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Túnez

Un debate sobre la izquierda y la información

Fuentes: Rebelión

Durante las dos últimas décadas, como sabemos, los medios de comunicación occidentales, unas veces por pura superficialidad comercial y otras guiados por premeditados intereses manipuladores, han alimentado una visión esquemática y negativa del mundo árabe, identificado de manera cotidiana con el islamismo fanático y el terrorismo. Como bien demostró Edward Said, conocer es sobre todo […]

Durante las dos últimas décadas, como sabemos, los medios de comunicación occidentales, unas veces por pura superficialidad comercial y otras guiados por premeditados intereses manipuladores, han alimentado una visión esquemática y negativa del mundo árabe, identificado de manera cotidiana con el islamismo fanático y el terrorismo. Como bien demostró Edward Said, conocer es sobre todo construir y por eso conocimiento y poder están indisolublemente ligados. En un contexto de colonización política y económica, es útil construir un otro simplificado al que sea fácil manejar y legítimo -llegado el caso- destruir. El modelo es monótono y rutinario. De lo que se trata es de que el otro aparezca siempre ante nuestros ojos -los del lector occidental- precisamente como otro o, lo que es lo mismo, como una unidad negativa inasimilable.

En el caso del mundo árabe, los medios nos han presentado siempre el islam como una fuerza homogénea y absorbente, ocultando no sólo toda la multiplicidad de credos y prácticas (del wahabismo al sufismo) sino las fuertes divisiones y enfrentamientos entre ellas: los mismos europeos que considerarían con desprecio a un árabe que no distinguiera entre un católico y un protestante, juzgan irrelevante o inexistente la diferencia, por ejemplo, entre chiismo y sunnismo. Al mismo tiempo, esa homogeneidad -el islam- ha sido sistemáticamente descrita como amenazadora y negativa: lapidaciones, ablación, crímenes de honor, cinturones-bomba. Para cerrar el círculo del conocimiento perfecto, esta homogeneidad negativa se declaraba asimismo incurable o inasimilable: se insistía, por tanto, en la incompatibilidad entre islam y democracia, incompatibilidad cuya consecuencia natural era la aceptación de que los árabes son incapaces de regirse por sí mismos sin la tutela de una potencia extranjera y/o un caudillo local.

Durante las dos últimas décadas, la izquierda no ha dejado de denunciar esta visión superficial e interesada, no sólo porque era inexacta y simplificadora sino porque la inexactitud y simplificación tienen siempre efectos políticos devastadores. Algunos de ellos son de sobra conocidos.

Mediante esta visión islamofóbica, los medios occidentales, por ejemplo, facilitaron y legitimaron toda una serie de intervenciones violentas con un altísimo coste en vidas humanas: el golpe de Estado y la guerra civil en Argelia, la ocupación de Palestina, la invasión de Afganistán e Iraq, o los numerosos Guantánamos repartidos por todo el mundo árabe donde, a instancias de los EEUU, se torturaba a presuntos islamistas radicales.

Esta visión islamofóbica justificó además el apoyo de las potencias occidentales y de las élites locales a siniestras dictaduras que, so pretexto de perseguir el «terrorismo islámico», trataron como a extranjeros y enemigos, durante décadas, a sus propios pueblos. El caso de Túnez es paradigmático.

Esta visión islamofóbica contribuyó asimismo a alimentar el racismo de los europeos frente a las comunidades inmigrantes que, en París, Madrid o Roma, cooperaban en el crecimiento económico de Europa y demandaban los más elementales derechos ciudadanos.

Los tres efectos mencionados -invasiones, dictaduras, racismo- produjeron a su vez el efecto previsible, eso que conocemos como «profecía autocumplida»: la radicalización de un sector, en todo caso minoritario, de las poblaciones afectadas.

Este «circuito de conocimiento perfecto» se vino abajo de pronto en enero de 2011 cuando la revolución tunecina obligó a los medios occidentales a descubrir -sorpresa- dos realidades inseparables y hasta entonces silenciadas: la existencia de dictaduras y la existencia de pueblos en la región. La sorpresa mayor fue la de que esos pueblos alzados contra los dictadores no reclamaban la aplicación de la charia ni el establecimiento de un Estado islámico: pedían pan, justicia, libertad, trabajo, dignidad. La sorpresa fue tan grande que durante un breve período se produjo casi una inversión del discurso, acompañada de un entusiasmo a veces poco realista: el final de la «excepción» árabe, la muerte de Al-Qaeda, el triunfo del laicismo. Sobre el terreno, las distintas velocidades y escenarios de los procesos abiertos en todo el mundo árabe, junto a las contra-ofensivas coloniales, con la intervención criminal en Libia y la agonía siria, llevaron la situación allí donde se encuentra ahora: dos países en transición (Egipto y Túnez) gobernados por islamismos «democráticos», una reactivación en todas partes, violenta o no, de lo que los propios medios han pasado a llamar «salafismo» y una movilización sin precedentes de poblaciones muy jóvenes que han perdido el miedo y no van a tolerar una vuelta al despotismo.

