El décimo aniversario de la edición de Le Monde diplomatique en España me impulsa a rememorar una década en los medios de comunicación en España, una mirada atrás, a fechas fijas, que no suele realizarse, salvo en estas efemérides o, con excesivo retraso, en los textos históricos. Pero que sería un buen ejercicio periodístico, no […]
El décimo aniversario de la edición de Le Monde diplomatique en España me impulsa a rememorar una década en los medios de comunicación en España, una mirada atrás, a fechas fijas, que no suele realizarse, salvo en estas efemérides o, con excesivo retraso, en los textos históricos. Pero que sería un buen ejercicio periodístico, no ya para realizar el balance de los cambios trazados sino, sobre todo, para iluminar el porvenir a través de sus consecuencias.
La primera idea de síntesis es, ciertamente, que no ha sido una buena época para el pluralismo en la comunicación masiva española, condición sine qua non de una democracia española activa. La segunda, compatible en términos dinámicos, es que partimos de la frustración de las esperanzas, en la primera mitad de los años noventa, de la democratización de nuestro espacio público para, -atravesando un oscuro período de degradación y manipulación mediática-, arribar a otra etapa de ilusiones probabilistas. Muchos de los acontecimientos que jalonan esos períodos tuvieron eco cumplido en las páginas de Le Monde diplomatique, con la firma de quienes colaboramos desde los primeros números en su edición española, entre ellos los artículos de ese admirable observador crítico que fue Manuel Vázquez Montalbán, tan generoso en sus colaboraciones gratuitas como en su participación en los Consejos de Redacción, y cuya trayectoria humanista le autorizaba a echar miradas certeras sobre los derroteros empobrecedores de la comunicación y la cultura en nuestro país. Complementariamente, los textos franceses de esta revista nos traían también el eco de unos debates públicos sobre la comunicación masiva que la sociedad civil española no ha podido desgraciadamente mantener fuera de círculos muy minoritarios.
1995: El agotamiento de la primera etapa socialista
Como escribí muchas veces durante los Gobiernos presididos por Felipe González, este primer período de los socialistas en el Ejecutivo, ya casi consumido en 1995, acumuló un profundo desencanto sobre las esperanzas depositadas inicialmente de reforma democrática en los medios de comunicación públicos y privados. Y mostró en ese campo, como en el de la cultura, una seria incoherencia construida a golpe de medidas puntuales, ya estatalistas ya neoliberales, pero siempre de naturaleza coyunturalista para el poder. Nada nuevo respecto a los Gobiernos de UCD, pero durante mucho más tiempo, con más leyes, y como escaparate de la incapacidad de la izquierda española para pensar las relaciones de los medios con el poder y de ambos con la participación democrática.
En el haber estatalista, que no público, de aquel período, basta pensar en la gestión de una RTVE arrojada a la total financiación publicitaria (desde 1983, por Miguel Boyer) que abriría la vía del endeudamiento sistemático (desde 1991) mientras afianzaba su desarme ante la manipulación partidista; O la ley del Tercer Canal, que amparó a las televisiones autonómicas, para intentar saturarlas de prohibiciones pero sin articulación alguna del servicio público; O aquella ingenua consigna que pretendió consagrar un canal privado de televisión de izquierdas, que anidó al parecer nada menos que en el control de Berlusconi, con la ONCE como compañero de viaje; Más claramente aún en una Agencia EFE que, a falta de cumplir la Constitución con una ley específica que garantizara su autonomía (exigida en el período de UCD por el PSOE), se dotó de un estatuto de sociedad anónima que consagraba a los ministerios como su junta única de accionistas.
La trayectoria neoliberal fue más nutrida, comenzando con la subasta de los diarios estatales que inició la concentración sectorial y multimedia en España, o con los repartos clientelares de emisoras de FM, o con la supresión de las ayudas a la prensa que perjudicó sobre todo a los diarios independientes, aunque hasta entonces los más beneficiados fueran las cadenas y los grandes diarios.
Así que a finales de 1995, ya «anunciada» la caída del mandato socialista, pocos nos hicimos muchas ilusiones con el dudoso impulso que vino de las leyes de televisión por cable y local, -dos fenómenos largamente expandidos previamente de forma espontánea-, que además nunca serían realmente aplicadas. Dos soportes-medios que no han cesado de frustrar desde entonces sus promesas de comunicación de proximidad en pro de una mercantilización intensiva y de grandes juegos de poder.
1996-2004: La densidad intervencionista de una partido ultraliberal
Tal incoherencia e inconsecuencia no puede ciertamente ser predicada de las políticas de comunicación de los Gobiernos del PP, a no ser por su paradójica contradicción entre un discurso vehemente de mercado y una práctica intervencionista sistemática, sobre medios públicos y privados, que sólo encontraba acomodo en el favorecimiento ostentoso de algunos grupos afines.
En cuanto a los medios públicos, RTVE multiplicó por cinco veces su endeudamiento mientras sistematizaba simultáneamente su comercialización y perfeccionaba su manipulación gubernamental a extremos límite. De la misma forma, la Agencia EFE mantuvo su naturaleza falsamente privada, inmune a todo control democrático (reclamado en la etapa anterior por el PP) y protagonizó, pese a la menor visibilidad pública de un medio orientado a los medios, manipulaciones comparables, culminadas también entre el 11 y el 14-M. Por su parte, algunas cadenas televisivas autonómicas controladas por los Gobiernos regionales de ese partido llevaron el virtuosismo hasta la compatibilidad entre esa gubernamentalización a ultranza y proyectos privatizadores sólo paralizados en última instancia, pese a una legislación prohibitiva, por los tribunales.
