La Dominación Liberal: ensayo sobre el liberalismo como dispositivo de poder.

La Tizza
La Tizza Cuba
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33 min readAug 10, 2020

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Por John Brown

Fragmento tomado de la edición cubana de 2014, Editorial de Ciencias Sociales

Una extraña forma de libertad

Free to choose: la libertad de elegir es el principio fundamental de una sociedad liberal inmunitaria, según la fórmula convertida en lema por uno de sus más destacados defensores, Milton Friedman. El valor de uso de las mercancías, sufre con ella una convulsión fundamental. En las fases iniciales del capitalismo podía definirse todavía el valor de uso como la capacidad de una mercancía para cubrir una necesidad real o imaginaria. Ello suponía que esta necesidad hubiera nacido fuera del circuito productivo destinado a producir medios para satisfacerla. La cultura y los demás determinantes sociales e individuales de la subjetividad definían tanto al sujeto como a sus necesidades. El hecho de que el nuevo modelo productivo posfordista — con el que se consuma desde finales de los 70 el advenimiento de una sociedad de mercado — haya suprimido los espacios y tiempos exteriores a la producción implica que las necesidades se definan en adelante en un único contexto: el del continuum producción-consumo.

El valor de uso se hace entonces directamente funcional al valor de cambio. Ya no responde a una necesidad natural o cultural exterior a este, pues el valor de uso, carente ya de un espacio propio se confunde con el valor de cambio en el ámbito omnicomprensivo de la valorización del capital. En otras palabras, la utilidad de una mercancía termina confundiéndose con su carácter de mercancía. No existe ya diferencia entre vida y mercado: la vida es el mercado. Las necesidades del individuo coinciden sin resquicios con su capacidad de apropiarse de mercancías.

Coherentemente con lo anterior, la definición de un objeto por referencia a un estilo de vida (life style) asociado a un logo, a una marca destinada originariamente a indicar que un objeto es una mercancía producida por tal o cual empresa, puede llegar a constituir la totalidad de su valor de uso, como ocurre con todas las prendas de vestir que exhiben la marca en grandes caracteres haciendo que el producto sea anuncio de sí mismo y el propio consumidor trabajador involuntario (?) de una empresa de indefinidos contornos.

La vida misma del individuo consumidor, al poder convertirse ella misma en mercancía, se convierte en el nuevo fundamento del valor de uso.

En una sociedad liberal existe libertad para optar por ofertas de estilos de vida que compiten entre sí, por productos, orientaciones sexuales e incluso ofertas de élites políticas en competencia. Se puede elegir prácticamente todo, pero siempre existe alguna condición. Dice Chesterton que la ética más sólida es la del jardín de infancia, la basada en los cuentos infantiles, en estos: «la felicidad dependía de que no se hiciera alguna cosa que uno podría hacer en cualquier momento y que, en muchos casos, no estaba claro por qué no podía hacerse. Lo que digo es que a mí esto no me parece injusto. Si el tercer hijo del molinero le dijese al hada: “explícame por qué no puedo hacer el pino en el palacio encantado”, esta podría contestarle justamente: “bueno, puestos a esto, explícame el palacio encantado”. Y si Cenicienta dice: “¿Por qué tengo que irme del baile a las doce?”, su hada protectora podría replicarle: “Y ¿por qué vas a estar allí hasta las doce?”»[1]

En el capitalismo, como en los cuentos o en cualquier sociedad, siempre hay algo que no se puede hacer sin que el tinglado se venga abajo: en el modo de producción capitalista, lo que no puede hacerse bajo ningún concepto es impedir la venta de fuerza de trabajo. Y ello no puede hacerse, no porque en condiciones «normales» esté prohibido optar incluso por un «estilo de vida» «comunista» o llevar camisetas de Che Guevara, sino porque debe quedar preservada la base misma de existencia del mercado gracias al cual es posible acceder a prácticamente cualquier oferta.

En cierto modo, la sociedad de mercado capitalista podría perfectamente hacer suya la consigna de mayo del 68: «prohibido prohibir», sin olvidar en ningún caso que este paradójico enunciado no deja de ser el de una prohibición.

La casi ilimitada opción de estilos de vida que se extiende cada vez más merced a las reivindicaciones de un número cada vez mayor de minorías o comunidades se enfrenta así con un límite insalvable que podría expresarse mediante una variante de la famosa consigna de la guerra fría «antes muertos que rojos»: «cualquier cosa antes que rojos». Se puede ser legítimamente lo que se quiera, siempre que exista oferta de ello en el mercado, siempre que su oferta no ponga en peligro al propio mercado.

Cuenta Slavoj Zizek que en los Estados Unidos existen grupos que ya reclaman que los necrófilos puedan disponer de cadáveres para satisfacer su afición. Ni siquiera esto llama tanto la atención si se tienen en cuenta las graves dificultades que encontró, más cerca de nosotros y en una situación real, la justicia alemana para juzgar al caníbal de Rotemburgo, que había devorado a otra persona con pleno consentimiento de esta última.

No solo será pronto posible ser necrófilo con consentimiento de los parientes del difunto amante o caníbal con el consentimiento del propio asado, es incluso posible defender en esta sociedad opciones anticapitalistas con el consentimiento del capital y de sus gestores y representantes, siempre que ello no tenga ninguna consecuencia sobre lo fundamental.

Llamarse socialista o comunista parlamentario o «revolucionario» o incluso defender el socialismo lo más lejos posible, en Cuba o en Venezuela o en Nepal, no está prohibido, aunque, ciertamente, es poco recomendable. Lo que está fuera de cuestión es intentar bloquear el mercado de fuerza de trabajo apropiándose de medios de producción o de riquezas sin que medie transacción mercantil.

La moda y sus identidades

La ley básica por la que se rige el mercado capitalista es la ley de la oferta y la demanda. Esta ley no funciona, sin embargo, de manera simétrica entre sus dos polos. Según el economista francés Jean-Baptiste Say, quien difundiera en la Francia del siglo XIX la vulgata de la economía política clásica, existe una marcada prioridad de la oferta que se expresa en su ley de la oferta.