Lo cierto es que, a la espera de transformaciones más profundas, la revolución tunecina debería producir al menos estos dos efectos saludables: una normalización mediática y una normalización política. La normalización mediática exige una mayor atención a los procesos reales del Norte de Africa y el Medio Oriente, un reconocimiento de las múltiples voces y sensibilidades que pueblan la región, un ejercicio redoblado de rigor, información y documentación. Algunos indicios apuntaban al principio en esa dirección.

En cuanto a la normalización política, implica la visibilización de todas las fuerzas que han estado reprimidas y, entre ellas, la que -por razones históricas complejas- ha llegado a ser mayoritaria: el islamismo. Sólo hay dos maneras de combatir el islamismo político: o la dictadura y la guerra o su integración en las tareas de gobierno. Más de veinte años después del golpe de Estado en Argelia, sabemos que la primera solución, además de monstruosa, es ineficaz; el daño que las dictaduras han hecho a los pueblos -y a la solidaridad internacional entre los pueblos- no ha debilitado, sino al contrario, la influencia del islam político. Pero la llamada «primavera árabe», matriz de esta normalización, sí ha alterado su programa, sus procedimientos y sus objetivos. En Túnez ninguna de las fuerzas políticas organizadas -ni la UGTT ni Nahda ni las organizaciones de izquierda- puede arrogarse la «representación» de la revolución popular que derrocó a Ben Alí. Pero a nadie puede extrañar tampoco que Nahda ganara limpiamente las elecciones de octubre de 2011. Lo importante, en todo caso, es que la legitimidad de la revolución se mantiene viva en otro lado, en paralelo a las nuevas instituciones, y que las tareas de gobierno obligan a Nahda a negociar, a renunciar pragmáticamente a la propia ideología y, sobre todo, a responder a las demandas de ese sector mayoritario de la población que sigue reclamando pan, trabajo, justicia, libertad y dignidad. No hay una «dictadura islámica» ni sombra de ella en Túnez, y ello con independencia de las verdaderas intenciones de Rachid Ghanouchi y del sector más wahabita de Nahda. En un año de gobierno, lo que se ha verificado más bien es un desgaste innegable del partido islamista -y de sus compañeros de la «troika».

La paradoja es que, en algún sentido, la normalización política ha abortado la normalización mediática en curso. El triunfo de Nahda en Túnez y de los HHMM en Egipto (y su protagonismo en toda la región, de Libia a Siria), ha restablecido viejos hábitos perezosos y activado destructivos clichés de combate. Tras unos pocos meses de idilio, los medios de comunicación occidentales han recauchutado los antiguos moldes de construcción del otro, en un rapidísimo pasaje del entusiasmo sin fundamento a una decepción y pesimismo igualmente infundamentados: «de la primavera árabe al invierno islamista», se escribe en una frase ya consagrada. El problema es que este nuevo cliché generalizado ha calado también en un sector de la izquierda. Ello se debe en parte a que la izquierda europea y latinoamericana conoce poco y mal el mundo árabe y en parte también a que la intervención de la OTAN en Libia y la presencia «salafista» en Siria dificultan la comprensión de los movimientos populares. Pero en honor a la verdad hay que decir que no siempre se trata de ignorancia eurocéntrica o de dogmatismo «ideológico». Hay también analistas comprometidos, sensibles y bien intencionados, que recogen y transmiten desde lejos la voz de las izquierdas locales. Lo que ocurre es que no sólo Nidé Tunis, Al-Jumhuri o Al-Masar, exponentes de las élites laicas pro-occidentales, exportan clichés a Europa; también las izquierdas tunecinas, con las que los abajo firmantes se identifican y a las que apoyan, se dejan arrastrar a veces, bajo la presión de urgencias tácticas, por discursos simplificadores o demagógicos que reproducen los clichés del otro lado del mediterráneo.

