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Libertades

Fuentes: Rebelión

La creciente beligerancia que se observa de parte de los medios de comunicación concentrados frente a las nuevas regulaciones estipuladas en materia comunicacional por algunos gobiernos, esconde en realidad un forcejeo mucho más amplio entre Estados que avanzan hacia un lugar que abandonaron en el pasado, y compañías que ven declinar parte de un poder […]

La creciente beligerancia que se observa de parte de los medios de comunicación concentrados frente a las nuevas regulaciones estipuladas en materia comunicacional por algunos gobiernos, esconde en realidad un forcejeo mucho más amplio entre Estados que avanzan hacia un lugar que abandonaron en el pasado, y compañías que ven declinar parte de un poder que supo ser hegemónico. Evidenciada tanto en Latinoamérica como en Europa y Estados Unidos, esta es una pelea económica pero también simbólica, porque como señala Foucault, «El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas (…) sino aquel poder del que uno quiere adueñarse». El gran término en disputa en este momento pareciera ser el de Libertad.

Por más que parezca extraído de un manual socialista de viejo cuño, el capital responde en conjunto en defensa de sus intereses. Esto no se debe contemporáneamente a alguna clase de complot elucubrado por una mesa chica de gorditos con cachetes colorados, sino más bien a que la matriz de nuestra economía (surgida del modelo financiero posterior a la crisis del petróleo de los 70s) se centra en la diversificación de los negocios en pos de la rentabilidad. Este principio, tan válido para las compañías transnacionales como para las más modestas a nivel local, genera una enorme concentración de la riqueza en pocas manos, y se nutre de una ideología que ha dado en llamarse neoliberalismo. Según sus teóricos más avezados, como Milton Friedman, la liberalización económica es lo único que garantiza automáticamente la libertad individual, puesto que se entiende que de la competencia entre actores surge un equilibrio liberador. Pero en países con niveles de desigualdad como los latinoamericanos, la capacidad de concentración del capital (y su consecuente restricción a esta libre competencia) se ve exacerbada por una serie de factores que van de la corrupción a la ineficiencia, y se profundiza gracias a tradiciones históricas que incluso la convierten en una virtud bien ponderada. La inteligencia neoliberal subraya entonces, que con instituciones estatales débiles como las nuestras, lo único que permanece inalterado con el paso de los años es el mercado, ya que se rige por leyes que escapan a las decisiones locales. En consecuencia, brindarle al Estado herramientas a largo plazo daría lugar a altos grados de discrecionalidad que atropellarían los principios más básicos de libertad.

La debilidad de esta noción, repetida incansablemente por la maquinaria propagandística de las corporaciones a través de los medios de comunicación concentrados en su entorno, se observa cuando descubrimos inevitablemente que en el campo de la vida social, lo único que nos es dado elegir directamente es a nuestros gobernantes. La libertad neoliberal no incluye la posibilidad de que los usuarios coloquen con su voto a los gerentes de las compañías, ni a los publicistas que nos bombardean en el espacio público, ni casi nada más que a nuestros representantes en el Estado (un Estado que por cierto es para ellos el limitante de dichas libertades). En contrapartida, nos ofrecen dosis de libertad al elegir a través de nuestro consumo las opciones que la libre competencia nos brinda. Pero ¿qué hay de la libertad cuando no existe esta competencia?

La esfera de la opinión pública aparece aquí en su magnitud fundamental, porque si nuestro margen directo de libertad queda reducido al ejercicio del voto, deberíamos poder informarnos de un modo lo más transparente posible acerca de las opciones que la política nos presenta. Pero si los medios de comunicación se encuentran en pocas manos, entonces nuestra libertad queda a merced de la simpatía o antipatía que un gobierno o un partido tenga con el conglomerado mediático. El modo más claro de registrar la envergadura de este dilema, es observando que todos los gobiernos que han procurado avanzar sobre el mercado para regularlo, tarde o temprano se han visto impelidos de labrar alguna clase de legislación que acote el alcance de los medios privados o en su defecto han sufrido graves consecuencias. Un claro ejemplo de esto ha sido el Golpe de Estado que se impuso en Venezuela en 2002 originado por un paro patronal encabezado por la asociación empresarial, y que no pudo realizarse sin la comprobada complicidad de los grandes medios de comunicación, como muestra el documental La Revolución no será televisada de Kim Bartley.

Repensar el concepto de libertad que construimos en la democracia post-dictatorial, resulta primordial finalmente en razón de la propia estructura de las repúblicas contemporáneas que entienden que si bien las mayorías deben gobernar, las minorías deben tener también una representación política efectiva (basta pensar que la reforma constitucional del ´94 agregó un Senador con este objetivo). Esta idea, aparece en contradicción con el último rasgo que surge del discurso neoliberal y que hoy en día es defendido por muchos periodistas de gruesa firma: la libertad de ser exitoso. Según ellos, las posiciones dominantes o monopólicas no se deben a deficiencias inherentes a las asignaciones del mercado, sino simplemente a que las audiencias los eligen masivamente. Si el Estado funcionara con estos principios, la Ley de Comunicación Audiovisual en Argentina ya habría sido aprobada hace más de veinte años por el primer gobierno democrático.

La estrategia de las compañías y de sus aliados políticos es la de defender a rajatabla (aunque en ocasiones entre susurros) la idea de que la libertad de empresa es sinónimo de Libertad (a secas). Desarticular esta concepción que han sabido esparcir hasta permear a gran parte de la sociedad convirtiéndola en un hecho casi objetivo, es de una magnitud enorme puesto a que cuentan con bastas herramientas como la publicidad y los grandes conglomerados noticiosos. Sin embargo es imprescindible comenzar a hacerlo justamente en pos de la Libertad y para terminar de cerrar un capítulo abierto desde 1810. Porque como señalaba el periodista Mariano Moreno en 1809: «Elevadas hoy día a un mismo grado las necesidades naturales y ficticias de los hombres, es un deber del gobierno proporcionarles por medios fáciles y ventajosos su satisfacción (…), pues asegurada entonces la abundancia, tiene proporción de elegir con arreglo a sus necesidades y recursos, sin exponerse a los sacrificios que impone el monopolio…»