Conforme a ella, todo lo que puede ofrecerse en un mercado encuentra una demanda y la encuentra porque la genera.

En términos del propio Say: «es la producción la que abre mercados a los productos».

De ahí que el mercado haya supuesto el más formidable acelerador de las necesidades y deseos humanos, hasta el punto de convertirse en el lugar donde no solo se eligen mercancías, sino auténticos «estilos de vida».

Lo que antes era un largo proceso en el cual el individuo se hacía sujeto a lo largo de una biografía, en interrelación con otros sujetos, instituciones y entornos sociales, ha quedado sustituido por la elección de un «kit de identidad», que puede adquirirse junto a una serie de mercancías.

El fenómeno de la moda desborda el ámbito del vestir o de las novedades culturales, para invadir el conjunto de las identidades sociales. Ante el individuo se presenta una creciente oferta de identidades, pero esas identidades, al encontrarse en el mercado, se ven aisladas respecto de su origen social y cultural: se encuentran debidamente neutralizadas. Son por ello mismo identidades intercambiables. A este respecto observa Naomi Klein en No Logo que «el marketing de la diversidad se presentaba como la panacea para todos los obstáculos a una expansión mundial. En lugar de crear campañas publicitarias deferentes para mercados diferentes, estas campañas vendían la propia diversidad a todos los mercados al mismo tiempo. La fórmula mantenía la relación costes beneficios del imperialismo cultural occidental de antes, pero corría menos el riesgo de ofender las susceptibilidades locales. […] Este multiculturalismo seductor se presentaba como el atractivo embalaje del efecto homogeneizador de aquello que el físico indio Vandana Shiva denomina “la monocultura” — pues de lo que aquí se trata es precisamente de un monomulticulturalismo»[2].

Ese monomulticulturalismo se aplica a los más variados sectores de la vida social y cultural, dentro y fuera del mercado, en la medida en que todavía quepa discernir qué sería este «fuera» del mercado al menos en lo que a consumo o a la vida como consumo se refiere. De este modo, en los Estados Unidos, es frecuente que un individuo cambie de religión pasando, por ejemplo, de católico a protestante y de protestante a «cientólogo». Esos cambios no han hecho que su vida se transforme sustancialmente, puesto que queda garantizada por el orden de mercado su inmunización respecto de las posibles consecuencias colectivas e incluso individuales de sus propias acciones. En todo momento es posible otro cambio y optar por una religión que «salve más en blanco» o más barato.

La libertad que sirve de base a una sociedad de mercado es «casi» total. Nada queda de presencia visible de un soberano que impone su criterio a los individuos mediante intervenciones positivas y constantes en la sociedad civil. Son los propios individuos los que hacen de su vida y labran su propia felicidad mediante una libertad que se caracteriza como «libertad de elegir».

De elegir y no de actuar, puesto que el lugar por excelencia de la libertad es el mercado y en el mercado lo que el individuo tiene ante sí es una oferta más o menos diferenciada dentro de los cual es posible optar. La libertad de actuar se plantearía en otros terrenos en los cuales lo que el individuo tiene frente a él no son mercancías sino otros individuos con los que puede cooperar.

En la producción o en la política, por oposición al consumo, parecería aún posible pensar en esta cooperación. Parece en efecto que la producción y la política requieren un acuerdo y una actuación concertada de los individuos y que en ellas la actuación va más allá de una mera elección. La producción material y la institución de la ciudad deberían teóricamente ser algo más que la elección entre ofertas ya existentes, pues suponen la creación colectiva de algo nuevo. Sin embargo, tampoco a este nivel, puede el individuo recuperar una dimensión comunitaria en el capitalismo: también en este ámbito funciona eficazmente la inmunización.

En la producción, mi asociación con otros en el marco de una empresa a la que he vendido mi fuerza de trabajo solo tendrá lugar bajo la coordinación y las órdenes del capital en la persona de sus representantes, lo cual excluye por definición una asociación libre. En el marco de una estructura de producción cooperativa esta asociación sería teóricamente posible pero sumamente limitada.

Por mucho que se ensayen dentro de una sociedad de mercado formas de cooperación libres, el entorno de mercado en el que la empresa cooperativa debe vender la producción a precios competitivos genera rápidamente distorsiones: jerarquía, burocracia, desigualdades.

En ningún caso, además, puede plantearse, mientras exista el mercado universal, que se decida democráticamente qué o cómo se va a producir en una sociedad, lo cual dice ya bastante sobre la improbable relación entre democracia y capitalismo.

Lo mismo ocurre en el ámbito de la actuación política. En él, la lógica de la representación cuyas estructuras examinaremos más adelante coloca al ciudadano ante una situación semejante a la del mercado. Su cooperación en el gobierno de la ciudad y en la legislación se reduce a dirimir la competición entre unas élites que se enfrentan entre sí por el voto de la población a través de unos procesos electorales en cuyo espectáculo se compendia todo lo que de democrático tienen las democracias capitalistas. Afirma así Schumpeter, deshaciendo todo posible equívoco entre la concepción «clásica» de la democracia como gobierno basado en la voluntad del pueblo y la «democracia real», que el «método democrático es el sistema institucional que conduce a decisiones políticas, en el cual determinados individuos adquieren el poder de zanjar estas decisiones a raíz de la lucha competitiva que tiene por objeto los votos del pueblo»[3]. La ley de Say o ley de los mercados que rige la economía capitalista se aplica por consiguiente también a la política. La democracia en el capitalismo no es sino la libertad de elegir entre ofertas electorales. La única intervención del ciudadano en la legislación y el gobierno consiste en elegir qué sector de las élites lo representará. Su interrelación con los demás miembros de la ciudad en la esfera política se asemeja así a la que tiene en el mercado: en ambos espacios de los que se trata es de elegir entre las ofertas disponibles, pero en ningún caso se puede determinar colectivamente cuáles pueden y deben ser estas ofertas. Ni en el ámbito económico ni en el político debe la libertad desembocar en formas de cooperación, de comunidad y por tanto de acción por parte del individuo.