En un país que aún no ha redactado su constitución, que mantiene intactos (o casi) los aparatos de policía y justicia y en el que sólo esta semana, quince meses después de las elecciones, se ha presentado ante la Constituyente el proyecto de ley para la Justicia Transicional, es muy difícil saber quién tiene realmente el poder. Lo que sí podemos decir es que, no obstante algunos inquietantes retrocesos, hay un debate político y una libertad de expresión mucho mayor, y a veces mucho más irresponsable, que en España, Italia o Francia. Por desgracia este debate y esta libertad de expresión, a lo largo de los dos últimos años, se han ido cerrando en torno a un conflicto puramente partidista y, si se quiere, electoralista. El resultado es que, sobre un horizonte de inestabilidad institucional, económica y social crecientes, se desarrolla una especie de teatral pugna «democrática» que, con la izquierda de momento en un segundo plano, ha determinado ya la existencia de un bipartidismo virtual: neoliberalismo islámico contra neoliberalismo laico (con Nidé Tunis como catalizador). Toda la complejidad de la situación, y todas las fricciones entre bastidores, se simplifican en esta escenografía de un conflicto binario gobierno-oposición. Mientras Nahda trata de aferrarse a un poder que todavía no tiene, la oposición trata de derribarlo por cualquier medio. Uno de estos medios es, obviamente, la intoxicación informativa y la demagogia mediática, orientadas a alimentar la ilusión -entre las clases medias urbanas- de que en Túnez hay una «dictadura islámica», una dictadura «peor que la de Ben Alí», una dictadura que controlaría todos los resortes del poder -securitarios y jurídicos- para arrebatar a las mujeres las conquistas del bourguibismo, imponer el velo, prohibir el alcohol, perseguir a los artistas y proteger a violadores y salafistas. Estas campañas, desencadenadas siempre a partir de un hecho aislado o de un dato parcialmente cierto y que reproducen la propaganda legitimadora del régimen de Ben Ali, dificultan la «normalización política», ocultan la complejidad de las relaciones de poder y desplazan la atención lejos de los verdaderos problemas de los sectores revolucionarios, que siguen siendo el pan, el trabajo y la dignidad. Lejos también de los verdaderos pecados de Nahda, que no tienen que ver -o muy poco- con el fanatismo religioso sino con el fanatismo de mercado, la sumisión a los intereses económicos europeos y su modelo de desarrollo social. En este marco de confrontación que deja muy poco margen de maniobra, las izquierdas tunecinas sucumben a veces, desafortunadamente, a la tentación de alianzas contra-natura o de discursos también sumarios y alarmistas.

La falsa historia de los dos jóvenes juzgados y condenados por besarse es, en este sentido, paradigmática. ¿Qué tiene que pasar para que tanta gente la creyera cierta y eso hasta el punto de que, desmentida el día 12 de enero (http://www.assabah.com.tn/ y http://www.edito.tn/lhistoire-du-baiser-etait-inventee/), aún hoy muchos siguen convencidos de que realmente ocurrió? Para que una historia así sea verosímil tiene que haber, obviamente, un partido religioso que podría desear perseguir los besos públicos y una ley pre-revolucionaria que los prohibe de hecho; pero tiene que haber, sobre todo, mucha gente deseando creer que es cierta y algunas fuerzas políticas interesadas en hacer creer que lo es. Cuando se dan todos estos elementos, en un contexto de aguda y a menudo sucia confrontación, la obligación de la prensa tunecina e internacional, sobre todo de la prensa de izquierdas, es verificar la noticia antes de difundirla y de sacar conclusiones políticamente efectivas (pues introducen efectos). Entre otras razones porque no está claro que la desestabilización de este gobierno -y más si se hace por cualquier medio, como en el pasado- favorezca a las izquierdas y menos aún al frágil proceso de democratización en curso.

La revolución no la hizo Nahda. Tampoco los partidos de izquierda. La emocionante sorpresa del levantamiento popular no puede hacernos olvidar que no había ni hay condiciones en Túnez para una revolución socialista o para una transformación inmediata de su estructura económica. Alcanzar ese objetivo depende del trabajo político y de la conciencia e implicación crecientes de la población. Pero para garantizar el trabajo político y la adquisición de conciencia es necesario consolidar de entrada un marco institucional democrático que impida el retorno a la dictadura. Es necesario, pues, asegurar la normalización política que esa dictadura impidió durante cinco décadas.

Lo que los abajo firmantes pretendíamos con nuestro anterior artículo (1) no era, desde luego, ofender a nadie ni abrir una polémica ad hominem estéril y dolorosa (2) sino recordar sencillamente que esa normalización política es inseparable -pues es, en parte, su consecuencia- de una «normalización periodística» que desde las izquierdas debemos promover y defender: desconfianza frente a los clichés, rigor informativo, búsqueda de la verdad, compromiso con las víctimas y, cuando nos equivoquemos, valor para rectificar. El debate sobre los medios -los de la acción y los de la expresión- es hoy, más que nunca, en Europa y en el mundo árabe, el debate decisivo.

Notas

(1) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=162496&titular=revoluciones-%E1rabes-y-clich%E9s

(2) http://nena-news.globalist.it/Detail_News_Display?ID=48459&typeb=0&Loid=200&Tunisia-risposta-alle-accuse-di-falsita

Versión italiana: http://www.liberazione.it/rubrica-file/Tunisia–per-un-dibattito-a-sinistra-sui-mezzi-d-informazione.htm

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