el gasto público que ha impulsado el Gobierno para hacer frente a la pandemia, pero también ha señalado que habría que trazar rápidamente una estrategia para reducir los niveles de déficit y deuda públicos generados por la crisis. Ha alertado, además, de que deberían existir cautelas frente a medidas como la renta mínima, ya que ha provocado en otros países «trampas de pobreza» que pueden desincentivar la búsqueda de empleo. Quizá le falte algo de coherencia a sus declaraciones, porque, en ese caso, también sería conveniente acercarse con mucha cautela a las ayudas públicas a las empresas que ha concedido el Gobierno: podrían generar «trampas de riqueza», ya que al acudir el Estado a su rescate, se desincentivaría a los propietarios y directivos de las empresas para que las gestionasen bien, las hicieran rentables y guardasen para los malos tiempos.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (c) junto al presidente de la Federación Nacional de Organizaciones de Autónomos (ATA), Lorenzo Amor (i)y el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi (d), a principios de marzo de 2020(foto: Pablo Monge)
El otro keynesianismo

Es sorprendente tal carga de banalidad, y no solo por el escaso peso empírico de las trampas de pobreza, sino por la insistencia en la austeridad como mecanismo esencial de gestión de la economía. Sabemos que no funciona, y lo llevamos comprobando bastante tiempo: llevamos dos rescates masivos en solo una década; en el plano interno ha generado mucha desigualdad en los países occidentales y ha debilitado enormemente a las pymes, los autónomos y los trabajadores; y en lo externo, la austeridad occidental ha beneficiado sustancialmente a China.

Es llamativo el anclaje de nuestras élites económicas en un sistema que no funciona, en especial cuando están exigiendo que ahora, en los malos momentos, se abandone temporalmente esa perspectiva. Si la frugalidad es la solución, no debió variarse ni en la crisis anterior para rescatar a los bancos, ni en la actual para rescatar a las grandes compañías endeudadas. Aplicar el keynesianismo para unos y el neoliberalismo para otros, que en eso ha consistido nuestra gestión de la economía desde hace demasiado tiempo, y la forma en que se ha diseñado el Quantitative Easing del BCE es la mejor prueba, no es una receta económica, es hacer trampas en el juego.

 Conviene recordar aquí algunas afirmaciones de Keynes que Zach Carter recoge en su excelente libro: es difícil cuestionar esa forma perniciosa de gestión de la economía que ahora se denomina frugalidad porque es un dogma y, como tal, convierte los debates en imposibles. Keynes aseguraba que cuestionar la austeridad era como discutir con un obispo del siglo XIX acerca de Darwin: todo lo que se argumentaba era tomado como una herejía, y cuanta más evidencia se mostraba, más se insistía en calificar como hereje a quien refutaba las tesis dominantes. Además, cualquier objeción se solventa fácilmente: si la austeridad ha fallado, es porque no se fue lo suficientemente austero. El mismo argumento que cuando se intentaban detener las pandemias de otros siglos con oraciones; si continuaba muriendo gente, es porque no se había rezado lo suficiente.

Una persona sin hogar duerme mientras una mujer carga sus compras en la Vega Central, principal mercado de abastos de Santiago (Chile).Alberto Valdés / EFE (El País)
Las leyes naturales

El libro de Carter es muy pertinente a este respecto, porque subraya ideas muy relevantes para nuestra época. Según Keynes, la historia económica es una historia fundamentalmente política, porque la economía es un instrumento que utilizan los Estados soberanos y no un conjunto de leyes naturales. No estamos ante una disciplina científica desapasionada que descubre leyes inquebrantables, sino ante un conjunto de posiciones que reflejan cómo los seres humanos, y las estructuras de las que se dotan, arreglan los asuntos comunes.

Por eso, afirma Carter, la ‘Teoría general del empleo, el interés y el dinero’ es una obra maestra del pensamiento social y político, entroncada con las de Aristóteles, Thomas Hobbes, Edmund Burke o Karl Marx. Es una teoría de la democracia y el poder, de la psicología y del cambio histórico, así como una reivindicación firme de la fuerza de las ideas. Y lo es precisamente porque demuestra la necesidad del poder, ya que la prosperidad debe ser orquestada y sostenida por el liderazgo político, y no determinada por sus instrumentos, como la economía, que no deja de ser un conjunto de técnicas para alcanzar ciertos objetivos; en segundo lugar, es un libro básico porque reformula el problema central de la sociedad, así como el corazón de la economía, al afirmar que el asunto que debe resolverse es el de la desigualdad y no esas interrelaciones entre oferta y demanda que habían ocupado a los economistas durante siglos.