Una extraña forma de igualdad

a) Metafísica del mercado: imago omnium rerum

Contrariamente a las críticas reaccionarias contra la sociedad «permisiva», creemos que el problema de este tipo de libertad entendida como inmunidad no solo respecto al poder, sino, sobre todo respecto a los demás individuos, no es su falta aparente de límites — pues tiene como sabemos un límite que es el de su condición misma de posibilidad — sino su contenido. Efectivamente, optar por una u otra religión u opción política es lo mismo que hacerlo por distintas mercancías de un mismo género o por marcas o «logos» distintos. Se trata de realidades intercambiables y esencialmente equivalentes. Y lo son, porque al igual que el conjunto de las mercancías en el capitalismo, han ido adquiriendo algunas de las propiedades del equivalente general: el dinero. Este «platonismo» deriva de la propia condición de equivalente general que corresponde al dinero[4]. Si todas las mercancías pueden intercambiarse por dinero, ello obedece por un lado al hecho de que la mercancía tiene valor de cambio, lo cual implica a su vez que contenga una determinada cantidad de trabajo abstracto medido en unidades equivalentes. El trabajo abstracto que sirve de medida al valor de cambio es la base del intercambio de mercancías cualitativas y cuantitativamente diferentes. El valor de cambio a su vez se ve expresado en las transacciones mercantiles por el dinero. Este se presenta en primer lugar como el equivalente general, aquella mercancía que tiene la particularidad de ser intercambiable por cualquier otra y que se caracteriza además por su función de pago, por las de cuenta y reserva. El dinero, a diferencia, en principio, de las simples mercancías, debe presentar entre sus distintas unidades de misma denominación una equivalencia estricta: una moneda de un euro debe ser idéntica a otra, sin lo cual no podría utilizarse como unidad de cuenta ni como medida del valor. Por otra parte, las distintas unidades monetarias deben poder conservarse con facilidad y ser tan inmunes como sea posible al deterioro físico. Solo a tal condición puede el dinero servir de medio de reserva y ser utilizado para la efectuación de pagos en distintos tiempos y lugares permitiendo e induciendo así la expansión del mercado.

Todo ello diferencia fundamentalmente a la operación de compraventa monetaria del trueque, operación en la que un valor de uso concreto se intercambia en un tiempo y lugar determinados por otro valor de uso concreto. El dinero permite separar en el tiempo y el espacio los dos momentos del intercambio. Además, el intercambio monetario obliga a que las mercancías se intercambien por equivalentes rigurosos. Los pesos y medidas deben ser exactos, las calidades de las distintas unidades, equivalen entre sí. Estamos en el universo del avaro Shyllock de Shakespeare y de su «libra de carne lo más cercana posible al corazón». En este universo, las mercancías adquieren progresivamente las características del dinero. Es como si la esencia abstracta del dinero destiñera sobre las propias cosas, que al participar de la característica de lo numerario adquieren un máximo de intercambiabilidad.

La metafísica del capitalismo es la metafísica del supermercado, institución en la que escenifica cotidianamente junto con la producción de masas el lugar «hiperuraneo» que conjeturara Platón, ese lugar más allá del cielo visible en que residen las ideas. Esta visión mística se hace particularmente evidente cuando sus objetos provienen de la naturaleza: las frutas y verduras que se adquieren en el mercado mundial son cada vez más imágenes del dinero, el cual es imagen de todas las cosas y, por lo tanto, de nada. Son iguales y duraderas merced a los procedimientos de conservación por ionización y, por supuesto, al desprenderse de los accidentes de la vil materia como el olor o el sabor, son perfectamente insípidas. Cada vez se alejan más de la fruta y de la verdura concretas; los tomates y las manzanas reales se convierten en copias de un tomate o una manzana paradigmáticos. Los sabores y los perfumes, platónicamente, mediante «esencias» cuya función es uniformizar las cualidades sensibles de los productos. De modo semejante, las campañas publicitarias que asocian una serie de productos a un estilo de vida que puede ser juvenil, desenfadado o deportivo o inscribirse en la estética de determinadas subculturas, terminan produciendo una cultura del «logo» en la cual el estilo de vida o el grupo social pierden toda entidad propia y termina el grupo definiéndose de rebote como «los que consumen mercancías de tal o tal marca». Gracias a ellos surge un «hombre nuevo» semejante al de San Pablo que tras el advenimiento del Mesías no era ya ni griego ni judío, ni libre ni esclavo[5]: el hombre nuevo regenerado por Pepsi o por Nike. Del mismo modo que en las frutas y verduras desaparece tendencialmente su relación con el fruto o la planta naturales, en el «logo» desaparecen la sociedad y la cultura. Es como si el valor de cambio retroactuase sobre el valor de uso que es su soporte y le transmitiera determinadas características de su hipóstasis monetaria. Se comprende así que la liberta de elegir cada vez más tenga por objeto entidades abstractas con forma, sabor y olor a dinero.

b) Antropología de mercado

Lo mismo ocurre a otro nivel con los propios sujetos del intercambio, los cuales se encuentran en el mercado como propietarios de mercancías. Como de lo que se trata es de intercambiar valores de uso, pero en función del trabajo abstracto que contengan, el mercado se convierte en una versión fantasmagórica de la cooperación social. Los personajes del mercado son los portadores de las mercancías y del dinero. Tanto el propietario del dinero como el de la mercancía tienen el mismo estatuto a efectos de intercambio de valores iguales. No importa lo que uno haga dentro de la producción social, sino que sea propietario de dinero o de algo que pueda intercambiarse por dinero. En la medida en que esto sea así, los propietarios del dinero y de los equivalentes concretos del dinero (las mercancías) pierden cualquier radicación social en relaciones de cooperación y se convierten, como propietarios de trabajo abstracto en sujetos no menos abstractos del intercambio. Esa completa ocultación de las relaciones productivas reales será el fundamento de la igualdad, así como de la libertad de los individuos.

Como esquema vacío enteramente formal de las relaciones de cooperación, el mercado solo puede tener en cuenta en los sujetos su condición jurídica de igualdad y su calidad de propietarios de equivalentes de cantidades de trabajo abstracto, lo que supone una puesta entre paréntesis de las relaciones de producción reales. El mercado nos hace libres, porque en él no existen las relaciones de dependencia o subordinación personal que se encuentran en la esfera de la producción. Quien se presenta en el mercado con dinero o con sus equivalentes, no tiene por qué ser el productor de ninguna mercancía, inversamente, el productor puede no tener para vender en el mercado ninguna otra cosa que su propia piel.

Sea jerárquica o igualitaria, la relación de cooperación productiva no quedaba abolida por la relación mercantil, que se desenvuelve en un plano enteramente distinto. Lo que ocurre es que es completamente ignorada tanto en el mercado como en las relaciones jurídicas que en él se basan. En esa esfera solo rige la justicia conmutativa expresada como intercambio de cantidades de trabajo equivalentes. De ahí que Marx considerara completamente estúpida la propuesta de Proudhon de que se crease un banco del pueblo que emitiese bonos denominados en el tiempo de trabajo: el dinero del capitalismo no es ya, en cierto modo, nada distinto de esto. La reivindicación de un intercambio igual o de un «comercio justo» no afecta en lo más mínimo al funcionamiento del capitalismo, pues la explotación del trabajo no se da en la esfera del mercado; en esta lo único que se intercambia son equivalentes y el intercambio se produce por regla general en condiciones de libertad y de igualdad. El intercambio de equivalentes medidos en cantidades de trabajo abstracto no puede ser sino justo, es más: es el único que responde al concepto mismo de lo que es la justicia conmutativa.

Marx mostrará en Miseria de la filosofía cómo una utopía igualitaria basada en el mercado termina desembocando en la sociedad capitalista tal y como la conocemos. Criticando en tal sentido a Proudhon y a autores con tesis afines afirmará:

El Sr. Bray no ve que esta relación igualitaria, este ideal correctivo, que quisiera aplicar al mundo no es sino el reflejo del mundo actual, y que es por consiguiente totalmente imposible reconstituir la sociedad sobre una base que no es sino su sombra embellecida. A medida que la sombra vuelve a hacerse cuerpo, lejos de ser su transfiguración soñada, es el cuerpo de la actual sociedad.

c) El mercado y su reverso

Los derechos humanos se encuentran radicados en este ámbito del intercambio de trabajo abstracto atribuyéndose a las abstracciones del propio trabajador que son los propietarios de mercancías o de dinero. Del mismo modo que el valor de cambio de la mercancía solo cobra realidad en el mercado, mientras que su valor de uso, sus características útiles y la utilización de estas solo existen fuera de él, el hombre, el sujeto de derechos humanos, está a la vez presente y ausente del mercado. Presente lo está en tanto que puede intercambiar equivalentes de trabajo abstracto en el mercado; ausente una vez que, realizada la compraventa de fuerza de trabajo, esta, como cualquier otra mercancía, se consume en los discretos lugares donde tienen lugar los procesos de producción.

El hombre de los derechos humanos solo tiene derechos en el mercado, pero sigue siendo hombre fuera de él. Más acá del mercado, los derechos humanos pierden toda vigencia: en el ámbito de la producción, esto es de la utilización en un proceso de producción de la mercancía fuerza de trabajo, no hay libertad, ni igualdad ni propiedad para el trabajador. No hay libertad ni igualdad porque el proceso de producción en el que se inserta la fuerza de trabajo adquirida no es un proceso decidido, concebido ni dirigido por el trabajador. Para este tampoco existe propiedad, puesto que el instrumento productivo y el producto del trabajo no le pertenecen a él, sino al comprador de su fuerza de trabajo.

Se configuran así dos ámbitos perfectamente diferenciados, pero articulados inextricablemente entre sí. Sin un espacio fuera del mercado no puede producirse valor, pero sin mercado tampoco es posible que el valor de las mercancías se realice. La explotación no tiene lugar en el mercado, pero tampoco es posible sin el mercado. En el mercado y solo en el mercado tiene que producirse esa operación esencial para la existencia misma del capitalismo que es la compraventa de fuerza de trabajo, la cual, a diferencia de lo que ocurría en la compraventa de esclavos, puede adquirirse como una realidad no coincidente con el individuo que es su portador. Asimismo, solo en el mercado puede realizarse mediante la compraventa el valor de las mercancías producidas y extraerse de ellas un beneficio. El individuo es en el capitalismo, según recuerda John Locke, dueño de su cuerpo, propietario de su cuerpo, pero ello no significa que pueda venderlo como tal cuerpo, pues dicha venta anularía el fundamento mismo de la relación de propiedad. La compraventa del propio cuerpo constituye, en efecto, un contrato nulo, ya que en él se destruyen las condiciones mismas de todo contrato posible. El dueño de su propio cuerpo puede solo alquilar el uso de sus cualidades y capacidades físicas y mentales.

El propio Locke, liberal defensor del esclavismo, y propietario él mismo de esclavos, defiende la institución de la esclavitud por considerar que el esclavo es quien, pudiendo haber sido matado, se ha mantenido en vida por una gracia especial de su vencedor. Como podría estar muerto ha perdido todo derecho sobre su cuerpo y su persona. El trabajador libre del capitalismo no ha atravesado ese umbral de la muerte simbólica que justifica la esclavitud. No es un habitante permanente del Hades preservado de la muerte por obra y gracia de su captor: su estatuto es ambiguo, pues circula entre los infiernos de la producción y la tierra prometida del mercado y los derechos. Esta diferencia, con ser importante, no impide que, una vez introducido el trabajador libre en el ámbito productivo, no exista una diferencia esencial entre los distintos tipos de trabajo subordinado ya sean libres o esclavos sus ejecutores.

Aunque esa terminología haya caído en el olvido, se habló en los albores del capitalismo de «esclavitud salarial» para describir el estatuto del trabajador libre, ese trabajador que es el hombre libre mientras ofrece su fuerza de trabajo en un mercado, mientras es trabajador en potencia, y deja de ser libre cuando por un tiempo contractualmente estipulado deviene trabajador en acto. Esta condición resultaba particularmente clara para los primeros teóricos del derecho natural que se encontraron ante la necesidad de diferenciar la nueva condición laboral de las antiguas formas de trabajo dependiente. Así Grocio colocará dentro del mismo género «servidumbre» la servidumbre perfecta o esclavitud y las distintas formas de servidumbre imperfecta en las que el trabajador se ha comprometido «por un tiempo, o bajo determinadas condiciones o para algunas cosas»[6]. Ello no impide que, dentro de esos límites, el servidor esté obligado a cumplir las órdenes de su amo. Esta situación la compara Grocio de manera sumamente ilustrativa con la de los Romanos que estaban absolutamente sometidos a sus dictadores en las situaciones excepcionales durante períodos de tiempo muy breves[7]. Como hemos visto, es precisamente esta excepcionalidad de la servidumbre o la esclavitud parcial respecto del estatuto formal de libertad la que caracteriza el trabajo asalariado. Incluso después de Grocio, nos encontramos con comparaciones, a menudo desfavorables entre trabajo asalariado y esclavitud como la que hace Linguet, desde un punto de vista a la vez irónico y reaccionario. Así, refiriéndose a los trabajadores «libres» afirmará: «Estos, se dice, no tienen amo; tienen uno y el más terrible y más imperioso de todos los amos: es la necesidad. Esta los somete a la más cruel dependencia. Ellos no están a las órdenes de un hombre particular, sino a las de todos en general»[8].

d) Libertad, igualdad y propiedad

La libertad jurídica es inseparable de las instituciones básicas del mercado, pues nace como condición esencial del contrato, que es a su vez el átomo del mercado. Desde un punto de vista jurídico, un mercado no es más que una serie de contratos. El contrato, por su parte, exige de las partes contratantes que gocen de libertad, igualdad y propiedad. Libertad, porque el contrato se basa en el consentimiento libremente expresado; igualdad porque en un intercambio igual la calidad social de los contratantes es indiferente: si un campesino vende un kilo de patatas a un príncipe o un millonario, lo hará al precio que determine el mercado y no al que estipulen estos poderosos personajes. Ante el mercado y la muerte son rigurosamente iguales «los que viven por sus manos y los ricos». Asimismo, la propiedad constituye un elemento inexcusable de la transacción contractual, pues en el mercado debe intercambiarse algo que pertenezca en manera propia y exclusiva a cada una de las partes contratantes, por mucho que en numerosos casos solo se trate de la mera capacidad de trabajar de una de ellas. La relación entre derechos humanos y contrato, ese acto atómico del mercado, no tiene un carácter histórico transitorio, constituye, por el contrario, una relación estructural. Los derechos humanos del hombre del mercado al igual que el entramado político del Estado de derecho sobre ellos erigido son tan inseparables del mercado autorregulado y por ende del capitalismo como lo es el propio contrato. Su universalidad se confunde con la propia pretensión de universalidad del mercado capitalista.

Los derechos humanos no son tampoco los derechos del «burgués» ni los de la «sociedad burguesa», sino los de los miembros de la sociedad civil, la cual representa el ámbito de intereses individuales y privados que se articula en torno al mercado. No es, por lo tanto, extraño que el derecho de propiedad ocupe un lugar central en las declaraciones clásicas de derechos humanos tales como la constitución norteamericana o la declaración francesa de 1789 o la de las Naciones Unidas, o que Locke considere que la principal función del Estado sea la defensa de la propiedad.

En una crítica a Montesquieu que se puede hacer extensiva al conjunto de pensadores liberales del derecho y de la política, afirmaba el ya citado Nicolás Linguet que «El espíritu de las leyes es el espíritu de la propiedad». Sin propiedad privada, concretamente, sin propiedad privada de los medios de producción, desaparece esa pieza clave y garante de la extensión universal del mercado que es la mercancía fuerza de trabajo. Si la propiedad privada de los medios de producción llegase a desaparecer, se produciría infaliblemente una nueva marginalización del mercado como institución, pues este dejaría de ser la institución central de la sociedad, y regresaría al lugar subordinado que ocupa en las sociedades precapitalistas o no capitalistas. En ellas, el mercado no es, ni mucho menos, ese lugar familiar para nosotros donde se articula la cooperación social a la vez que se disuelve en una serie ilimitada de actos de compraventa. Fuera del capitalismo ocupa el mercado un espacio relativamente marginal destinado al intercambio de excedentes. Sin compraventa de fuerza de trabajo, se volvería a las ferias y a los mercados de la Europa medieval, esto es a formas de mercado sumamente limitadas en el tiempo, en el espacio y en el tipo de mercancía negociable[9]. Esto supondría un regreso a cierta normalidad histórica, pues este lugar marginal o intersticial es el que ocupa el mercado en casi todas las sociedades distintas de la capitalista. Raras son las sociedades con un mínimo de división del trabajo donde no exista el mercado, pero más raras aún las sociedades donde el mercado sea la institución central como lo es en el capitalismo.

El liberalismo ha pretendido encontrar en la Grecia antigua un prestigioso antecesor de la actual sociedad de mercado. Esta pretensión se basa, sin embargo, en una grave deformación de los hechos históricos y en concreto en una interpretación sumamente sesgada del «ágora» como institución.

Por mucho que se haya querido ver en el ágora griega el centro a la vez de la vida comercial y de la vida política de la ciudad griega antigua, la función principal y originaria del ágora era la de plaza pública, de espacio público donde se enfrentaron inicialmente los guerreros mediante las armas y las palabras y posteriormente los ciudadanos exclusivamente mediante palabras. Como afirma el historiador del pensamiento griego Jean-Pierre Vernant, el ágora es fundamentalmente el centro de un espacio político caracterizado por una igualdad geométrica de los ciudadanos y no un espacio comercial: «Debemos constatar que el ámbito político aparece como indisociable de una representación del espacio que resalta de manera deliberada el círculo y el centro dándoles un significado bien definido. Puede decirse a este respecto que el advenimiento de la ciudad queda marcado en primer lugar por una transformación del espacio urbano, esto es del plano de las ciudades»[10]. Se pasa así en efecto de la vieja estructura de las monarquías teocráticas de la antigüedad en las que la zona más importante simbólicamente y políticamente de la ciudad corresponde al lugar del poder a la vez personal y religioso de un rey, lugar habitualmente situado en una zona elevada, a una geometría del poder basada en un plano circular y horizontal. Ahora bien, este plano no guarda ninguna relación directa con el comercio:

En el mundo griego y probablemente primero en las colonias es donde aparecerá — prosigue Vernant — un nuevo plano de ciudad en el que todas las construcciones se centran en torno a una plaza denominada el ágora. Los fenicios son comerciantes que muchos siglos antes de los griegos surcan el Mediterráneo. También los babilonios son comerciantes que han puesto a punto técnicas comerciales y bancarias más perfeccionadas que las griegas. Sin embargo, tanto los unos como los otros desconocen el ágora. Para que exista el ágora es necesario un sistema de vida que implica para todas las cuestiones comunes un debate público. […] La existencia del ágora es la marca del surgimiento de las instituciones políticas de la ciudad.

Incluso en Grecia, la pretendida cuna de la «democracia», la función comercial, que hoy se considera fundamental, tenía en realidad carácter subsidiario. La igualdad griega depende de un equilibrio de fuerzas entre guerreros que devinieron ciudadanos, igualdad no aritmética sino geométrica, que se traduce en un nomos, un derecho objetivo, mientras que la igualdad solo aritmética de las democracias liberales se funda en el trabajo abstracto y el intercambio de equivalentes, los cuales se traducen jurídicamente en la existencia de derechos subjetivos, independientes de cualquier consideración de estatuto político o civil. Por mucho que Hayek y los demás liberales contemporáneos invoquen el ilustre precedente de la «democracia» ateniense, la igualdad de los modernos y la de los antiguos no pueden resultar más opuestas.

Marx analizará y procurará entender esta enorme diferencia de civilización refiriéndose a la base del mercado moderno como institución, el valor de cambio basado como hemos visto en la equivalencia de unidades de trabajo abstracto. En una nota de El Capital muestra Marx cómo Aristóteles, es «gran analista de las formas», solo llegó a una concepción extrínseca de la «forma valor» como proporción convencionalmente establecida entre las distintas mercancías: «que bajo la forma de los valores mercantiles todos los trabajos se expresan como trabajo humano igual, y por tanto como equivalentes, era un resultado que no podía alcanzar Aristóteles partiendo de la forma misma del valor, porque la sociedad griega se fundaba en el trabajo esclavo y por consiguiente su base natural era la desigualdad de los hombres y de sus fuerzas de trabajo. El secreto de la expresión de valor, la igualdad y la validez igual de todos los trabajos por ser trabajo humano en general, y en la medida en que lo son, sólo podía ser descifrado cuando el concepto de la igualdad humana poseyera ya la firmeza de un prejuicio popular. Mas esto sólo es posible en una sociedad donde la forma de mercancía es la forma general que adopta el producto del trabajo, y donde, por consiguiente, la relación entre unos y otros hombres como poseedores de mercancías se ha convertido, asimismo, en la relación social dominante»[11]. A Aristóteles «como griego» le resultó imposible, afirma Marx, concebir un trabajo abstracto idéntico en cuanto a su esencia e incorporado en cantidades distintas en cada mercancía. Para ello tiene que existir igualdad entre todos los hombres, lo cual es incompatible con una formación social de base esclavista. El concepto de valor no puede surgir en Grecia, por el mismo motivo que no tiene tampoco cabida en la ciudad antigua el moderno concepto de hombre. La condición de los distintos seres humanos se expresa en Grecia como una serie de diferencias esenciales e insuperables. Hombres son, en cierto modo, los mortales y los dioses (los inmortales), los varones y las mujeres, los hombres libres, y por tanto ciudadanos, pero también los extranjeros y los esclavos. La realidad biológica de la pertenencia al género humano tiene escasísimas consecuencias sociales. Es insalvable la abismal diferencia que existe entre lo que es la realidad intrínsecamente plural del concepto de hombre propio de la antigüedad y la uniformidad e indiferencia característica del hombre en el contexto liberal.

e) Libertad antigua y moderna

En relación con lo anterior, debe destacarse también el hecho de que la relación directa entre libertad y ciudadanía activa que existía en Grecia no tiene ni puede tener cabida en las democracias liberales. Estas últimas se basan en el principio de gobierno representativo y en la idea de libertad negativa y no en la participación de los hombres libres en el gobierno de la ciudad. Para un griego, la libertad, así como la igualdad con los demás individuos libres que aquella supone guarda una relación directa con la condición de ciudadano activo y es de ella inseparable. El nombre griego de esta libertad que se confunde con la igualdad sobre un trasfondo, no de mercado, sino de comunidad política es «isonomía». Este término, abusivamente traducido por «democracia» se refiere, como hemos visto, a la igualdad «geométrica», basada en proporciones iguales, pero no a una supuesta igualdad aritmética basada en la indiferencia del trabajo abstracto y cuya expresión definitiva es la fórmula «un hombre, un voto». No hay en la antigüedad libertad ni igualdad jurídica sin participación en la vida pública.

