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Sobre la televisión pública

Estructura del programa y democracia

Fuentes: Rebelión

La dirección de la TV pública española acaba de anunciar con poquito bombo y mucho maquillaje su nueva programación. Como suele ocurrir, se hacen declaraciones solemnes en el sentido de mejorar la calidad, respetar los principios democráticos, dignificar el entretenimiento, etc. Por frases bonitas y fotos que no quede. Ahora bien, si repiensa aun poco […]

La dirección de la TV pública española acaba de anunciar con poquito bombo y mucho maquillaje su nueva programación. Como suele ocurrir, se hacen declaraciones solemnes en el sentido de mejorar la calidad, respetar los principios democráticos, dignificar el entretenimiento, etc. Por frases bonitas y fotos que no quede. Ahora bien, si repiensa aun poco en el significado de programa y se analizan sus contenidos, se descubre pronto que la realidad tiene muy poco que ver que ver con las intenciones declaradas.

La programación de la TV pública se rige por los mismos principios comerciales, el predominio de los reclamos publicitaros y la misma banalidad. Tal vez su única diferencian estribe en el despilfarro de los dineros públicos.¿A cuánto asciende, por ejemplo, el déficit de los canales autonómicos?

Con este artículo, su autor, consciente de la poca o nula rentabilidad del pensamiento crítico en esta sociedad donde hasta las ideas y los sentimientos se mercantilizan, no pretende otra cosa que exponer las discrepancias entre la ficción de las declaraciones y la realidad de una programación que apenas respeta los principios de la democracia y la dignidad humana.

I.

Puede decirse, de manera simplificada, que, por regla general, la noción lineal del tiempo constituye la consciencia temporal de la vida cotidiana en la cultura occidental. El tiempo se concibe como algo sincrónico y constante, como algo que discurre en una sola dirección, como algo medible y divisible en distintas unidades. A esta concepción pertenece la idea de que no es el tiempo el que «fluye», sino los seres humanos los que «se mueven a través del tiempo» al envejecer. La circunstancia de que esos fenómenos se describan con conceptos espaciales forma parte de las peculiaridades de esta consciencia del tiempo. En última instancia se basa en el hecho de que se puede distinguir entre un acontecimiento anterior y otro posterior. La idea de «sincronía» y «constancia» intersubjetivas del tiempo constituyen, sobre todo, una poderosa certeza, sobre cuyo fondo nuestra percepción cultural gusta de otras estructuraciones del tiempo, estéticamente configuradas.

La sociología cultural ha reflexionado bastante sobre el nexo general entre cultura y percepción del tiempo. Las representaciones teatrales, películas, emisiones de radio y TV ofrecen en su estructura estética configuraciones temporales en las que no predominan, por regla general, la sincronía y la constancia del tiempo. Esa estructura es la que determina la sugestión de la desviación del flujo cotidiano del tiempo producida con medios estéticos. La sincronía se suprime en favor de la discontinuidad, la constancia se rompe con la aceleración y la ralentización. Se crean así nuevos nexos o relaciones causales entre las cosas, presentando un orden del mundo. Entre los axiomas de la constitución fílmica del significado figura el que la sucesión de las acciones lleva a verlas en relación causal. Lo que parece imposible de eliminar es la dirección del tiempo, debido a los condicionamientos de la percepción. La inversión del tiempo contradice, incluso como constructo estético, el sentido del tiempo, como demostró a principios de siglo Ernst Mach. En la percepción cotidiana no se puede invertir simétricamente un decurso temporal igual que se hace con una figura espacial.

La desviación estética de la continuidad (sincronía) y constancia del tiempo es posible porque la realidad representada en los productos estéticos es siempre una realidad observada (narrada) y dibujada o almacenada, porque se constituye en la tensión entre presentación, contemplación y registro (conservación). Los cambios de la estructura temporal pueden hacerse a distintos niveles, tanto al de la realidad representada como al de la contemplación. Se pueden incluso acelerar los movimientos, así como su contemplación, y todo esto se puede almacenar y volverlo a reproducir en cualquier momento. Como soporte de información se puede acortar, modificar, invertir, etc. Para eso se requiere la ayuda de medios técnicos.

Los productos estéticos organizados sobre el eje temporal, que en su presentación son siempre presente (el presente de los telespectadores), pueden suscitar en éstos la ilusión de que se encuentran fuera de su propio presente, de que se mueven en el pasado o en el futuro. Ejemplos: películas históricas o de ciencia ficción.

Estas posibilidades de estructuración temporal pueden utilizarse de manera diferente. Los modelos para el tratamiento estético del tiempo determinan, junto con los modelos espaciales, lo que se llama, por un lado, formas programáticas, géneros, y, por otro, estrategias narrativas y de presentación específicas. Estos modelos específicos del tiempo pueden describirse con el concepto de Zeitgestalt o figura del tiempo, oriundo de la psicología perceptiva.

