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Información y lenguaje en el caso de Líbano

Fuentes: Alterzoom

La información es la transmisión de contenidos de todo tipo. En la acepción que aquí nos ocupa, la entendemos referida a la transmisión de contenidos de conciencia de unas personas o grupos de personas a otras. Con la ayuda de signos, estos contenidos de conciencia se forman, transmiten, reciben, elaboran y/o almacenan en el proceso […]

La información es la transmisión de contenidos de todo tipo. En la acepción que aquí nos ocupa, la entendemos referida a la transmisión de contenidos de conciencia de unas personas o grupos de personas a otras. Con la ayuda de signos, estos contenidos de conciencia se forman, transmiten, reciben, elaboran y/o almacenan en el proceso social de comunicación con la finalidad de producir una determinada forma de comportamiento. Por lo tanto, la información está condicionada por los intereses de clase y persigue el objetivo de influir en el pensamiento, sentimientos y acción de las personas

Si se echa un vistazo a la situación de la producción comunicacional se observa una creciente concentración que discurre paralela al resto de la concentración industrial, mercantil y financiera. Estamos ante una vertiente de la globalización de la que no se habla y que constituye una amenaza real a la soberanía nacional, a la identidad cultural e impide en muchos aspectos el desarrollo de la vida social. Quien hable de libertad de expresión no tiene en cuenta que las posibilidades que tienen los receptores de participar en periódicos, revistas, radio o televisión son, de hecho, mínimas. No hace falta irse muy lejos para comprobar esta realidad, pero si tenemos en cuenta al mundo árabe o islámico, al indígena en América Latina o a los países donde se desarrolla una nueva realidad transformadora de la situación que se ha vivido hasta ahora, como en Venezuela o Bolivia, lo que nos encontramos en los llamados medios de comunicación son mensajes que hablan de lo de allí con ideas de aquí (de Occidente), con lenguaje de aquí, con la ideología de aquí. En sentido estricto sí es información, pero sesgada puesto que bajo la apariencia de objetividad se esconde el uso de códigos que revelan la transmisión de normas selectivas (bueno-nosotros/malo-ellos) y de dominio social. Y, en sentido estricto, también se puede decir que no es un proceso social de comunicación, de ampliación de conciencia sino de transmisión de normas selectivas puesto que la manera de exponer los hechos, el contexto en el que se presentan, tiene una importante función ideológica.

Afganistán, Iraq y Palestina son una buena muestra de ello y eso nos llevaría a preguntarnos no sólo sobre qué se informa, sino cómo se hace. Es lo que se conoce como «comunicación persuasiva»: no hay que hablar de fuerzas ocupantes y sí de «coalición»; no hay que hablar de acciones militares, digamos «labor humanitaria y reconstrucción»; no hay que hablar de la génesis de la violencia, centrémonos en la violencia en sí y por eso son frecuentes expresiones como «enfrentamiento entre las partes», «cese de las dos violencias», etc. O sea, una fuerza militar, con o sin la autorización de la ONU (en el caso del primer país y del segundo y el aún inexistente tercero, respectivamente) invade un Estado, se mete en las casas de los ciudadanos, en la cocina, incluso en la cama y entonces los habitantes de ese país, ya hartos, dan una bofetada al intruso. «Un acto de terrorismo», se grita a coro. Por esa regla de tres, Daoíz y Velarde y los guerrilleros contra las fuerzas napoleónicas serían hoy considerados terroristas.

El lenguaje es una producción viciada, encargada de transmitir estereotipos y pautas culturales que mantienen la alienación. La Escuela de Francfort (Adorno, Horkheimer y Marcuse, entre otros) dedicó muchos estudios a ello y lo hizo mucho antes de que se pusiera de moda el concepto de globalización. «Los medios de comunicación se encargan de proporcionar no sólo un lenguaje adecuado, sino además los juicios elaborados que el individuo debe manejar, la forma en que deberá comportarse y las imágenes y pautas del rol que, como consumidor, deberá asumir-consumir», decían a mediados de la década 1960-1970. Casi medio siglo después este tipo de análisis se mantiene vigente.