Benjamin Constant denominó en un texto clásico dentro de la tradición liberal, «libertad de los modernos» al tipo de libertad específico en que puede coexistir la libertad jurídica y una casi completa exclusión del individuo respecto de la vida pública. Esta libertad se opone punto por punto a la «libertad de los antiguos» en la cual el ciudadano era libre en la medida en que participaba en activamente en la vida pública, aunque tuviera — al menos según afirma Constant — que someterse a las decisiones colectivas en muchos aspectos de su vida que hoy son coto reservado del propio individuo. La libertad de los antiguos resultaría inaceptable para los modernos y, según la muy negativa experiencia que tuvo Constant del período jacobino de la Revolución Francesa, esta libertad esencialmente política resulta peligrosa en la medida en que sirve de fundamento a un poder invasivo. La libertad de los modernos tiene, frente a la de los antiguos, dos ámbitos bien diferenciados de ejercicio: la posibilidad de que el ciudadano elija a sus representantes para que estos asuman las competencias de gobierno descargando así de ella a los simples individuos y la libertad que corresponde a cada uno de dedicarse sin injerencias del poder político al disfrute de sus goces privados y al cuidado de sus intereses. El tipo peculiar de estatuto social que cimienta la libertad de los modernos se basa precisamente en aquel elemento de equivalencia entre los distintos trabajos que el propio genio de Aristóteles, preso de las limitaciones de su época y sociedad no alcanzó a concebir: se trata de lo que Marx denominará «trabajo abstracto», en oposición al «trabajo concreto» y al «trabajo vivo» y que representa un concepto central para la comprensión del sistema capitalista en su conjunto.

f) Trabajo abstracto y derechos humanos

El fundamento de la autonomía de la esfera económica y de sus expresiones ideológicas tales como el individuo autónomo y su libertad es el valor de cambio, el cual se basa a su vez en el trabajo abstracto. Este tipo de trabajo se nos presenta en primer lugar como la base de la comparación entre los valores de las distintas mercancías. La comparabilidad del valor de estas se basa, en efecto, en el hecho de que cada una de ellas contenga una cantidad determinada de una sustancia única: el trabajo humano. Se trata aquí, naturalmente, no de cualquier trabajo humano, pues la cantidad de valor que en un mismo tiempo de trabajo pueden incorporar a una mercancía un trabajo eficaz y diligente y otro menos capaz puede ser muy distinta. Lo que permite comparar las mercancías entre sí es su trabajo abstracto de intensidad y destreza medias.

Esta intensidad y esta destreza serán el resultado de las capacidades propias del trabajador, pero también, y sobre todo, de la habilidad del comprador de la fuerza de trabajo a la hora de utilizar productivamente la mercancía — la fuerza de trabajo — que ha adquirido y de su habilidad para someterla a una disciplina. Ello supone naturalmente la puesta en funcionamiento de toda una serie de dispositivos de control y normalización destinados a doblegar el rechazo del trabajo por parte del trabajador o, dicho en otros términos, la resistencia del trabajo vivo[12] a convertirse en trabajo abstracto.

La imposición del trabajo abstracto reproduce y perpetúa en lo cotidiano el doble acto que dio nacimiento a la acumulación originaria de capital, pues al igual que ella, mantiene al trabajador separado de los medios de producción y de los demás trabajadores con los que coopera. La máquina, y en general, el proceso de producción organizado en torno a la máquina, escapan enteramente a su control e incluso comprensión. Esto ocurre, paradójicamente, al mismo tiempo que el trabajador se ve integrado en un sistema de maquinarias y de relaciones de cooperación con otros trabajadores enteramente dominado por el capital. El trabajo abstracto, despojado, en este contexto de expropiación del trabajador y de supeditación de la producción a las necesidades del intercambio mercantil, de cualidades e incluso de finalidad propia iguala a las mercancías entre sí según proporciones variables, siendo el propio trabajo abstracto la única posible sustancia común a todas ellas.

El trabajo abstracto tiene como correlatos el trabajador libre, pues solo este se ve en la necesidad — material — y tienen a la vez la posibilidad — jurídica — de vender su fuerza de trabajo en el mercado. El trabajador anterior al capitalismo, que no es libre, se encuentra coartado por una multitud de lazos sociales de dependencia vertical u horizontal, y no ha sido desposeído — liberado — de sus propios medios de producción y subsistencia, por lo que ni puede vender su fuerza de trabajo ni necesita hacerlo para subsistir.

La libertad del trabajador como posesor y vendedor exclusivo de la mercancía fuerza de trabajo solo se expresa en el capitalismo como libertad del hombre en general. El paradigma de esta libertad es la capacidad de actuación en el mercado. Los derechos humanos, por mucho que se afirme su origen natural, no son más naturales que el propio trabajo abstracto. Según afirma Marx en los Grundrisse: «Igualdad y libertad son por lo tanto no solamente respetados en el cambio que se basa sobre valores de cambio, sino que el cambio de valores de cambio es la base productiva, real, de toda igualdad y libertad […] La igualdad y la libertad en esta extensión son exactamente lo contrario de la libertad y la igualdad antiguas, que precisamente no tienen el valor de cambio desarrollado como su fundamento, sino que más bien desaparecen con su desarrollo»[13].

En lo esencial, los derechos humanos coinciden con la serie de condiciones que hacen posible la contratación mercantil: libertad de las partes, independencia de sus voluntades, igualdad política, propiedad y seguridad. Así lo veía ya el ilustrativo resumen de los derechos humanos que hace la Declaración de 1789: «El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión».

Libertad, propiedad y seguridad son a la vez el epítome de los derechos del hombre y del ciudadano y las condiciones básicas de validez de cualquier contrato. Sin libertad, es imposible que se manifieste sin trabas el acuerdo entre las partes, que también supone igualdad — o la libre igualdad — de las partes, al menos en cuanto a su capacidad de contratar. Sin propiedad, al menos la de su propia fuerza de trabajo, no tendrían tampoco los individuos nada que contratar entre sí. La seguridad garantiza, por lo demás la conservación de la libertad y de la propiedad frente a la injerencia más o menos violenta del otro en la esfera individual. La resistencia a la opresión supone la posibilidad siempre existente de que el ciudadano se rebele contra un poder que, al no respetar su libertad, su propiedad y su seguridad, se comporte de manera opresiva.

La rebelión de que aquí se trata es naturalmente una rebelión encaminada a reestablecer el orden del mercado y la hegemonía de las relaciones interindividuales de carácter mercantil (los «derechos naturales») que caracterizan la independencia de la sociedad civil propia del orden liberal.