Pero lo que caracteriza a la estructura es el principio del cambio, que aparece como rasgo fundamental de la programación. Ahora bien, el principio del cambio es básico en el entretenimiento. Las variedades, el circo, etc., se sirven de este principio. Pues, el cambio es necesario, y sirve para retener la atención del público. La TV, por su parte, es un medio del «cambio institucionalizado» (R. Lindner). De aquí se pueden sacar conclusiones para la función entretenedora de la TV, para la recepción y hasta para la contradicción entre contemplación y distracción de la que habla Walter Benjamin. Así, por ejemplo, la colocación de emisiones largas, entendidas como «puntos centrales» del programa, induce, en el sentido de Benjamin, al modo contemplativo de observación, mientras que la cadena de emisiones cortas persigue la distracción. Pero estos órdenes temporales no son fijos de una vez por todas, sino que también se modifican en el contexto cultural.

Knut Hickethier resume así las tendencias siguientes en la evolución de los programas:

1. Aumento en el tiempo y en la extensión.

2. Establecimiento de rejillas y esquemas fijos que llevan a lugares estandarizados.

3. Dirección de la producción a estos lugares fijos mediante series.

4. Diferencia creciente entre lo que se puede emitir y el tiempo de emisión disponible.

5. Aumento de las formas cortas y, con ello, la aglomeración de unidades mínimas (por ejemplo, en los magazines), y no por escasez de tiempo, sino porque los telespectadores pueden reconocer y descifrar informaciones más rápidas gracias al entrenamiento televisivo que han tenido durante años.

Estas tendencias programáticas sólo son imaginables sobre el fondo de una noción lineal del tiempo, anclada profundamente en las relaciones cotidianas, puesto que desembocan en una división cada vez mayor del tiempo, el cual se vive como aceleración e intensificación de las vivencias.

Pero también se constatan tendencias opuestas que persiguen la ruptura de las anteriores:

a) Bloques de varias emisiones en un día.

b) Extensión de una emisión durante un periodo más largo, esto es, más de 90 minutos o 2 horas.

c) Realce y configuración temática de los programas diarios.

Estas tendencias no son, por lo tanto, otra cosa que el intento de amenizar el flujo del tiempo lineal. Para eso sirven, por un lado, las fiestas religiosas o estatales cíclicas (Navidad, Semana Santa, ferias, etc.). Por otro lado, son los acontecimientos establecidos y planificados por los medios y la industria cultural los que, al realzarlos, se convierten en vivencia. Pero ésta viene marcada en el recuerdo de los (tel)espectadores por el realce especial y no por la recurrencia sempiterna de lo mismo.

II.

La estructura del programa viene determinada también por el cometido que se le asigne, por los valores que deba transmitir. Como el consumo de televisión se efectúa en el tiempo libre, analizando el programa se pueden sacar conclusiones acerca de lo que los programadores piensan del tiempo libre de sus conciudadanos (H. Pross: La violencia de los símbolos sociales). Así, puede verse si los programas de TVE cumplen o no los cometidos que les asigna el Estatuto de Radiotelevisión, qué hora del día se dedica para la educación cultural y artística, qué otra para el entretenimiento, cuál para la formación de voluntad democrática, etc. Por eso hay qué preguntar al programa, como aconseja Pross, qué comprensión del tiempo libre se oculta tras su estructura. ¿Se rige la programación por criterios de rentabilidad económica o también por criterios de rentabilidad social? ¿Hasta qué punto la estructura del programa no tiene más fin que adecuar la fuerza de trabajo de los muchos para su explotación por los pocos.? ¿Qué posibilidades tienen los receptores de recurrir a otras redes con otros contenidos en horas que no sean las del sueño restaurador? ¿Cómo trata la estructura del programa a sus receptores potenciales, esto es, qué imagen tiene de ellos? ¿Qué valores debe difundir la TV?

La respuesta a cada una de estas y otras muchas preguntas que pueden hacerse a la estructura del programa lleva a la relación de la comunicación social en general, y de la audiovisual en particular, con la responsabilidad política de los medios.

Cuando se habla de responsabilidades políticas se suele pensar en los productos (programas) de la radiotelevisión pública, o de titularidad estatal, autonómica o local. Pero a la hora de aplicar criterios de rentabilidad social deberían incluirse también las emisoras y canales privados y comerciales. El lucro no puede hacerse a costa de la salud ni de la ignorancia de los ciudadanos.

