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La mejor ley es la que protege a la ciudadanía

Fuentes: Ctxt

Como cada verano las universidades españolas presentan distintos e interesantes encuentros de análisis, extraacadémicos, que con mucha frecuencia abordan temas de comunicación. Este agosto, desde uno de esos eventos saltó a los titulares de distintos medios un axioma que creíamos olvidado: «La mejor ley de prensa es la que no existe». Esta fue una de […]

Como cada verano las universidades españolas presentan distintos e interesantes encuentros de análisis, extraacadémicos, que con mucha frecuencia abordan temas de comunicación.

Este agosto, desde uno de esos eventos saltó a los titulares de distintos medios un axioma que creíamos olvidado: «La mejor ley de prensa es la que no existe».

Esta fue una de esas sentencias sin fundamento que, en plena transición y ante el temor de que llegaran a España aires de renovación de otras latitudes, proclamaron los medios «notables» de la prensa española y consiguieron, entonces, el respaldo ingenuo y desinformado de parte de la profesión periodística española.

Esos medios, pocos años antes, se habían sumado con ardor a la campaña de descrédito que los grandes consorcios de la comunicación lanzaban contra la lucidez del conocido como Informe MacBride. Este documento en los últimos decenios ha sido recuperado y reconocido en todo su valor por las autoridades más prestigiosas de la comunicación e inspirado los principales debates de la actualidad.

Ante los avances que se han desarrollado en las cátedras de la comunicación de casi todo el mundo en lo que va del siglo y los pronunciamientos de las organizaciones internacionales de comunicadores y las distintas cortes internacionales de Derechos Humanos, algunos llegamos a suponer que este axioma había decaído por su mero arcaísmo.

La utilización del término «ley de prensa» ya indica el desfase histórico de lo que se pretende sostener. Nadie preocupado por la regulación de la libertad de expresión o la difusión amplia de la información habla ya de «ley de prensa»; el paradigma actual está puesto en la necesidad de garantizar el Derecho a la Información y la Comunicación de la ciudadanía y en el estudio de las normas más eficaces para lograrlo.

Ambos derechos son considerados como un solo bien fundamental de todos los individuos y es tal su amplitud y transversalidad social que el papel de la llamada prensa comercial, aunque importante, solo es considerado como un factor más y, por cierto, no el primero para garantizar esos derechos.

A rebufo de ese axioma perimido se ha añadido que los políticos solo deben «poner las reglas que permitan un ejercicio libre y cuanta menos mano metan, mejor«, que ya se encargarían los periodistas de «garantizar la limpieza» de la información.

Parece que olvidamos que esas posibles normas, en democracia, solo las pueden fijar las leyes y los informadores, por muy buena voluntad que se les suponga, no tienen capacidad –legal ni ética– para garantizar la utilización de un bien que no les pertenece más que al resto de los ciudadanos «a quienes corresponde el derecho de exigir que la información que se da desde el periodismo se realice con veracidad en las noticias y honestidad en las opiniones sin injerencias exteriores, tanto de los poderes públicos como de los sectores privados».

Así lo señaló el Código Deontológico Europeo de la Profesión Periodística adoptado por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa en julio de 1993; lo que nos lleva a los demócratas a entender que ese derecho a la exigencia como cualquier otro debe estar respaldado por una normativa legal. Que, claro está, deben dictar los denostados «políticos»; aunque en esos espacios de corregulación legal luego deben ser mero respaldo de la decisión y actuación de las organizaciones ciudadanas a quienes se debe confiar la responsabilidad de su custodia.

No basta con no censurar

Seguir sosteniendo que «la mejor ley de prensa es la que no existe» es querer desconocer toda la documentación internacional generada desde finales del siglo pasado que consagra la información como un derecho universal.

La etapa «empresarista» en el mundo de la comunicación, en la cual se incubó la equiparación de la libertad de empresa a la «libertad de prensa», y que aún hoy alimenta el equívoco de muchos profesionales de la comunicación, ya está superada.

El mencionado Código Europeo señala expresamente en su Art. 11: «Las empresas periodísticas se deben considerar como empresas especiales socioeconómicas, cuyos objetivos empresariales deben quedar limitados por las condiciones que deben hacer posible la prestación de un derecho fundamental.»

La siguiente etapa conocida como «profesionalista», de la que tanto nos cuesta separarnos, se cerró en el mismo momento en que los derechos a informarse, a expresarse y a comunicar fueron interpretados como Derechos Humanos.

Vivimos la etapa del «sujeto universal» de la comunicación, en la que se reconocen los derechos a investigar, recibir y difundir informaciones y opiniones a todos los seres humanos por su sola condición de tales.

El sociólogo Armand Mattelart, una de las voces más autorizadas sobre comunicación, señala que «hubo que esperar a los inicios del nuevo siglo, con la quiebra de las promesas del modelo ultraliberal y las señales dadas por nuevas fuerzas de resistencia, para que resurjan en los debates internacionales los conceptos de derechos a la comunicación y de políticas públicas.«

Estos cambios fundamentales han traído, de forma paralela, la aplicación necesaria del «derecho positivo» o «la obligación positiva» por parte de los Estados; ya que un derecho fundamental no puede ser declamatorio ni dejado al arbitrio de agentes como el mercado o la correlación de las fuerzas sociales y debe estar garantizado por ley para toda la ciudadanía.

Por lo tanto, no basta con que un Estado no censure o se comprometa constitucionalmente a no ejercer la censura, tiene la obligación de evitar que poder alguno lo haga y garantizar de manera eficaz la libertad de expresión activa y pasiva de su ciudadanía.

Conviene recordar que en las ciudadanías libres no se reconoce nada por encima de los Derechos Humanos.

La «obligación positiva» del Estado

A este respecto conviene tener en cuenta algunas importantes sentencias de los más altas cortes internacionales que consagran la obligación de los Estados a garantizar el ejercicio de todo Derecho Humano consagrado.

Así, la Corte Interamericana de DDHH (CIDH) señala en un fallo contra el Estado de Venezuela (Ríos y otros c. Venezuela): «Dada la importancia de la libertad de expresión en una sociedad democrática y la responsabilidad que entraña para los medios de comunicación social y para quienes ejercen profesionalmente estas labores, el Estado debe minimizar las restricciones a la información y equilibrar, en la mayor medida posible, la participación de las distintas corrientes en el debate público e impulsar el pluralismo informativo».

En otro fallo (Granier vs. Venezuela) la misma Corte formula: «En concordancia con el derecho a la pluralidad de medios o informativa, la Corte recuerda las obligaciones positivas de los Estados que se desprenden de este derecho y que otros tribunales internacionales ya han determinado con precisión».

Por su parte el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en una demanda contra Italia ha señalado que «además de un deber negativo de no interferencia, el Estado tiene una obligación positiva de contar con un marco administrativo y legislativo adecuado para garantizar el pluralismo y la diversidad» (Centro Europa 7 S.R.L. y Di Stefano vs. Italia – 2012).

Este concepto de «obligación positiva» es básico en la nueva interpretación derivada de la necesidad de los Estados de garantizar el ejercicio de los DD HH y en los casos de referencia señala que estos tienen la obligación de legislar y de esa manera facilitar que la ciudadanía pueda disponer de medios propios para hacer oír sus voces diversas.

Así que, se les impone «meter la mano»; lo que nos lleva a entender que la mejor ley es la que regula el ejercicio de los derechos y esto parece que no es opinable en los foros internacionales.

Los nuevos tiempos de la comunicación

Estas nuevas y más ricas interpretaciones, así como la ampliación de los derechos humanos o su extensión a sujetos o actividades derivadas de las nuevas tecnologías o iniciativas desconocidas en 1948, no pueden ser menoscabadas o negadas. Ya estaban previstas en la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) al fijar que los derechos originales serán «la inspiración» de nuevos derechos.

Todo Gobierno que entienda que no tiene la obligación de garantizar un derecho humano como es el de la información está prevaricando en sus funciones y haciendo dejadez de esa responsabilidad frente a la ciudadanía.

De la misma forma que tiene la obligación de preservar la existencia de los medios públicos como reserva de la información frente a los intereses económicos de las emisoras privadas; como tampoco puede permitir que los medios de comunicación ni sus profesionales sean investidos de una capacidad reguladora que nos les corresponde.

Algo que no les concede legislación alguna y que es inaceptable por mera higiene mental como señala de manera meridiana el Código Europeo de Deontología del Periodismo del Consejo de Europa y múltiples fallos de los tribunales internacionales.

Conviene recordar, una vez más, los puntos 19 y 20 de ese Código que fijan que «sería erróneo deducir que los medios de comunicación representan a la opinión pública o que deban sustituir las funciones propias de los poderes o entes públicos o de las instituciones de carácter educativo o cultural como la escuela.»

Porque ello, amplía, «llevaría a convertir a los medios de comunicación y al periodismo en poderes o contrapoderes (mediocracia) sin que al propio tiempo estén dotados de la representación de los ciudadanos o estén sujetos a los controles democráticos propios de los poderes públicos, o posean la especialización de las instituciones culturales o educativas correspondientes.»

Sin embargo, en España algunos siguen confiando en que el lobo es el mejor custodio del rebaño y sin comprender que cuando no hay regulación legal se le está concediendo esa facultad al más fuerte. Lo que se conoce como «ley de la selva».

Autorregulación es corrupción

Casi en las mismas fechas que se pronunciaban las afirmaciones que han dado lugar a esta reflexión, en el otro lado del Atlántico se desarrollaba, por segundo año consecutivo, el Encuentro Internacional de Legisladores que convoca la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) bajo el lema «Construyendo un entorno favorable para el desarrollo de medios de comunicación plurales e independientes».

Como se ve, el encuentro está dirigido a informar y compartir ideas con esos «políticos» que aquí algunos pretenden que no cumplan con su deber. A ellos se dirigió el Relator Especial para la Libertad de Expresión de OEA, Edison Lanza, para reiterarles la importante función de los organismos reguladores, «el Estado tiene doble obligación: evitar la interferencia y garantizar el pluralismo», les dijo.

En ese mismo encuentro la coordinadora del Observatorio Latinoamericano de Regulación, Medios y Convergencia (Observacom), Aleida Calleja, señaló a los legisladores participantes: «Caímos en la trampa de los medios como negocio y en la concentración de medios en una sola gran empresa, lo que resulta en algo muy parecido a la censura, donde un conglomerado de medios perteneciente a un solo grupo, determina lo que se habla y lo que se calla».

Sobre las mismas fechas y mediante un video Julian Assange señalaba en la inauguración de los Cursos de Verano de la Universidad de Jaén que «Si nuestra libertad de expresión y de comunicación está subordinada a leyes ordinarias nos encontramos ante un proceso circular autorregulado que dirige hacia una inevitable corrupción».

Assange abundó en que «debe haber un meta sistema externo al sistema que se ocupa de su regulación. Todos sabemos que la autorregulación lleva a la corrupción, puesto que todo sistema buscará siempre preservarse ante las críticas».

El portavoz de WikiLeaks tiene claro que medios y periodistas somos parte del sistema de selección y distribución de la información creado sin haber tenido en cuenta los derechos que sobre ella tiene la ciudadanía. Para las grandes corporaciones sus lectores, oyentes o televidentes solo son consumidores de comunicación aprovechables para otros proyectos comerciales, muchas veces afines a los propietarios de esos medios.

Más medios no son más voces

Desde dentro de la profesión las opiniones también son coincidentes en cuanto a la necesaria regulación de la comunicación como herramienta imprescindible para garantizar desde la libertad de expresión de la ciudadanía mediante la multiplicidad de sus voces hasta acabar asegurando los derechos laborales de los informadores y su independencia dentro de los medios.

No se trata de crear más medios en las mismas manos de siempre sino de facilitar, mediante discriminación positiva, la aparición de nuevos medios en manos de nuevos actores que sean difusores de las voces hasta ahora acalladas.

En diciembre pasado la Federación Internacional de Periodistas (FIP) -que es la mayor organización mundial de informadores- salió en defensa de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual de Argentina y afirmó de forma rotunda: «Resulta fundamental diferenciar la libertad de prensa de la libertad de empresa, toda vez que la desregulación de los medios de comunicación y el pleno arbitrio de las reglas del mercado en el sector conllevan la generación de grandes empresas mediáticas; las cuales terminan por concentrar no sólo las voces sino los puestos de trabajo, limitándose finalmente la libertad de expresión de los trabajadores de la prensa y de la sociedad en su conjunto.»

Es difícil expresarlo con mayor claridad.

En abril de 2015 se celebró la conferencia «En defensa del periodismo», organizada en París por la propia FIP y sus tres sindicatos de Francia. Entre las recomendaciones finales del encuentro se incluyó la necesidad de «garantizar el derecho a la información en las legislaciones nacionales y las constituciones», así como «Reforzar la independencia de los reguladores de medios de comunicación y la financiación del audiovisual público» y el impulso de «campañas para la creación de leyes contra la concentración de los medios de comunicación con el fin de garantizar el pluralismo de las ideas y de las opiniones en los medios de comunicación.»

Por su parte, Aleida Calleja, coordinadora de Advocacy del OBSERVACOM, ha expresado recientemente en el seminario «Periodismo y concentración Mediática», de la Fundación Friedrich Ebert Stiftung, que la pluralidad no está dada por la cantidad de medios sino que «debería haber un equilibrio entre los tres sectores que inciden en el negocio de la comunicación: la parte comercial, lo público pero no gubernamental y lo comunitario, social, independiente, ese poder que no está ligado a partidos políticos ni a grupos religiosos, que representa a una comunidad y debe mantener independencia editorial».

Todas estas representativas organizaciones, a uno y otro lado del Atlántico, no solo no reniegan de la existencia de leyes regulatorias del Derecho a la Información y la Comunicación, sino que las consideran indispensables. No entiendo como se pueden ignorar estas realidades.

Me acuden unas décimas del prolífico poeta limeño Nicomedes Santa Cruz, que muchos conocimos en Madrid: -¡Ah, si en mi país / no hubiese tanta política!… / -¡Ah, si en mi país / no hubiese gente paleolítica!…

Dardo Gómez es Ex Secretario general de la Federación de Sindicatos de Periodistas. 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.