La sociedad civil, los derechos humanos y el Estado de derecho dependen de la existencia del trabajo abstracto como fundamento general del valor. Solo existe entre los individuos igualdad y libertad cuando se los considera dentro del orden del mercado, cuyo fundamento, como se ha visto, es el trabajo abstracto. Fuera del mercado, los derechos humanos, la igualdad, la libertad y la seguridad, el propio Estado de derecho, se ven sustituidos por la realidad de la imposición disciplinaria del trabajo abstracto que permanece latente detrás de las relaciones jurídicas y de la estructura política representativa que persigue el «interés general». También en ese mismo más allá se encuentran las relaciones de cooperación así como las demás relaciones afectivas y lingüísticas que, incluso en el capitalismo, hacen posibles a la vez la producción y la vida social así como la propia resistencia a la dominación del capital. Estas relaciones que definen como tal al trabajo vivo mantienen por debajo de las relaciones mercantiles o disciplinarias una base materialista común necesaria para la reproducción y la existencia material y productiva de cualquier formación social. Marx y Engels las veían ya así en la Ideología alemana: «Se manifiesta, por tanto, ya de antemano, una conexión materialista de los hombres entre sí, condicionada por las necesidades y el modo de producción y que es tan vieja como los hombres mismos; conexión que adopta constantemente nuevas formas y que ofrece, por consiguiente, una “historia”, aún sin que exista cualquier absurdo político o religioso que mantenga, además, unidos a los hombres»[14].

El capital, imponiendo la lógica del trabajo abstracto pretende ignorar enteramente esta conexión materialista — que coincide con el trabajo vivo — , a la vez que la explota, afirmando las virtudes autorreguladoras del mercado o la capacidad productiva del mando del capital sobre los trabajadores. Sin embargo, poco duraría el modo de producción capitalista si tuviese que contar con sus propias fuerzas, esto es con los individuos reducidos a agentes del mercado y por ende meros soportes de trabajo abstracto. La propia existencia social humana quedaría destruida, pues elementos tan indispensables para ella como las capacidades lingüísticas y comunicativas no pueden en ningún modo derivarse de la interacción mercantil de los individuos. El lenguaje, la comunicación, los afectos suponen todos ellos una comunidad de individuos, son bienes comunes que el capital se apropia fuera de cualquier contrato. En este sentido, la acumulación originaria del capital, lejos de ser un proceso enteramente concluido desde la instauración de las dinámicas fundamentales del capitalismo, sigue, por el contrario, siendo actual. Contrariamente a lo que se suele suponer, la expropiación de los comunes de las sociedades agrícolas precapitalistas, hoy en pleno régimen biopolítico, se manifiesta como expropiación y explotación de las facultades mentales y físicas, afectivas, intelectuales y comunicativas características de la especie humana.

La autonomía de una esfera de la sociedad civil, basada como hemos visto en el trabajo abstracto, constituye la condición sine qua non de la existencia del capitalismo. Esta autonomía, basada en la libre acción de los individuos pudo llegar a formularse en Occidente pues se sitúa en el marco de un muy particular dispositivo de dominación que ha ido gestándose a lo largo de la historia de esta zona del mundo.

La dualidad «poder-gobierno» es a la vez la raíz de la teología política occidental y la fundamentación de la actual función de la economía como gobierno. Gracias a ella, podrá haberse pensado en Occidente algo así como un gobierno económico basado no ya en la subordinación sino en la libertad de los individuos.

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Juan Domingo Sánchez Estop (John Brown), es colaborador habitual de las revistas Viento Sur y YouKali (España) y miembro asistente del Consejo de Redacción de la revista de estudios althusserianos Decalages.

Notas:

[1] G. K. Chesterton: Orthodoxy [Ortodoxia], IV, The Ethics of Elfland, Regent College, Publishing, Hendrickson Publisher, 2007.

[2] Naomi Klein: No Logo, pp. 154,155. Arles, Actes Sud, 2000.

[3] Schumpeter: Capitalisme, socialismo et démocratie [Capitalismo, socialismo y democracia], capítulo XXII, p. 123, París, Payot, 1998.

[4] En términos de Spinoza de «imago ómnium rerum»: imagen de todas las cosas.

[5] San Pablo: Epístola a los Galatas, II, 23 a 29: «Antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley, en espera de la fe que debía manifestarse.

De manera que la ley fue nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe. Mas, una vez llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo. Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis bautizado en cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa».

[6] Hugo Grotius: De jure belli et pacis, Marburg, 1734, II., 5, párrafo 30, p.227.

[7] Cf. Maitres et serviteurs dans la philosophie politique Classique, en Alexandre Matheron, Anthropologie et politique au XVIIeme siècle (Etudes sur Spinoza), Paris, Vrin Reprise, 1986.

[8] Simon-Nicolas Henri Linguet: Theorie des loix civiles, ou principes fondamentaux de la societe, tome I, Londres, 1767, p. 236, citado en Karl Marx: Teorías sobre la plusvalía, Barcelona, Grijalbo, 1977, p. 360.

[9] Fernando Braudel: Civilisation materielle, economie et capitalisme, LGF, Livre de Poche, 1993, t. II.

[10] Cf. J-P Vernant: Mythe et pensée chez les Grecs, I, Paris, Maspéro 1965, p. 179.

[11] K. Marx: El Capital, t. I, p. 1.

[12] El término «trabajo vivo» es utilizado por Marx en dos sentidos. En primer lugar, hace de él un uso retórico al oponerlo al trabajo «muerto» incorporado al capital fijo. Sin embargo, también hará, sobre todo en el capítulo sobre las máquinas de los Grundrisse un uso conceptual de este término, presentándolo en oposición al trabajo abstracto como la actividad productiva de un trabajador integrado en redes de cooperación social, con necesidades y deseos propios, características todas estas que pueden oponerse al trabajo abstracto, pero son a la vez «externalidades» indispensables al propio proceso de producción. Al respecto, cf. Jason Reed: The Micropolitics of Capital, State University of New York Press, 2003, p. 80.

[13] Karl. Marx: Líneas fundamentales, primera mitad, p.183.

[14] K. Marx, F. Engels: La Ideología alemana, Montevideo, Ediciones Pueblos Unidos, 1968, I, cap. II.

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