Traducido para Rebelión por L.B.
El hito ensayístico de Edward S. Herman titulado La banalidad del Mal nunca pareció más oportuno. «Para perpetrar actos terribles de forma organizada y sistemática es necesaria la ‘normalización’, escribió Herman. «Existe usualmente una división del trabajo para ejecutar y racionalizar lo impensable: un grupo de individuos lleva a cabo la brutalización y el asesinato… y otros trabajan en mejorar la tecnología (un horno crematorio más eficiente, un tipo de napalm que arda durante más tiempo y sea más adhesivo, fragmentos de bomba que penetran en la carne siguiendo trayectorias de difícil trazado). Es la tarea de los expertos y de los medios de comunicación mayoritarios normalizar lo impensable para el público general».
En el programa Today de la emisora Radio 4 (6 de noviembre), un reportero de la BBC que transmitía desde Bagdad describía el inminente ataque contra la ciudad de Faluya como «peligroso» y «muy peligroso» para los estadounidenses. Al ser preguntado sobre la población civil el reportero respondió tranquilizadoramente que los marines estadounidenses estaban «haciendo sonar la megafonía» y conminando a la gente a salir. Omitió decir que decenas de miles de personas iban a quedar atrapadas en la ciudad. Mencionó de pasada el «intensísimo bombardeo» de la ciudad, pero en ningún momento sugirió lo que eso significa para la población sobre la que se lanzan las bombas.
Por lo que respecta a los defensores de la ciudad, aquellos irakíes que resisten en una ciudad que desafió heroicamente a Sadam Husein eran simplemente «los insurgentes emboscados en la ciudad», como si constituyeran un cuerpo extraño, una forma inferior de vida destinada a ser «expurgada» (The Guardian), una presa adecuada para «atraparratas», que es la palabra que, según informó otro reportero de la BBC, emplean los soldados británicos del Black Watch (1). Según un alto oficial británico, los estadounidenses ven a los irakíes como untermenschen, el término utilizado por Hitler en su Mein Kampf para describir a judíos, gitanos y eslavos como subhumanos. Así es como el ejército nazi plantó sitio a las ciudades rusas, masacrando por igual a combatientes y a civiles.
Ése es el racismo que hace falta para normalizar crímenes coloniales como el ataque contra Faluya, uniendo nuestra imaginación al «otro». El eje central de las informaciones [que se difunden en los medios occidentales] es que los «insurgentes» están dirigidos por siniestros extranjeros del tipo de los que decapitan a la gente: por ejemplo, por Musab al-Zarkawi, un jordano al que se atribuye ser el «máximo representante» de Al-Kaeda en Irak. Eso es lo que dicen los estadounidenses; ésa es también la última mentira de Blair al Parlamento. Cuéntese las veces que se va repitiendo como cháchara de loro a las cámaras y a nosotros. No se advierte la ironía del hecho de que los extranjeros que hay en Irak son en su abrumadora mayoría estadounidenses y que, según todos los indicios, los irakíes los odian. Estos indicios provienen de organizaciones de prospección aparentemente fiables, una de las cuales calcula que de los cerca de 2.700 ataques llevados a cabo mensualmente por la resistencia, sólo seis son atribuibles al infame al-Zarkawi.
En una carta enviada el 14 de octubre a Kofi Annan, el Consejo de la Shura de Faluya, responsable de la administración de la ciudad, manifestaba lo siguiente: «En Faluya [los estadounidenses] han creado un nuevo objetivo difuso: al-Zarkawi. Ya ha pasado casi un año desde que se inventaron este nuevo pretexto y cada vez que destruyen casas, mezquitas, restaurantes y asesinan niños y mujeres, dicen: `Hemos lanzado una exitosa operación contra al Zarkawi‘. El pueblo de Faluya le garantiza a usted que tal persona, caso de que exista, no se halla en Faluya… y que no mantenemos ningún vínculo con ningún grupo que apoye semejante conducta inhumana. Apelamos a usted para que inste a la ONU [a que impida] la nueva masacre que los estadounidenses y el gobierno títere planean perpetrar en breve en Faluya al igual que en otros lugares del país». Ni una sola palabra de todo esto halló un hueco en los principales medios de comunicación de Gran Bretaña y de los USA.
«¿Qué impacto necesitan experimentar para salir de su desconcertante silencio?», se preguntaba el autor teatral Ronan Bennett el mes de abril después de que los marines estadounidenses, en un acto de venganza colectiva por la muerte de cuatro mercenarios estadounidenses, mataran a más de 600 personas en Faluya, una cifra que nunca fue disputada. Entonces, igual que ahora, los estadounidenses descargaron sobre miserables barriadas la feroz potencia de fuego de aviones artillados AC-130, de cazabombarderos F-16 y de bombas de 250 kilos. Incineran niños y sus francotiradores se jactan cuando matan a alguien, como hacían los francotiradores de Sarajevo.
Benett se refería a la legión de silenciosos laboristas que se sientan en los escaños de la oposición –salvadas algunas honrosas excepciones– y a jóvenes ministros lobotomizados (¿recuerdan a Chris Mullin?). Podría haber añadido también a esos periodistas que tensan hasta el último tendón para defender a «nuestro» bando y que normalizan lo impensable sin pararse a señalar la evidente inmoralidad y criminalidad de la empresa. Por supuesto, sentirse impactado por «nuestras» acciones es peligroso, pues puede conducirnos a una comprensión más amplia de la razón por la cual nosotros estamos ahí en absoluto, así como del dolor que nosotros estamos llevando no solamente a Irak sino a muchos lugares del mundo. En definitiva, puede alumbrar la comprensión de que el terrorismo de Al Kaeda es una minucia comparado con nuestro terrorismo. No hay nada de ilegal en este encubrimiento. Está ocurriendo a la luz del día. El ejemplo reciente más impresionante se produjo después de que el pasado 29 de octubre la prestigiosa publicación científica Lancet publicara un estudio que arrojaba una cifra aproximada de 100.000 irakíes muertos como consecuencia de la invasión anglo-estadounidense. Según Lancet, el 85% de las muertes han sido causadas por acciones de estadounidenses y británicos, y el 95% de esos muertos han perecido víctima de ataques aéreos y fuego de artillería. La mayoría de las víctimas son mujeres y niños.
Los editores del excelente MediaLens observaron la prisa, o mejor dicho, la estampida que se produjo para ahogar esta estremecedora noticia bajo un manto de «escepticismo» y silencio (mediaLens.org). Informaron que, a fecha del 2 de noviembre, el informe de Lancet había sido ignorado ya por el Observer, el Telegraph, el Sunday Telegraph, el Financial Times, el Star, el Sun y por muchos otros medios. La BBC dio cuenta del informe encuadrándolo en un contexto de «dudas» gubernamentales y Channel 4 News emitió una crítica feroz basada en instrucciones de Downing Street. Con una sola excepción, nadie pidió a ninguno de los científicos que confeccionaron este informe rigurosamente contrastado por sus colegas que defendiera su trabajo hasta diez días más tarde, cuando el Observer, favorable a la guerra, publicó una entrevista con el editor de Lancet, sesgada de tal forma que daba la impresión de que el editor estaba «respondiendo a sus críticos». David Edwards, editor de Media Lens, pidió a los investigadores que respondieran a las críticas de los medios de comunicación. Los argumentos con los que las demolieron meticulosamente pueden ser leídos en el número de medialens.org del 2 de noviembre. Nada de todo esto apareció publicado en los medios de comunicación mayoritarios. Así, la impensable realidad de que nosotros nos habíamos dedicado a perpetrar tamaña carnicería fue suprimida -normalizada. Eso recuerda el modo como se suprimió la muerte de más de un millón de irakíes, incluyendo a medio millón de niños menores de cinco años, víctimas del embargo auspiciado por los británicos y estadounidenses.
Por contraste, en ningún momento los medios de comunicación han cuestionado la metodología empleada por el Special Tribune irakí para afirmar que existen 300.000 cadáveres de víctimas de Sadam Husein enterradas en fosas comunes. El Special Tribune, un producto del régimen colaboracionista de Bagdad, está dirigido por estadounidenses; los científicos respetables no quieren tener nada que ver con él. No se cuestiona lo que la BBC denomina «las primeras elecciones democráticas de Irak». No se informa de que los estadounidenses han asumido el control del proceso electoral mediante dos decretos emitidos en junio que autorizan a una «comisión electoral» a eliminar a los partidos que no sean del agrado de Washington. La revista Time ha revelado que la CIA está comprando a sus candidatos preferidos, método con el que la agencia ha amañado elecciones en todo el mundo. Cuando las elecciones se celebren -si se celebran- nos van a inundar de clichés hueros sobre la nobleza de las votaciones mientras que las marionetas de los USA estarán siendo elegidas «democráticamente».
El modelo de esta estrategia lo constituyó la «cobertura» de las elecciones presidenciales estadounidenses: una tempestad de tópicos destinados a normalizar lo impensable, es decir, que lo que ocurrió el 2 de noviembre no fue un ejercicio de democracia. Con una sola excepción, ninguno de los expertos transportados en avión desde Londres describió el circo de Bush y Kerry como una martingala controlada por menos del 1% de la población, los ultra-ricos y poderosos, que controlan y gestionan una economía de guerra permanente. El hecho de que los perdedores no fueron solamente los demócratas, sino la vasta mayoría de estadounidenses, independientemente de a quién hubieran votado, era algo inmencionable.
Nadie informó de que John Kerry, al contraponer la «guerra contra el terror» a la desastrosa invasión de Irak de Bush, se estaba limitando a explotar la desconfianza del público con respecto a la invasión de Irak para recabar apoyos en favor del dominio estadounidense del mundo. «No estoy hablando de salir de Irak», dijo Kerry. «¡Estoy hablando de ganar!». A su manera, tanto Bush como Kerry modificaron la agenda para llevarla a posiciones más derechistas, de forma que millones de demócratas opuestos a la guerra pudieran ser persuadidos de que los USA tenían «la responsabilidad de acabar el trabajo empezado» a fin de evitar el «caos». El tema de la campaña electoral no fue ni Bush ni Kerry, sino una economía de guerra orientada hacia la conquista exterior y hacia la división económica interior. El silencio sobre esta cuestión fue universal, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña.
Bush ganó las elecciones atizando con más habilidad que Kerry el miedo a una amenaza imprecisa. ¿Cómo fue capaz de normalizar esa paranoia? Echemos un vistazo al pasado más reciente. Después del final de la guerra fría la elite estadounidense -tanto republicana como demócrata– estaba teniendo muchas dificultades para convencer al público de que los miles de millones de dólares gastados en la economía de guerra no debían ser desviados a «inversiones de paz». Una mayoría de estadounidenses se negó a creer que seguía habiendo una «amenaza» tan poderosa como la amenaza comunista. Esto no fue óbice para que Bill Clinton presentara ante el Congreso el mayor presupuesto de «defensa» de la historia en apoyo de la estrategia del Pentágono denominada «dominio de espectro completo». El 11 de septiembre del 2001 se encontró un nombre para designar la nueva amenaza: Islam.
En un reciente viaje a Filadelfia vi que el informe Kean del Congreso sobre el 11 de septiembre estaba en venta en las estanterías de las librerías. «¿Cuántos ejemplares vende?», pregunté. «Uno o dos», fue la respuesta. «Pronto lo retiraremos». Sin embargo, este modesto libro de tapas azules es una auténtica revelación. Como el informe Butter, que reunía toda la evidencia incriminatoria sobre la forma como Blair maquilló la información de los servicios de inteligencia antes de la invasión de Irak y que luego ponía los necesarios paños calientes para acabar afirmando que nadie era responsable, igualmente la Comisión Kean deja prístinamente claro qué es lo que ocurrió para, acto seguido, abstenerse de extraer las conclusiones evidentes. Se trata de un acto supremo de normalización de lo impensable. Nada sorprendente, en vista del carácter explosivo de las conclusiones.
El testimonio más importante recogido por la Comisión lo constituyen las declaraciones del General Ralph Eberhart, jefe del Comando de Defensa Aeroespacial de Norteamérica (NORAD). «Cazas a reacción de la fuerza aérea podrían haber interceptado los aviones de pasajeros que volaban hacia las Torres Gemelas y el Pentágono», declaró, «si los controladores aéreos hubieran solicitado ayuda solamente 13 minutos antes… Habríamos sido capaces de derribar los tres… los cuatro».
¿Por qué no sucedió así?
El informe Kean deja claro que «el 9 de septiembre la defensa del espacio aéreo de los USA no se realizó siguiendo los protocolos y ejercicios habituales…
En caso de secuestro aéreo confirmado las reglas del procedimiento establecían que el coordinador de secuestros que se hallara de servicio debía ponerse en contacto con el Centro de Mando Militar Nacional del Pentágono (CMMNP)… El CMMNP debía entonces solicitar la aprobación de la oficina del Secretario de Defensa para proporcionar asistencia militar…» . Sólo que nada de eso se hizo. El viceadministrador de la Autoridad Federal de Aviación dijo a la Comisión que no había ninguna razón para que el procedimiento no fuera aplicado aquella mañana. «En mis 30 años de experiencia…» declaró Monte Belger, «el CMMNP siempre se ha mantenido conectado y a la escucha de todas las incidencias en tiempo real… Puedo decirle que he vivido docenas de secuestros… y en todos los casos siempre estaban escuchándolos junto con el resto de la gente». Pero esta vez no lo hicieron. El informe Kean dice que nunca se informó al CMMNP. ¿Por qué? Una vez más, se dijo a la Comisión que fallaron de forma excepcional todas las líneas de comunicación con el escalón militar supremo. El secretario de defensa Donald Rumsfeld estaba ilocalizable; y cuando finalmente habló con Bush hora y media más tarde, se trató, según el informe Kean, de «una corta llamada en la que no se habló del tema de la autorización para derribar los aparatos». Como resultado de ello, los comandantes del NORAD «permanecieron en la oscuridad sin saber qué debían hacer».
El informe revela que el único segmento de un sistema de comando hasta entonces infalible que funcionó correctamente fue el situado en la Casa Blanca, donde el vicepresidente Cheney se hallaba al mando aquel día, en estrecho contacto con el CMMNP. ¿Por qué no hizo nada respecto a los dos primeros aviones secuestrados? ¿Por qué el CMMNP, el enlace vital, quedó inutilizado por primera vez en toda su existencia? Kean rechaza de forma ostentosa plantear estas cuestiones. Por supuesto, pudo haberse debido a una extraordinaria serie de coincidencias. O tal vez no. En julio del 2001 un informe de alto secreto preparado para Bush decía lo siguiente: «Creemos [la CIA y el FBI] que en las próximas semanas OBL [Osama Ben Laden] va a lanzar un gran ataque terrorista contra intereses de los USA y/o de Israel. El ataque será espectacular y estará diseñado para causar daños masivos contra instalaciones o intereses estadounidenses. Los preparativos para el ataque se han realizado ya. El ataque se producirá sin previo aviso o con un aviso mínimo».
La tarde del 11 de septiembre Donald Rumsfeld, tras fracasar en su tarea de actuar contra quienes acababan de atacar a los USA, ordenó a sus colaboradores que pusieran en marcha un ataque contra Irak, a pesar de que no existía ninguna evidencia que incriminara a ese país.
Dieciocho meses más tarde se produjo la invasión de Irak sin mediar provocación y basándose en mentiras que ahora están documentadas. Este crimen de proporciones épicas constituye el mayor escándalo político de nuestro tiempo, el último capítulo de la larga historia del siglo XX de las conquistas occidentales de otros países y de sus recursos. Si permitimos que este acto se normalice, si nos negamos a inquirir y a investigar las agendas ocultas y las secretas estructuras de poder ajenas a todo escrutinio que se hallan insertas en el corazón de los gobiernos «democráticos», y si permitimos que la gente de Faluya sea aplastada en nuestro nombre, condenaremos nuestra democracia y nuestra humanidad.
John Pilger es profesor invitado en la Universidad de Cornell, Nueva York. Su último libro, No me cuentes mentiras: el periodismo de investigación y sus victorias, ha sido publicado en Gran Bretaña por Random House.
(1) Nombre del regimiento escocés de infantería del ejército británico de invasión desplegado en Irak. (N. del T.)