Es cierto que los representantes de los poderes legislativo y ejecutivo sientan la tentación de extender su dominio al proceso de comunicación social, de intercambio dialógico e igualitario de conocimientos, informaciones y sentimientos. El uso y abuso que la Administración española ha hecho de la TVE durante los últimos años plantea la cuestión de la libertad de sus directores en un régimen supuestamente democrático. ¿Hasta qué punto pueden mantener sus emisoras y canales, en teoría al servicio público, esto es, del pueblo, de todos, hasta qué punto pueden mantenerlos libres de la influencia del Ejecutivo? La intervención del Gobierno de turno, o la sumisión dócil de los directores a él, afecta de modo decisivo a la responsabilidad programática. No sólo porque los gobernantes puedan decidir la financiación de los medios públicos. En última instancia la lucha de fondo estriba en si el director tiene o no la última responsabilidad en la programación o si deben introducirse otras formas más democráticas de responsabilidad, quiénes deben compartirla, etc. La cuestión de la democratización interna de los medios, consejos de redacción, representación y participación de los trabajadores de los medios en la programación, etc., está aún abierta. En esto no difiere en nada de la situación existente en los demás ámbitos de la producción.

Las poco afortunadas experiencias de organización vertical habidas hasta ahora inducen a mejorar tanto la calidad de la programación como las propias condiciones internas de trabajo.

III.

En los regímenes democráticos, tal como se conocen hoy día, sigue existiendo una brecha considerable entre realidad y utopía de la programación. La democracia es un compromiso práctico para la coexistencia cuya fundamentación teórica se deriva de la proyección futura: el status quo se mide por lo que prometa para el futuro. La confrontación de las opiniones y la periodicidad de las interpretaciones de la representación general (elecciones) hace posible la democracia mediante la decisión mayoritaria. Democracia y comunicación están unidas por la confrontación permanente de las opiniones y la periodicidad. La información de la prensa, la radio y la TV es periódica, está fijada al calendario.

En el conflicto de sus expectativas subjetivas con las ideas y representaciones generales algunos representantes democráticos creen que se les roba tiempo de la pantalla y de las secciones de los periódicos. El análisis estadístico de la TV revela efectivamente que existe un predominio evidente del entretenimiento, las películas, deportes, concursos, etc., frente a los informativos. La radio es primero un instrumento musical y en segundo lugar «palabra». Se trata de una realidad sobre cuyas implicaciones ha callado la ciencia hasta ahora, puesto que aún no se han investigado de manera suficiente la influencia conjunta de los diferentes simbolismos del discurso hablado, la música y la presentación visual.

Por lo que respecta a la música, la mayoría de la misma procede de conservas, esto es, reproduce lo que no necesita la periodicidad de la radio, puesto que es accesible a través de los medios no periódicos como el disco y la casete, por ejemplo. Y para oir discos o casetes no se necesitan instalaciones tan caras como las emisoras. La realidad del programa de la radio desea mucho que desear, si es que se cuenta entre los medios periódicos que, gracias a su tecnología, transmiten el movimiento cultural en su devenir, «en directo», «en vivo», en el lugar, y no sus conservas mercantilizadas. Otro tanto puede decirse de la televisión. La unicidad de estos medios radica en su simultaneidad potencial con el acontecer, con la comunicación primaria. Si la abandonan en beneficio del material almacenado habrá que pensar cuánto van a tardar en resultar superfluos.

Es curioso que el debate político sobre el «equilibrio» de la programación no se desatara por estas carencias, sino por la exigencia de los políticos «democráticos» de aparecer en el programa en proporción a su representación parlamentaria. Como se sabe, esto no se traduce más que en reforzar las mayorías correspondientes y limitar la diversidad de opiniones. Pero así no se puede presentar la democracia, sino la oligarquía. La discrepancia con los requerimientos del compromiso práctico es tanto más clara cuanto más se adapte la información política a los órganos representativos, en vez de prestar atención al «pueblo soberano». En la programación actual éste no aparece sino como consumidor. El pueblo como productor no se toma en consideración. [1]

Según el modelo de la democracia basada en los derechos humanos, las funciones de soberanía se delegan, el pueblo no abdica de ellas durante los períodos legislativos. Hay que tomarlo en serio y no sólo respetarlo como los políticos que mediante las encuestas pagadas procuran averiguar las oscilaciones y tendencias, y si les son desfavorables intentan establecer también tendencias con la publicación de las encuestas. Los resultados vuelven al ciudadano a través de la prensa, la radio y la TV. El círculo de la opinión no encuentra salida. El ciudadano puede leer o no los resultados de las opiniones de un «perfil representativo» de la población, dejarlos a un lado y volverlos a leer. En la televisión aparecen visualmente en su ambiente familiar. El efecto ritualizador del medio se refuerza como algo que forma parte de la cotidianeidad privada, que se orienta en el tiempo libre por el programa televisivo. Sólo el crítico ve claramente que no es la democracia la que se representa a sí misma aquí, sino la representación . No hay en ello nada antidemocrático, como en la glorificación de la violencia contra los más débiles, en tanto en cuanto se suponga que la confrontación de las opiniones es la que elabora esa superrepresentación.