En las páginas de Le Monde diplomatique constan muchos de los episodios que ilustraron este período, aparentes aventuras ocasionales pero encadenadas en los ocho años, como el procesamiento del grupo Prisa o la «ley del fútbol», cuya dramatización e inutilidad resultan hoy patéticas. Pero también se registran esfuerzos de efectos más prolongados como la transformación de las privatizaciones masivas del sector público en armas de control partidista inmediato de los medios de comunicación privados (Retevisión, Telefónica…), que subordinaban el mercado al Estado en la peor acepción posible de este último.
El balance completo de estos años está aún por hacer. Pero en él deberán ocupar también un papel de honor las concesiones clientelistas de radio y televisión digital, realizadas para mejor beneficio de los grupos amigos, aunque en alguna ocasión estos regalos comenzaran a ocasionar su ruina (Quiero TV) o provocaran el subdesarrollo de las ondas digitales hasta hoy.
En fin, si la etapa socialista inicial pasará a la historia como el comienzo de la concentración empresarial en la comunicación, con el impulso del Estado, la del PP se consagrará como el período propiciado de centralización cruzada o multimedia sobre casi todos los sectores productivos de la cultura y la comunicación. Una arquitectura, con su corolario de alianzas internacionales y de debilidades productivas (el cine, la música…) que no resultan ajenos al empobrecimiento de la esfera pública española de nuestros días, y no sólo en el espacio político sino también en el ámbito cultural y su diversidad.
2005: Ilusiones matizadas pero aún vivas
Y llegamos al final de este período, en un tiempo todavía insuficiente para juzgar, conscientes de las frustraciones históricas, pero con las convicciones y principios indispensables para mantener las ilusiones posibles y deseables en medio de un panorama de luces y sombras.
Esperanzas modestas pero nada despreciables, como la reforma democrática de RTVE que consagraría, después de 28 años de Constitución, una auténtica radiotelevisión pública autónoma y plural para la sociedad española. Y que daría la señal para una paulatina regeneración de los canales autonómicos, todos ellos aquejados de gubernamentalización y enfermos de modelos financieros insostenibles, algunos dotados de mayores controles ciudadanos pero insuficientes, otros, de entre los más recientes especialmente, nacidos ya como carcasas vacías,»externalizadas en sus responsabilidades públicas, salvo en lo que respecta a sus directivos militantes y sus informativos manipulados. En camino también esperamos una ley de la Agencia EFE que garantice por fin su pluralismo y su autonomía informativa, y financie sólidamente su función indispensable de servicio público. Y, sobre todo, un Consejo Audiovisual, reclamado unánimemente desde 1994-95, capaz de organizar el conjunto de un sector armónico, de equilibrio público y privado, al servicio del interés mayoritario de la sociedad.
Con la «sabiduría prudente» (sagesse) que proporciona la experiencia histórica, tales ilusiones no están ciertamente exentas de matices, interrogantes y riesgos. Como las visiones economicistas de algunos responsables ministeriales (ayer Boyer y Solchaga, hoy Solbes y Fernández Ordóñez), que predican el ahorro a fortiori por encima del sentido del Estado, o proclaman el «sobredimensionamiento» del servicio público con extraña clarividencia previa a toda aplicación o siquiera estudio del nuevo modelo y de sus funciones y necesidades.
Más consumados y verificados están los cambios inducidos por ciertas administraciones públicas, que están aprovechando la nueva regulación y la distribución de frecuencias digitales para cortocircuitar el futuro del servicio público y de todo espacio local y no lucrativo, a favor del chalaneo con cadenas políticamente cercanas.
Vuelven también viejos cantos de sirena, siempre envueltos en la bandera de la libertad de expresión: grupos depredadores que ofrecen remediar las enfermedades de los medios públicos con cirugías de hierro que permitan adjudicarse a su favor los trozos del enfermo; profetas que prometen el ensanchamiento automático de la diversidad por la mera proliferación de canales y redes digitales, sin reglas ni compromiso alguno, e incluso promesas de equilibrio ideológico mientras planean grupos de harto dudosa historia democrática internacional como Cisneros, Murdoch o Televisa, que llevan años pretendiendo entrar en el mercado español.
El otro gran debate, el del estatuto de la profesión periodística encuentra los mismos escollos que la polémica de la telebasura y la necesidad de proteger a los usuarios, con poderosas voces neoliberales que predican la autorregulación, demostradamente inútil cuando no hay regulación ni autoridades independientes que la apliquen para fomentar paulatinamente una cultura de autocontrol. Pero las voces que critican el proyecto de ley actual no disienten en las fórmulas concretas de un consenso largamente trabajado por las organizaciones de periodistas, sino en la simple existencia de la regulación en un país en donde la profesión de informador, ampliamente sumergido en el subempleo y el trabajo precario, se encuentra en una de las mayores indefensiones de toda Europa. El remedio prescrito así contra las peores derivaciones del mercado es más poder al mercado y a los grandes grupos.
Tiempos pues agridulces, pero que mantienen ilusiones vivas. Y que requieren en todo caso de espacios de observación y control, como los que se están generando en muchos países, sobre el entero sistema de comunicación y cultura; Y de publicaciones independientes, no condicionadas por el poder político o económico, capaces de formar lectores, espectadores críticos sobre la propia comunicación masiva. La década mantenida por la edición de Le Monde diplomatique en España es así un mensaje de aliento que espero se prolongue y amplíe durante muchos próximos años.