Zachary D. Carter (foto: facebook)

Para ese objetivo, Keynes no ofreció ninguna métrica, señala Carter, más allá del «pleno empleo», y tampoco dedicó demasiado tiempo a discutir cómo deberían los gobiernos manejar la demanda agregada, la inversión o el poder adquisitivo. Se trataba de crear prosperidad mediante el aprovechamiento de las capacidades productivas de una sociedad, y eso admitía instrumentos diferentes según la situación y el momento. Pero lo que resultaba evidente para Keynes era que la austeridad, producto de la convicción en leyes naturales que de no seguirse destruirían la economía, constituía el mayor problema para que la economía funcionase.

Las ideas contra el poder

La visión de Keynes incluía un aspecto más, de vital importancia tanto entonces como hoy, que Carter resalta convenientemente: la Historia no estaba construida únicamente por los intereses de los capitalistas, sino que las creencias y las ideas de las personas también podían cambiar las cosas. Esta perspectiva era otra forma de decir que la sociedad podía transformarse de una manera sustancial sin necesidad de derrocar el orden presente; las ideas eran el camino para introducir la autocorrección que todos los sistemas necesitan. Esto era una llamada a la esperanza, pero también una separación radical de aquellas posturas políticas que, como el marxismo, entendían la sociedad organizada desde posiciones de poder y tensiones entre clases que solo podían ser solucionadas mediante la destrucción de un sistema y la construcción de otro nuevo. Keynes se alejaba así tanto del liberalismo austero imperante como del comunismo, y establecía un camino por el cual era posible conservar la vitalidad de la sociedad occidental y su deseo de libertad, pero al mismo tiempo arreglar problemas serios, como la desigualdad, y más en tiempos de la Gran Depresión. Y tenía razón, en la medida en que personas como él tejieron el New Deal, así como el capitalismo fordista que reinó tras la II Guerra Mundial. Ese camino, insiste Carter, debería ser explorado y utilizado de nuevo en nuestro tiempo, cuando es tan necesario o más que entonces.

Sin embargo, las ideas de Keynes y Carter están sometidas a una paradoja: del mismo modo que el keynesianismo está siendo utilizado hoy con objetivos muy distintos de los pretendidos por el economista británico, hasta el punto de que muchos de sus instrumentos se emplean de un modo que hace la desigualdad mayor, también estamos asistiendo a un cambio en nuestro sistema a través de un proceso no violento que nos lleva hacia posiciones más autoritarias. Las instituciones siguen existiendo y operando, pero están cobrando un sesgo cada vez menos liberal, y la pandemia no ha hecho más que intensificar esta postura. Este no es el tipo de cambio que Keynes había imaginado.

Estamos en un momento de transición, no en el punto de llegada, y las políticas de austeridad supondrán una carga extra de tirantez social en países que ya están bastante tensionados. El giro hacia sociedades menos democráticas está de fondo, y las señales del autoritarismo están marcando el camino. Pero ese fue también el momento en el que tuvo que desenvolverse Keynes, porque los años 20 fueron la semilla de los fascismos europeos. El economista británico tenía una fórmula, la capacidad de autocorrección del sistema a través de las ideas y del aprovechamiento de las capacidades productivas de una sociedad, y ese es un posible camino; el otro es el aumento de las tensiones sociales y su resolución en forma de Estados autoritarios. Ahora mismo no se adivinan otras posibilidades, y habrá que elegir. En ese escenario, la clave de bóveda es la ausencia de prosperidad y un nivel grande de desigualdad.

(*) Jefe de Opinión de El Confidencial. Autor de «El tiempo pervertido. Derecha e izquierda en el siglo XXI». (Ed. Akal), «Los límites del deseo. Instrucciones de uso del capitalismo del siglo XXI» (Ed.Clave Intelectual), «Nosotros o el caos» (Ed. Deusto) y «El fin de la clase media» (Ed. Clave Intelectual).

Fuente: El Confidencial 31 de mayo 2020

Portada: Wilians Collins (El Confidencial)

Ilustraciones: Conversación sobre la Historia

Artículos relacionados

“The Economist”, el semanario de las clases dominantes

CORONAVIRUS (IV): «Haced algo»: crisis económica y renta básica

CORONAVIRUS (V). Calviño, el plan Marshall de Sánchez y lo que se está cociendo en EEUU

Estamos viviendo la primera crisis económica del Antropoceno (*)

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí