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Capitalismo, democracia, medios de comunicación de masas

La historia de un monopolio en un mercado ideológico que debe ser liberalizado

Fuentes: Rebelión

I Democracia: poder del pueblo. Democracia: separación de poderes. Democracia: igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Democracia: garantía de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. Democracia: respeto de los derechos humanos. Democracia: respeto a la voluntad de los ciudadanos. Democracia: respeto por la pluralidad y la diversidad cultural y política. Todo […]

I

Democracia: poder del pueblo. Democracia: separación de poderes. Democracia: igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Democracia: garantía de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. Democracia: respeto de los derechos humanos. Democracia: respeto a la voluntad de los ciudadanos. Democracia: respeto por la pluralidad y la diversidad cultural y política. Todo esto es, debe ser, necesariamente la democracia. La democracia no es sólo tener una constitución que garantice las libertades individuales, ni dar el voto cada cuatro años a los ciudadanos. Tampoco es democracia tener un sistema de garantías jurídicas que quede escrito negro sobre blanco. La democracia es tener eso, sí, pero no para adornar las estanterías de los más lujosos armarios ubicados en los lugares más señalados de las instituciones del estado, sino para que los ciudadanos puedan hacer buen uso de ello. La democracia es tener todo eso -derechos y libertades individuales- pero para poder aplicarlo también por ley en favor de los derechos y la voluntad del pueblo, en favor de la igualdad de oportunidades y el escrupuloso respeto a la ley, que a su vez debe guardar un escrupuloso respeto por los derechos humanos. La democracia, por ende, no debiera ser entendida como un sistema político más entre muchos, sino más bien como la natural expresión política del hombre como ser social, en su afán por buscar el reconocimiento de sus derechos y el respeto a su libertad individual, así como la garantía de su plena existencia, económica y social, entre sus conciudadanos.

Esto nos lleva irremediablemente a preguntarnos hasta qué punto son compatibles el consumismo-capitalismo actual, tal y como se viene desarrollando, con la democracia; compatible con esta visión ampliada de la democracia como sistema que garantice la justicia social y la igualdad de oportunidades. Pues bien, parece evidente que un sistema sociopolítico así, en el cual una clase dirigente controla y maneja todos los resortes del poder político y económico, a la vez que impone un modelo de producción basado en la explotación del hombre por el hombre más un modo de vida y de pensamiento totalmente alienante para las clases no dirigentes, difícilmente puede vincularse con este concepto amplio de democracia. El simple hecho de no garantizar un reparto equitativo de la riqueza generada por un pueblo en su conjunto, permitiendo que existan unas pocas personas que acaparan para sí la mayor parte del bien común, mientras otros ni si quiera pueden tener para cubrir los gatos básicos necesarios para llevar una vida digna (alimentación, vestido, vivienda, etc.), ya sería suficiente argumento para demostrar cuan alejado esta el sistema vigente de la verdadera naturaleza social que debe regir toda democracia auténtica. No seré yo ni el primero ni el último que defienda esta perspectiva de incompatibilidad, algo que ya sabrán y sobre lo cual podrán ver algunos interesantes ejemplos en estos enlaces (1, 2, 3, 4). No entraré aquí, por tanto, a valorar con mayor precisión esta presunta incompatibilidad entre ambos conceptos tanto en su fundamentación teórica como, sobre todo, en su aplicación práctica, pues sería volver a repetir los argumentos ya planteados en los enlaces propuestos, para llegar finalmente a alcanzar una misma conclusión que ya debo dar por supuesta tras la visión por parte del lector de tales textos o, simplemente, por la credibilidad que se pueda otorgar a mi persona en la defensa de tal afirmación tras haber llevado a cabo el estudio de los mismos y de algunos otros que me he dejado en el tintero. En consecuencia, sin mayores explicaciones por mi parte, como bien dice G.K. Chesterton en su sintético texto «Democracia y Capitalismo«, podríamos resumir el planteamiento de incompatibilidad en la siguiente afirmación: «la modernidad no es democracia. La maquinaria industrial no es democracia. Dejar todo en manos del comercio y el mercado no es democracia. El capitalismo no es democracia. Está más bien en contra de la democracia por su sustancia y sus tendencias». Queda dicho.

II

Pero, sin embargo, a pesar de esto, si hay algo donde la idea de libertad (que con tanto ahínco llevamos persiguiendo por siglos los seres humanos) ha quedado arraigada con fuerza en la mente de los ciudadanos de esta sociedad consumista-capitalista, donde con más virulencia desde el poder establecido se ha pretendido hacer llevar al pueblo la idealización de una verdadera libertad, eso es, sin duda, mediante la vinculación de tal idea con la supuesta democracia reinante en el capitalismo. «El mundo libre«, así es como una y otra vez estos señores que controlan el poder llaman a los países regidos por regímenes burgueses más o menos liberales, en oposición, hemos de suponer, al «mundo esclavo», que vendría a ser la suma del resto de naciones existentes. Por ello, se llenan la boca hablándonos continuamente de las maravillas de nuestro sistema democrático occidental en contraposición a cualquier otro sistema político que pudiera plantearse, tanto que la gente común, incluso los más desfavorecidos por el sistema, ha acabado por creérselo plenamente, hasta tal punto de hacer de la defensa ideológica del capitalismo una cuestión de derechos y libertades individuales. Podíamos decir, sin miedo a equivocarnos, que la vinculación del capitalismo con la democracia es, a día de hoy, el valor fetiche por excelencia que las clases dominantes utilizan para lanzar a las masas en defensa del sistema socio-político y económico establecido.

Democracia y capitalismo se presentan siempre como una misma cosa, como una misma dualidad de términos inseparables el uno del otro, como una polaridad de términos que se complementan y se desarrollan mutuamente con carácter retro-alimenticio, tanto que finalmente se hace creer que no puede haber capitalismo sin democracia ni, por supuesto, democracia sin capitalismo. No quieran buscar ustedes más allá del ámbito capitalista un sistema político y social que sea respetuoso con la democracia, pues no conseguirán, según nos dicen, encontrarlo.

III

Sin embargo, el propio profeta del capitalismo Francis Fukuyama, en su famoso libro «El fin de la historia y el último hombre«, reconoce que el capitalismo donde mejor y más eficientemente ha funcionado ha sido en aquellos países donde la libertad individual brillaba por su ausencia. Países como el Chile de Pinochet, o los grandes tigres asiáticos (Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong Kong, Tailandia, Malasia, Indonesia, etc.) pudieron tener el vertiginoso aumento en los índices económicos que tuvieron en su momento, gracias, sobre todo, a que eran países gobernados por regímenes autoritarios, donde los gobernantes imponían sus medidas capitalistas con mano de hierro, y donde las clases trabajadoras no tenían ningún tipo de derecho laboral, ni de garantía social. A eso, a sacar tajada de la explotación casi esclavista de las condiciones de vida y trabajo de la población, lo llamaron los economistas burgueses «el milagro asiático«. Cada uno de estos países, que durante décadas se presentaron al mundo como ejemplo de la superioridad moral, política y económica del capitalismo frente al socialismo (por el vertiginoso crecimiento económico que desarrollaron en un breve periodo de tiempo partiendo de una situación de abundante pobreza), tuvo, o aún tiene, un gobierno autoritario que les permitió aplicar de manera sistemática las políticas capitalistas más feroces y depredadoras. Corea del Sur, por ejemplo, tuvo un régimen militar. Singapur un dictador con un partido de estado. Tailandia y Malasia han tenido sendas monarquías autoritarias. Indonesia durante más de cuatro décadas fue gobernada también por un dictador. Taiwán igualmente tuvo un gobierno autoritario que gobernó el país por más de cinco décadas. Arabia Saudita, Kuwait, o la misma China de hoy (convertida en este sentido, aún con sus peculiaridades, en un país prácticamente capitalista), son también buena muestra de cuan efectivo puede ser combinar en un mismo cóctel economía capitalista-mercantil y ausencia de libertades y derechos laborales de la población. Sin un sistema legal que regule las condiciones laborales, sin un sistema de regulación jurídica que imponga unos mínimos legales a respetar por los propietarios de los medios de producción, el capitalismo tiene vía libre para desarrollarse, pues los costes de producción serán cada vez menores mientras que los beneficios, en consecuencia, sobre todo si los productos generados por esa economía están destinados a la exportación (como era el caso de estos países orientales mencionados), serán cada vez mayores. Si usted tiene un gobierno que permite el trabajo infantil, el desarrollo de jornadas laborales de entre 14 y 16 horas diarias, y que, además, en condiciones de libre mercado, facilita que las empresas paguen salarios ridículos por la fuerza de trabajo contratada, ya podrán imaginar la ventaja competitiva que eso supone en el mercado internacional para tal país y las empresas que allí operen, amen del elevadísimo % de beneficio que la empresa en cuestión obtendrá con la venta de tales productos en países desarrollados donde el nivel de vida es muy superior al coste medio de la vida, en referencia a los salarios pagados, del país productor en cuestión. No hace falta hacer un máster en economía para entender esto. Pero esta evidente combinación entre potencial progreso capitalista y totalitarismo (plasmada en ejemplos más que concretos) no es óbice para que desde el poder establecido se siga haciendo llegar a la población occidental la idea de que capitalismo y democracia son una misma cosa.

IV

Y aunque las clases dominantes, ante la evidencia, pueden llegar a admitir que tal vez existan países que siendo capitalistas no sean democráticos, lo que nunca, lo que bajo ningún concepto, llegarán a aceptar, es que los ciudadanos de los países occidentales puedan si quiera creer que existan o puedan existir países que siendo plenamente democráticos no sean capitalistas. Todo país democrático, nos dicen, debe ser inevitablemente capitalista. Más allá de capitalismo liberal no puede existir la democracia. Machacan y machacan esta idea una y otra vez ante la pasividad generalizada. Por ello, todo aquel país que ose criticar el normal funcionamiento del sistema capitalista, aun cuando lo haga partiendo de la llegada al poder de sus dirigentes por vía del sistema parlamentario burgués tradicional, es automáticamente calificado de antidemocrático (El Chile de Allende, la Venezuela de Chávez, el Ecuador de Correa, la Bolivia de Morales, la Nicaragua de Ortega, la España de la segunda república, etc.). Sus líderes son tachados de totalitarios, y sus revoluciones presentadas al pueblo como si de un ataque directo a la libertad, los derechos y las aspiraciones de los ciudadanos se tratase. No importa si esos países se anclan sobre la base de un ordenamiento jurídico absolutamente respetuoso con las libertades individuales, o si sus altos cargos han sido elegidos por un proceso de sufragio universal libre. Tampoco es importante si respetan la pluralidad política e ideológica, la división de poderes o si, en concordancia con la idea de la democracia como «poder del pueblo», están tratando de desarrollar modelos de representatividad del poder que acerquen el funcionamiento de las instituciones a la actividad del pueblo. El simple hecho de cuestionar el sistema liberal burgués los excluye automáticamente del mundo democrático, del «mundo libre«. Así no es dicho.

V

La democracia se identifica por ende con el modelo liberal burgués capitalista, y todo aquello cuanto no entre dentro de estos límites queda desplazado automáticamente hacia el terreno de lo antidemocrático. Es más, nadie que aspire a ser considerado «demócrata» se atreverá a cuestionar en público la democracia burguesa, a repudiarla o a situarla como régimen enmarcado dentro de unos intereses de clase y destinado a responder a tales intereses. Quién ose hacer tal cosa será ridiculizado, apartado, denigrado, presentado en última instancia como un enemigo de la libertad. Los disidentes, insurrectos o descontentos «oficiales» creen tener apenas el derecho de hacer enmiendas a la democracia burguesa. Reproches a la democracia, paños calientes, retoques para mejorar su funcionamiento, reformas incipientes o discretas a ella para moderar sus iniquidades sociales o hacer más llevaderos sus abusos. De allí no pasa la crítica si uno quiere seguir formando parte del selecto grupo de los «demócratas». Todo el mundo tiene que reconocer que la democracia política y el capitalismo son inseparables la una del otro, y, ambos, en conjunto, los pilares de una sociedad verdaderamente libre, no caben medias tintas ni disidentes entre los «demócratas»; o estas conmigo o estas contra mí; o eres un defensor del capitalismo liberal o eres un anti-demócrata. Por eso los partidos de izquierdas mayoritarios en las sociedades occidentales (partidos socialdemócratas) han tenido que abrazar el capitalismo, así como los sistemas socialistas que se han desarrollado a lo largo del mundo, con su renuncia del capitalismo, nos dicen, tuvieron también que renunciar a la democracia. No había, ni hay, posibilidad de un punto intermedio; esa es la idea que fluye incesante a nuestro alrededor.

VI

Es decir, no se puede pretender que haya un sistema político y social que renegando del capitalismo sea también intrínsecamente democrático, así como, en consecuencia, no se puede pretender que haya personas que renegando del capitalismo puedan ser intrínsecamente demócratas. Capitalismo y democracia -nos dicen- son los dos pilares ideológicos capaces de traer prosperidad y libertad sin precedentes al mundo, y todo lo que no sea una combinación eficiente de ambos factores es un error, pues cualquier otro modelo político, económico y social está condenado al fracaso, amén de atentar directamente contra las libertades de los ciudadanos. Esta es la idea que desde el poder establecido se hace llegar a la ciudadanía. De esta manera, mediante esa identificación que la población hace de la libertad con la democracia burguesa, así como de la democracia burguesa con el capitalismo, las clases dominantes se garantizan que finalmente se acabe por vincular la idea de libertad con el capitalismo y, consecuentemente, que los ataques al capitalismo sean interpretados por los individuos receptores de tal mensaje como si directamente se tratasen de ataques a los derechos y las libertades individuales de sus personas. Con ello, lo que en origen no es más que un ataque a los intereses políticos y económicos de una clase dominante, para más inri en favor de los intereses de las clases dominadas (la inmensa mayoría social), acaba por ser concebido por parte de los miembros de las clases dominadas como un ataque a los intereses particulares del ciudadano, como un ataque, por tanto, a sus propios intereses individuales, en la máxima expresión de ese vinculo, degradante pero emocional, que es la alienación, y que en última instancia tiene como consecuencia que los ciudadanos de las clases dominadas acaben por vincular sus intereses particulares con los intereses de las clases dominantes, alcanzándose así el objetivo buscado por las clases dominantes en su afán por perpetuarse en el poder social, político y económico.

VII

Pero este objetivo, a diferencia lo que sería deseable para los valores liberales que tanto dicen defender, no se consigue dejando los flujos ideológicos, la consciencia ciudadana acerca del ideal democrático, a la deriva de ninguna «mano invisible«. Este objetivo se consigue mediante un plan de acción perfectamente orquestado y diseñado para llegar a alcanzar tal meta. En ello los medios de comunicación de masas, propiedad de la alta burguesía de manera directa o indirecta, juegan un papel fundamental, actuando como elementos reguladores del «mercado ideológico«, es decir, garantizando que los ciudadanos adecuen sus demandas democráticas a la única oferta que es presentada como válida para tal sector ideológico: el consumismo-capitalismo. Y es que hay cosas que no se pueden dejar al capricho de la ley de la oferta y la demanda, pues sabido es que los ciudadanos demandan justicia, igualdad y libertades, mientras que el capitalismo lo que les ofrece es explotación, reparto desigual de la riqueza y sumisión. Si la regulación de este mercado se dejase al amparo de la libre competencia y la mano invisible del mercado, los ciudadanos tratarían de buscar aquellos otros productos, que los hay, que puedan adecuarse mejor a sus demandas ideológicas. Pero como en el producto capitalista no existe una relación real entre lo que los «clientes» demandan, y lo que le es ofrecido por los ofertantes, surge la necesidad de intervenir en el mercado para re-direccionarlo hacia la senda prefijada de antemano por los capitalistas, corrigiendo así las potenciales fallas que se pueden generar una vez la población trabajadora entendiese con meridiana claridad cómo funciona el capitalismo y quiénes son los beneficiados/perjudicados por ello (¿pues qué ocurriría si la población tomase consciencia de que el socialismo les ofrece justo aquello que ellos demandan a la democracia: justicia, igualdad y libertades?, acaso, por mor de la tan traída y llevada mano invisible ¿no se decantarían los ciudadanos por esta opción en lugar de por el producto capitalista que les ofrece justo lo contrario de lo que ellos demandan?).

Los medios de comunicación de masas se constituyen de esta manera como órganos reguladores del mercado ideológico-democrático, cuya finalidad no es otra que evitar posibles desviaciones del mismo hacia un sendero no deseado por las clases dominantes, hacia un mercado dominado por las ventas de los productos de la competencia (la democracia socialista, por ejemplo). Entre las competencias que estos órganos reguladores poseen, se encuentra la de poder influir sigilosamente sobre el comportamiento y el pensamiento de las personas, modificando sus modos de vida, sus elecciones racionales, sus costumbres, sus hábitos consumo, así como la de actuar directamente en la formación de eso que muy astutamente han venido a denominar como «opinión pública«. Y es ahí, precisamente ahí, en la formación intencional de la «opinión pública» por parte de los medios de comunicación de masas, donde capitalismo y democracia se presentan al ciudadanos como una misma y única cosa, donde, en consecuencia, los ciudadanos de las clases dominadas hacen suyos los intereses de las clases dominantes, vinculándolos, para ejercer su defensa consciente o inconsciente, con el ideal democrático, con su natural búsqueda de libertades y de reconocimiento, donde el producto ideológico-democrático capitalista se presenta como el único producto ofertado realmente en el mercado para aquellos ciudadanos que están demandando este tipo de productos democráticos (es decir, para aquellos ciudadanos que quieren vivir en una verdadera democracia).

De esta manera los capitalistas monopolizan el «mercado de la ideología democrática» y obligan al pueblo, mediante el engaño y la manipulación de la publicidad asociada con los productos de la competencia, a no tener otra opción que la adquisición del producto que ellos les ofrecen. La función reguladora de los medios de comunicación de masas es, por tanto, la de garantizar la perpetuación de este monopolio, evitando que puedan surgir algunos otros productos que, ajustándose mejor a las demandas ciudadanas, puedan quitarle la clientela y dar un vuelco a la situación del mercado, con los consecuentes cambios en la esfera política y económica que ello conllevaría. Si sólo el capitalismo es presentado como un producto democrático, si se logra convencer de que capitalismo y democracia son una única e inseparable cosa, los ciudadanos que demandan democracia no querrán ni oír hablar de otros productos (el socialismo, por ejemplo), pues los consideraran productos no democráticos, excluidos de tal mercado ideológico, de la misma manera que el que demanda la compra de un coche no ve a las empresas fabricantes de utensilios de cocina como competidoras de las empresas de coches, pues los identifica con dos sectores de mercado diferentes. El socialismo, en este caso, no es un producto del «sector mercantil ideológico-democrático«, y, por tanto, no es un competidor para el capitalismo en este terreno, muy al contrario no es presentado como el representante de ese otro sector mercantil, para nada demandado por la población, vinculado con el autoritarismo, la dictadura y la falta de derechos y libertades individuales sólo presentes en el producto democrático. Los medios de comunicación de masas diferencian así entre lo «democrático» (el capitalismo) y lo «no democrático» (lo demás), sabedores de que los ciudadanos que se mueven dentro del mercado ideológico actual lo que están demandando de manera mayoritariamente abrumadora son tan sólo productos democráticos, rechazando de pleno los no democráticos. El monopolio, el secuestro del mercado ideológico-democrático por parte de los capitalistas, está garantizado. El socialismo pasa a ser un producto no democrático, como cualquier otro modelo político democrático que pudiera plantearse y que no sea el capitalista.

Por otro lado, al ser percibidos por el sujeto estos medios de información como portadores de verdades objetivas, especialmente en sus apartados informativos de noticias, las afirmaciones, patrones culturales o códigos simbólicos que de ellos emanan, son aceptados como si de la verdad en sí misma se tratase, como si no fuera posible dudar de su validez. Es muy importante este punto, ya que es necesario que el ciudadano confíe plenamente en la veracidad del medio que le da una determinada información para que la estrategia manipuladora pueda tener éxito. De lo contrario la intervención reguladora del medio de comunicación de masas en el mercado ideológico puede resultar un auténtico fracaso, no impidiendo la deriva de la demanda hacia otros modelos alternativos de oferta no capitalistas. Véase, por ejemplo, el caso actual de Venezuela, donde grandes masas apoyan un proceso revolucionario de corte socialista, y donde casualmente una mayoría ciudadana declara no confiar en los medios de comunicación (casi un 60% entre ciudadanos que dicen tener poca o ninguna confianza en los medios, según una encuesta reciente), con la consecuente dificultad que estos medios encuentran para la regulación del mercado ideológico, la dificultad para engañar y manipular a la población con sus informaciones a modo como lo hacían antaño, y como lo hacen actualmente en la inmensa mayoría de países capitalistas. En los países plenamente capitalistas lo que se dice en los espacios informativos de los medios de comunicación es palabra de Dios. Los medios de comunicación son como la Biblia de la nueva religión consumista-capitalista, ese lugar donde se encuentra la verdad revelada e indudable, salvo para el ateo. Así se consigue que esto influya con seguridad sobre la manera de actuar o de pensar de las personas, pues con ello se logra modificar la forma en que los hombres conocen y comprenden la realidad que los rodea. El sujeto acepta como reales y considera importantes sólo aquellos acontecimientos que muestran las cámaras de televisión, que son elementos de portada en los diarios principales, o que ocupan espacios en las tertulias radiofónicas. Se convierte al sujeto en un miembro más de la cultura de masas, a la vez que se le va manipulando la información según interese a los propietarios de dichos medios, que no son otros que los propios miembros integrantes de las clases más favorecidas de la sociedad. Toda información política o económica que reciban a través de ellos irá siempre en la línea de relacionar en una misma cosa capitalismo y democracia. En definitiva, mediante esta estrategia de los medios de comunicación de masas se interviene en el mercado ideológico-democrático para garantizar el monopolio consumista-capitalista y evitar así que la mano invisible del mercado pueda hacer que la demanda ciudadana pueda pasar desde la adquisición del producto ofertado por el consumismo-capitalismo a la adquisición de productos de otro tipo más acordes a la demanda ideológica de las mayorías sociales, por ejemplo el producto vinculado con el ideal democrático de las sociedades socialistas.

VIII

Además, para ello, para que esta estrategia pueda tener efectos visibles en la realidad socio-política concreta de un determinado estado, los medios de comunicación de masas generan continuamente matrices de opinión que deben ser aceptadas (y de hecho lo son) como una verdad indudable por parte de la ciudadanía. Para generar una matriz de opinión se requiere comunicar masivamente, todos los días y en todos los periódicos, emisoras de radio y TV posibles, de una determinada comunidad, una idea o un pensamiento específico (sin importar que sea una simple conjetura o especulación) con el tono y de la forma conveniente para que las personas de dicha comunidad, al ser bombardeados de manera incesante por los medios de comunicación, crean vehementemente en ello hasta el punto de ni siquiera preguntarse si será cierto o no. En pocas palabras, tal y como dice el proverbio popular: «Una mentira dicha mil veces, se convierte en verdad» [1] . Es decir, cuando existe algún tipo de acontecimiento social, político, económico o mediático en el mundo que pueda poner en peligro el normal funcionamiento de los intereses de las clases dominantes, la transmisión de información es puesta inmediatamente al servicio de la defensa de estos intereses, haciéndose llegar los hechos a la ciudadanía de tal manera que no supongan problema alguno para los objetivos propuestos en su modelo ideal de sociedad por las clases dominantes, cuando no directamente siendo silenciados (en caso de no poder ser convenientemente manipulados) o interpretados de tal forma que acaban siendo banalizados y puestos al servicio de sus intereses. Una misma noticia puede ser tratada en aparente pluralidad por diversos medios de comunicación que, también en apariencia, responden a diferentes orientaciones políticas, y, sin embargo, estar diciéndote una misma cosa sobre un determinado tema, tal cual es el interés de las clases dominantes en relación con ese tema. La supuesta pluralidad de los medios no es tal cuando de defender los intereses políticos y sociales de las clases dominantes se trata. Por más que los matices que se den en los diferentes medios acerca de determinadas informaciones (que puedan poner en peligro el funcionamiento de la sociedad consumista-capitalista o los intereses políticos de las clases dirigentes) puedan ser de una manera u otra, el análisis de fondo es siempre el mismo;, es decir, aquel que le interese a los propietarios de los medios de comunicación, aquel que defienda los intereses de las clases dominantes que son propietarias de tales medios (Esto vale tanto para los medios privados como para los públicos, puesto que en un estado gobernado por partidos políticos pro capitalistas, el interés del propietario del medio de comunicación público, es decir, el interés del estado, es igualmente el interés de las clases dominantes que detentan el poder real del mismo). Y la matriz de opinión que identifica democracia con capitalismo es la más constante de todas cuantas son lanzadas por estos medios de comunicación de masas, pues es ella el soporte en que se amparan las matrices de opinión de contenidos concretos que vienen y van por estos medios a medida que la situación política, económica y social de la actualidad mediática lo va requiriendo.

IX

La divergencia informativa puede existir, por tanto, en temas políticos o sociales que afecten a un nivel interno la vida de un determinado país capitalista, donde partidos conservadores y socialdemócratas se alternen en el poder, pero se anula por completo cuando lo que está en juego es la defensa del sistema socio-económico vigente o los intereses de las clases dominantes que lo publicitan y sustentan. Por ejemplo, en el caso concreto del estado español, los diferentes medios de comunicación pueden diferir entre ellos al tratar asuntos relacionados con la política partidista interna, y unos pueden estar más cercanos al PP y otros al PSOE, se podrán enfrentar entonces en guerras mediáticas en asuntos como la «teoría de la conspiración del 11-M» o temas similares, pero, sin embargo, todos estos medios defenderán siempre la misma matriz de opinión cuando de temas relacionados con los procesos revolucionarios que se están dando en países como Venezuela, Ecuador, Bolivia, Cuba, etc., se trata (países donde los grupos oligárquicos que controlan los medios de comunicación españoles tienen intereses económicos que son cuestionados y puestos en peligro por estos gobiernos revolucionarios). Unos podrán darle un matiz a la información y otros le darán matices diferentes, ser más o menos agresivos con su tratamiento, pero todos, absolutamente todos, defenderán la idea de que estos procesos y sus líderes son intrínsecamente malos, y por ello negativos respecto del modelo socio-político que existe en el estado español. Así, si algunos de estos estados decide tomar algún tipo de decisión política que afecte a los intereses de las multinacionales españolas que operan en esas naciones, absolutamente todos estos medios darán un tratamiento a la información que presente al líder político en cuestión como un sujeto detestable, autoritario y corrupto, un gobernante que está atacando de manera déspota los intereses de todos los ciudadanos del estado español, pero ninguno de ellos entrará a valorar si realmente estas decisiones responden a una necesidad del estado en cuestión que va a tener una repercusión positiva en la calidad de vida y el bienestar de sus ciudadanos, o si son una reacción frente a las prácticas abusivas de las multinacionales españolas en esos países. El juicio ya está escrito de antemano y es presentado al ciudadano del estado español como una verdad indudable.

Un ejemplo evidente de esta estrategia lo podemos encontrar en el tratamiento que los medios de comunicación españoles dieron al enfrentamiento verbal que protagonizaron el presidente de la República Bolivariana de Venezuela (Hugo Chávez) y el actual jefe del estado español (Juan Carlos de Borbón). En todos los medios de comunicación españoles generalistas de radio, prensa y televisión, aún cuando pudieran darle un matiz u otro a la información, el tratamiento fue el mismo. Aún cuando es evidente que el Señor Borbón (qué se sepa jamás fue votado por nadie) actuó de una manera absolutamente impropia para lo que se debe esperar en un Jefe de Estado, mandando a callar de manera absolutamente tabernera al jefe de estado de Venezuela (votado por más del 60% de los venezolanos que participaron en las elecciones presidenciales), fue el señor Chávez quien fue en todo momento tratado como un tirano, un déspota, un dictador, un represor y un opresor de su pueblo, mientras que el Rey de España (por la gloria de Franco) fue en todo momento ensalzado y revalorizado como defensor de la libertad y máximo exponente de la democracia. Da igual el medio de comunicación -de entre los tradicionales y mayoritarios- que escogiésemos en aquellos días, el trato fue absolutamente el mismo: el uno -Chávez- es un dictador irrespetuoso, el otro -Juan Carlos Borbón- un demócrata de toda la vida. Sin embargo, curiosidades de la vida, el dictador fue elegido por el pueblo en libre votación, mientras el demócrata fue escogido a dedo por un caudillo fascista y nunca más cuestionado en su cargo. Pero como los medios de comunicación sólo dicen verdades y dan un tratamiento objetivo de la información, esta fue la idea que caló de manera absolutamente generalizada entre los ciudadanos del estado español. Nuevamente la dualidad capitalismo-democracia, en este caso representada en la figura del Rey de España, salía victoriosa de cara a la «opinión pública» frente a esos otros valores dictatoriales y antidemocráticos que representa Chávez. Igual que en este suceso, ocurre con cualquiera de la información que desde estos medios diversos, ya sean cercanos al PP o cercanos al PSOE, ya sean más o menos conservadores o «progresistas», se da sobre Chávez o cualquier otro líder revolucionario mundial, como se puede comprobar con el tratamiento que se dio a la información en los sucesos del golpe de estado de Abril de 2002 en Venezuela, en el «cierre» de la cadena de televisión RCTV, los acontecimientos del paro petrolero de 2003, la campaña para el referéndum de reforma constitucional del 2 de Diciembre de 2007, o, más recientemente, los sucesos acontecidos en Bolivia y el referéndum constitucional en Ecuador, por no hablar de cualquier información que tenga como contenido a Cuba.

X

Además de esto, los medios de comunicación de masas son utilizados también por las clases dominantes para mantener entretenidos a los ciudadanos y alejados de pensamientos críticos y de potenciales deseos de cambios políticos amplios en el sistema socio-económico vigente. No sólo se difunde a través de ellos toda matriz de opinión relacionada con la vinculación entre capitalismo y democracia como si de verdades absolutas en sí mismas se tratasen, sino que además se proporciona al espectador, lector u oyente -especialmente en el medio con mayor repercusión social: la televisión- una programación de baja calidad cultural, de nula estimulación crítica y de absoluta falta de consideración revolucionaria, para que nada de esto pueda poner en duda la veracidad de la información emitida mediante las diversas matrices de opinión. Como bien dice José Javier Esparza [2] , autor que no es precisamente sospechoso de ser de izquierdas, con los medios de comunicación de masas » No sólo no se ha accedido al conocimiento del mundo, sino que cuanto más se pretende aumentar la audiencia de un mensaje, menor es el nivel cultural de éste. Existe una proporción inversa entre la altura de los mensajes culturales y la cantidad de audiencia posible. Cuanto más elevado es el mensaje, menor es el número de gente que lo comprende. Cuanto más audiencia se quiera tener, menor habrá de ser el nivel del mensaje (…) El resultado lo conocemos bien: pesa más, cuantitativamente, la opinión de un actor o un presentador de concursos, que la de un catedrático, un filósofo o un científico, y no en razón de la personalidad del sujeto, sino en razón de su función social, que es la amable tarea de divertir al personal. «. ¿Será acaso que es precisamente eso lo que se busca con los medios de comunicación de masas?

La respuesta me parece evidente: los medios de comunicación de masas en esta sociedad nuestra consumista-capitalista, donde reina por doquier, según nos cuentan, la democracia plena y la libertad, no sólo manipulan y engañan (regulan el mercado ideológico), sino que, además, y tal vez sea esto lo que resulta más preocupante (pues es la base sobre la cual se puede alegremente engañar y manipular al personal) idiotizan. Sólo los idiotas se pueden dejar engañar y manipular sin rechistar, salvo que previamente nos hayamos dejado llevar por la confianza, lo cual, viendo como está el panorama, sería aún más preocupante que ser un idiota total y no saberlo. ¿O cómo llamarían ustedes a quienes todavía hoy siguen confiando en los medios de comunicación como fuentes imparciales de la verdad objetiva? Yo les pondría el mismo calificativo que a aquellos que siguen pensando que capitalismo y democracia son una única y misma cosa, del todo inseparable, aquellos que siguen creyendo que en el mercado de la «ideología democrática» tan sólo existe un único producto que es el capitalista. Como poco «inocentes».



[1] http://www.aporrea.org/actualidad/a7120.html

[2] José Javier Esparza. Contradicciones y abismo de la comunicación de masas. Pueden encontrarlo aquí : http://foster.20megsfree.com/102.htm