El epicentro libanés

Veamos Líbano, un pequeño país de casi 5 millones de habitantes, para identificar algo de lo esbozado anteriormente. Desde primeros del año 2006 este país se ha convertido en el epicentro de todas las estrategias occidentales: económicas, políticas y comunicacionales a un nivel muy superior al de cualquier otro país, incluido Iraq y, tal vez, con la excepción de Venezuela.

La guerra de liberación nacional en Iraq, el empantanamiento en Afganistán, el triunfo de Hamás en las elecciones en Palestina, la resistencia de Irán a las presiones para que desmantele su programa nuclear -la excusa para una nueva guerra- , la derrota de Israel en la guerra del verano de 2006 y la firme determinación de Hizbulá para no desarmar a su brazo militar mientras el país hebreo siga ocupando una parte de territorio libanés han puesto sobre la mesa el fracaso de la estrategia de las grandes potencias imperialistas al calor de la globalización: imponer sus propias reglas como las únicas posibles, ejercer el derecho de injerencia e imponer el derrocamiento de sistemas de gobierno que no son considerados «aceptables». Se puede decir, sin miedo a equivocación alguna, que Occidente, en su arrogancia, ha subestimado la resistencia de los pueblos.

Los ejemplos son muchos, pero una buena muestra es la última guerra de agresión de Israel contra Líbano. Todos los medios de comunicación al unísono repitieron una información falsa: la «respuesta» de Israel, aunque en ocasiones calificada de «desproporcionada», estaba justificada porque los militantes de Hizbulá que capturaron a dos soldados y matado a otros ocho en una incursión militar «habían violado el territorio israelí» y que fue Hizbulá quien atacó a Israel. Pero resulta que esa acción militar no se produjo en las fronteras reconocidas del Estado de Israel, sino en el territorio ocupado de las granjas de la Shebaa. Una franja de terreno que la ONU dice que pertenece a Siria, Siria que pertenece a Líbano y los libaneses que es propio. Pero, sea como sea, no es israelí y está ocupada por este país.

Luego si es un territorio ocupado la acción de Hizbulá es lícita, se mire como se mire y según el Derecho Internacional. El artículo 48 del Protocolo I de la IV Convención de Ginebra establece, de forma textual, lo siguiente: «los pueblos sometidos a dominación colonial están legitimados para utilizar todo tipo de medios, incluso el uso de la fuerza armada, con el fin de ejercer su derecho a la libre autodeterminación frente a la potencia metropolitana que se oponga al mismo y no se emplee contra objetivos civiles». ¿Están las granjas de la Shebaa sometidos a ocupación colonial? Es evidente que sí. En ellas hay colonos y una importante producción de cebada y fruta, además de estar -y de ahí la razón por la que Israel las ocupa- en un enclave estratégico por una cuestión de suma importancia en esa zona de Oriente Medio: el agua. ¿Realizó Hizbulá una acción militar contra civiles? Está claro que no. Fue un ataque militar, con víctimas militares y con prisioneros militares que estaban en un territorio ocupado, tal y como de facto reconoce la ONU en su Resolución 1701 que puso fin a la guerra. Pero nada de eso se encontrará en la información proporcionada entonces.

La resistencia de los combatientes de Hizbulá, y del resto del pueblo libanés, que no bajó un ápice su apoyo a este movimiento político-militar, descolocó a los principales analistas, que hicieron bueno el viejo aserto de que el buen periodista es aquél que escribe (o habla) de todo y no sabe de nada. Y más cuando este movimiento político-militar llegó a un acuerdo con uno de los principales grupos cristianos para establecer una alianza en contra del gobierno. Se rompía así una de las socorridas teorías occidentales: el confesionalismo shíi. Por lo tanto, había que recurrir a otra estratagema para deslegitimar lo que allí estaba sucediendo y, así, se empezó a hablar de una lucha contra un «gobierno democrático y legítimo».