La mayor parte de lo que los ciudadanos ven en la información televisiva acerca de su Estado es protocolo: El presidente del Gobierno aparece en la escalinata y saluda con la mano. Un ministro o todo el gabinete desaparecen tras la puerta de la sala de reunión o se sientan alrededor de la mesa para tomar decisiones importantes. El telespectador ve que siempre es importante lo que hacen los ministros. Un jefe de Estado viene en visita oficial. Saludos desde la puerta del avión, desciende de izquierda a derecha, lo que se corresponde con la iconografía cristiana, se estrechan las manos, besos y abrazos fraternales, niño o niña que alargan un ramo de flores, unos acordes de los respectivos himnos nacionales, etc. No es otra cosa que reproducción electrónica de antropología banal en dos minutos.

La coacción de la actualidad lleva necesariamente a la oferta breve. La orientación y el ángulo de la cámara que permiten abarcar grandes superficies sólo se utilizan a nenudo para obtener el primer plano que emocionaliza. El accionismo es, por tanto, el tercer elemento de la información diaria. Finalmente están los rituales del calendario, las fiestas religiosas, ferias, folclore, carnaval, la copa del Rey o los campeonatos mundiales, y los rituales de la democracia, los periodos electorales.

La comunicación audiovisual actual, sobre todo la televisiva, sólo suele cruzar el umbral representativo en casos de catástrofes y atentados, cuando la naturaleza o antinaturaleza del ser humano viola las leyes sociales. Tiene que ocurrir algo para que llegue la televisión. Lo habitual es la paz con sus dificultades, lo extraordinario es la explosión. Pero con la acumulación de lo extraordinario en el programa se invierte la relación. Lo extraordinario, la acción y la explosión se convierten para el receptor que está en casa en lo ordinario, lo habitual. El «mundo» sólo parece consistir en actos de violencia y en puro accionismo. La información transmite la validez mundial de la violencia. Frente a ella nada vale una vida humana. Lo que importa es que alguien pierde la postura erecta, la vertical, y termina en la horizontal. Validez no es efecto, pero sólo puede influir la imagen válida, no la quizás más correcta y éticamente deseable. Lo que carece de validez se queda en el ámbito de la indiferencia. Por eso, cuando la vida humana no vale nada ante la violencia es de suponer que al telespectador le resulta indiferente. Lo único que tiene validez en la programación actual es el simbolismo fálico de las pistolas y la moral de bandido de la persona con éxito, capaz de andar sobre cadáveres con tal de alcanzar su meta. Pero esto no concuerda ni con el monopolio de la violencia estatal ni con el postulado democrático de libertad, igualdad fraternidad.

Traspasar el umbral representativo, abandonar los estereotipos e investigar la vida cotidiana, equivaldría, pues, a llamar a las cosas por su nombre, denominar pose a lo que es una pose, y ayudar a los seres humanos a que se expresen en libertad.

El compromiso práctico no es más que un aspecto. Preguntar por la índole del programa significa indagar las causas sociales. La proyección de futuro, la promesa, la utopía, une el compromiso práctico, el status quo, con la teoría. La proyección reduce a un denominador común las expectativas subjetivas. Un futuro para el que valga la pena vivir, o ante el que el individuo tenga la impresión de que es mejor cerrar los ojos y salvarse en el pasado. El individuo se debate entre la resignación y la esperanza.

Pero la unión entre expectativas subjetivas y compromiso práctico es también causa de nuevas crisis. Los factores materiales sólo pueden separarse de los ideales en la teoría, pues en la práctica, los medios, para satisfacer las necesidades materiales sirven también para la proyección ideal con la que se valoran los logros materiales.

Como dice Harry Pross, la utopía programática de la radiodifusión en la democracia es un vehículo de la proyección ideal. Une las expectativas subjetivas con las ideas generales. Por eso, la programación democrática debería evitar reproducir lo que ya tiene validez. Debería buscar su material en el compromiso empírico de la comunicación primaria: producir, en vez de reproducir. Indagar las expectativas subjetivas, en lugar de confirmar las ideas generales. Descubrir causas, en vez de repetir justificaciones. Investigar las ventajas de la paz, en lugar de aceptar las desventajas de la guerra.



[1] Por lo poco que este autor sabe de ella, la televisión bolivariana de Venezuela parece esforzarse por encarnar los ideales democráticos de una TV pública, esto es, del populicus, del pueblo.