PORTO ALEGRE – A principios del siglo XXI, el hambre sigue siendo una plaga del mundo. Y se sigue considerándola como una fatalidad de la naturaleza o como un problema que, al fin y al cabo, no detiene el funcionamiento de la economía. Los mercados y las Bolsas de Valores no son sacudidos por la divulgación de nuevas estadísticas sobre el número de personas que sufren el hambre, muere por inanición o vive eternamente bajo la brecha de la pobreza. Por lo general, la sociedad ya se ha acostumbrado a esas estadísticas y toma conciencia de las mismas, por los medios de comunicación, con una actitud insensible.

La comunidad internacional realiza encuentros y conferencias para discutir el problema, produce declaraciones y define metas que, en una aplastante mayoría de los casos, se ven incumplidas. ¿Y cual es la razón del incumplimiento de estas metas por los gobiernos? ¿Falta de recursos? ¿Falta de voluntad política? ¿Y cual es la razón de la pasividad que acompaña dicho incumplimiento de los compromisos firmados? Quizás tengamos que fijarnos en una hipótesis más siniestra: que no se cumple con dichas metas porque, de hecho, a los dueños del mundo no le importa para nada de acabar con el hambre.

La II Conferencia Internacional sobre Reforma Agraria y Desarrollo Rural, que está celebrándose en Porto Alegre, representa, entre más, una oportunidad para reflexionar sobre el tema. Presencian representantes de más de 80 gobiernos, junto con profesores universitarios, técnicos, operadores de políticas públicas y representantes de movimientos sociales. Todos defienden la reforma agraria por ser una política indispensable, a nivel global, y para combatir a los problemas del hambre y de la miseria.

No hacen falta los diagnósticos y estudios técnicos para basarse en esa posición y justificar su importancia. Sin embargo, parece que falta algo. Un algo, cuya ausencia, corrobora la explicación de la continua deterioración de los lazos sociales e el mundo y la igualmente continua destrucción de los recursos naturales del planeta.

RECURSOS NATURALES, TERRITORIO Y PODER

A finales del siglo XX, la comunidad internacional de las naciones, reunida en la Cumbre del Milenio, llegó a un consenso sobre ocho Objetivos de Desarrollo para el Milenio, que todo gobierno signatario debía de asumir como prioridades. Precisamente, el objetivo número uno era la erradicación de la pobreza extrema. El objetivo número ocho es fomentar una asociación mundial para el desarrollo.

La lucha contra la concentración de la tierra y contra la creciente privatización del acceso a los recursos naturales representa una condición indispensable para la realización de estos objetivos. Conforme a los datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), de los 1,1 billones de seres humanos extremadamente pobres, alrededor de un 75% vive en áreas rurales y depende, para su supervivencia de la tierra y del agua.

Pues bien, el aumento de la disparidad entre ricos y pobres en el mundo está directamente relacionado al tema del acceso a estos recursos básicos. Tierra, agua y aire conforman lo que, en lo concreto, se suele llamar territorio. Los que detienen el poder hoy en día en el mundo, opera a diario para que su control sobre los territorios se mantenga y amplíe; por consiguiente, para tener cada vez un mayor control sobre los recursos naturales.

Proponer en serio la erradicación del hambre y de la pobreza significa proponer la reorganización actual de los territorios. Es decir, significa revisar profundamente la actual estructura del poder. Por lo tanto, no es por casualidad que una agenda como la de la reforma agraria ocasione tanta incomodidad para los dueños del poder. Se trata, precisamente, de poner en tela de juicio uno de los pilares de su sistema de poder.

UN SILENCIO DELIBERADO Y ESTRATÉGICO

El tratamiento proporcionado al tema por los grandes grupos mediáticos revela con extrema claridad la naturaleza de dicha incomodidad. El silencio mediático que cubre los debates que se están celebrando en Porto Alegre ayuda a comprender una de las razones centrales por las que el enfrentamiento de las causas del problema del hambre y de la pobreza no consigue evolucionar, en la mayoría de los casos, de un marco exquisitamente retórico. Se trata de un silencio deliberado y estratégico, que expresa un elemento virtual que también es constitutivo de la concepción de territorio.

La conferencia de Porto Alegre ocurre 27 años después del primer encuentro global sobre el tema, realizado por la FAO en 1979, es decir, veinte años antes de la Cumbre del Milenio. En aquel año, la FAO alertó al mundo sobre el drama del hambre y sobre el peso de la pobreza en el medio rural. El encuentro fue más grande de lo que está celebrándose ahora en la capital gaúcha, porque reunió a delegados de 145 países, cuatro jefes de Estado y 89 ministros. Al finalizar, adoptó Programas de Acción, que quedaron conocidos como la “Carta de los Campesinos”.

Uno de sus principios básicos afirmaba: “el objetivo principal de la reforma agraria y del desarrollo rural precisa ser la mejora de la calidad de vida de todos, en particular la de los pobres que viven en zonas rurales. El desarrollo económico por sí, no es suficiente, porque se debe basar en los principios de justicia y con la participación de las comunidades”.

Pasados veinte años, el proyecto de la “Carta de los Campesinos” queda en papel. Y más grave aún: muchos de los problemas señalados en 1979 se agravaron y surgieron unos cuantos más, como la devastación generada por el virus VIH en África y en otras regiones del planeta. Cambios climáticos, pérdida de la biodiversidad, degradación de los suelos, del aire y del agua, degradación de la vida en las ciudades con un aumento siempre creciente de la violencia urbana: todos estos problemas están vinculados a los temas de la reforma agraria y del desarrollo rural. Todos estos problemas aparecen a diario, de manera fragmentada y esparcida, en los noticieros de los medios. Y contemporáneamente, se calla sobre una conferencia internacional o, a lo mejor (¿?), se le cubre de forma caricaturesca.

A lo mejor, apenas vale la pena de fijarse en las diferencias existentes entre aquellos que mantienen cierto nivel de compromiso con la agenda de la reforma agraria; en el caso de Brasil, entre los movimientos sociales y los agentes del gobierno federal responsables por la implementación de las políticas de reforma agraria. Cuanto más visibles y agudas se hicieran dichas diferencias (que, a menudo, parecen ser más pequeñitas), mejor. Esa parece ser la directriz general. El contenido de los debates de la conferencia no merece ni siquiera una línea. Y no la merece no por el olvido o la distracción de reporteros y editores, no la merece porque al sistema no le importa de poder discutir dichas cuestiones en serio.

Y eso se debe a que hasta la información pasó a involucrarse en el concepto de territorio. Y por lo tanto, su control representa una “conditio sine qua non” para la manutención del control del territorio y del poder. Hasta los conflictos relacionados a la disputa por el acceso a tierra y agua, para citar apenas estos dos recursos, se convierten en conflictos relacionados al control de la información. Y ese último control se convierte por su parte en una condición estratégica para la manutención de otras clases de control.

Así que, el silencio mediático en torno a los debates de la conferencia de Porto Alegre pertenece a una clase extremadamente ruidosa ya que revela, de manera ejemplar, la íntima relación existente entre el control de los recursos naturales y de lo de la información. Ignorar eso significa tomar un atajo para, quizás al cabo de 20 años, acompañar a la repetición del mismo fenómeno hacia una posible tercera conferencia mundial sobre reforma agraria y desarrollo rural.