Un viejo adagio romano decía que «excusa no pedida, acusación manifiesta». En Líbano hay que matizar los calificativos de «legítimo y democrático» al referirse al gobierno, pero ningún medio de comunicación se tomó la molestia de explicarlo. Podían haber dicho, por ejemplo, que los colonizadores franceses diseñaron el sistema político en 1943 según un censo poblacional de 1932, hoy obsoleto. El virtud de la correlación de fuerzas entonces existente, el presidente tenía que ser católico maronita (al igual que el jefe supremo del Ejército libanés), el primer ministro suní y el presidente del parlamento shíi. Todo a mayor gloria de las élites políticas y económicas, maronitas y suníes, mientras que los shiíes eran los parias. El reparto de escaños era, también, favorable a los cristianos, aunque hoy hay una equiparación cristianos-musulmanes de 64-64 tras una modificación adoptada en 1989 en los Acuerdos de Taif que pusieron fin a la guerra civil pero que no tiene en cuenta, por ejemplo, que el 70% de la población es musulmana. Y ya que entramos en la cuestión religiosa, el 40% del total de la población de Líbano es de confesión shií.

Demasiadas profundidades y complejidades para una prensa poco proclive al análisis y en la que cada vez hay más coincidencias entre empresarios y trabajadores a la hora de defender el orden existente y ocultar sus contradicciones, esas que dicen que la deuda externa de Líbano es de 41.000 millones de dólares, o sea, que cada ciudadano de ese país debe 8.200 dólares. Y eso cuando el salario mínimo es de 250 dólares (192 euros) y el 54% de la población es considerada pobre. Esto son minucias que no importan.

La manipulación es siempre intencionada y consciente, más cuando lo que está en juego es el predominio de un sistema político y económico. El dominio del capital monopolista, que es el que defiende el gobierno libanés, por no citar otros, no se apoya exclusivamente en el poder económico y político, sino también en el hecho de retener informaciones que pueden poner en peligro ese dominio. Sin embargo, eso es cada vez más difícil puesto que los pueblos se dotan de sus propios medios de comunicación. En Oriente Medio, la televisión Al Jazeera, ha servido de contrapeso a la omnipresencia de la CNN y ahora ha aparecido con fuerza un nuevo elemento, Al Manar, la televisión de Hizbulá que compite en popularidad entre la población árabe con la anterior y es la más vista en determinadas zonas árabes como Gaza, por ejemplo. Esa, y no otra, es la razón por la que Al Manar fue el primer objetivo de la aviación israelí en la guerra -al igual que lo fue la televisión yugoslava durante la guerra de 1999- aunque no logró la interrupción de las emisiones.

Sorprendentemente, cuando se produjo el ataque no hubo muchas reacciones de protesta dentro del llamado movimiento antiglobalización pese a que este fenómeno (así como el impulso de los medios comunitarios que se está haciendo en Venezuela con el beneplácito del gobierno del presidente Hugo Chávez), es uno de los más importantes de esta década. Tanto, que los gobiernos occidentales están tomando medidas: la compañía francesa Eutelsat ha cerrado sus satélites a las emisiones de Al Manar, Intelsat -compañía radicada en Barbados- ha hecho lo propio para las emisiones hacia América del Norte, Holanda ha prohibido la señal en su territorio y España decretó el 21 de marzo de 2006 el cierre de las emisiones de Al Manar a través del canal Hispasat. Se intenta que la expresión comunicacional que representa Al Manar no llegue a las comunidades árabes que residen en Europa y ello es, a la vez un reconocimiento de que el prestigio del comunicador puede influir doblemente en el efecto de la comunicación.

El ejemplo de Al Manar es interesante porque pone de manifiesto que es posible la creación de un marco organizativo y comunicacional que constituye un reto para la dinámica de un mercado mundial que está controlado por las corporaciones multinacionales y por los países desarrollados, que siguen impulsando sus tácticas imperialistas para imponer un modelo político, social y cultural determinado pretendiendo subyugar las características nacionales, culturales y sociales de los pueblos.