Dos acontecimientos importantes y trágicos ocurridos en 2004 plantearon fuertes interrogantes sobre las prácticas del fotoperiodismo, y demostraron que ya nada será como antes. Le ocurre a la fotografía, con la irrupción de las imágenes digitales captadas por aficionados, lo que le ocurrió a la pintura, en el siglo XIX, con la irrupción de la […]
Dos acontecimientos importantes y trágicos ocurridos en 2004 plantearon fuertes interrogantes sobre las prácticas del fotoperiodismo, y demostraron que ya nada será como antes. Le ocurre a la fotografía, con la irrupción de las imágenes digitales captadas por aficionados, lo que le ocurrió a la pintura, en el siglo XIX, con la irrupción de la fotografía.
Los documentos que atestiguan las torturas en la prisión de Abu Ghraib en Irak, así como las imágenes que muestran la potencia devastadora del tsunami en el Océano Índico, se han alternado ampliamente en los medios de comunicación, tanto en la televisión como en la prensa escrita. Dieron la vuelta al mundo con una rapidez pasmosa, lo que resulta perfectamente legítimo teniendo en cuenta la amplitud, y hasta la desmesura de los hechos atestiguados. Al mismo tiempo, esas imágenes probablemente le han puesto fecha al fin de la época del fotoperiodismo de testimonio documental o, por lo menos, marcan un cambio de etapa.
Tanto en un caso como en otro, lo que las caracteriza es que fueron registradas por aficionados y difundidas gracias a la tecnología digital. El hecho de que no profesionales hayan podido dar así testimonio de hechos históricos no constituye, en sí mismo, una novedad en la historia de la fotografía (1). En cambio, son radicalmente nuevas la transmisión y la difusión inmediatas de esas imágenes y, en consecuencia, su poder de impacto sobre la opinión pública.
Aunque la publicación de las imágenes de tortura en Irak no haya modificado finalmente el resultado de la elección presidencial estadounidense, significó un golpe temible -y duradero (en los países musulmanes y muy particularmente en Medio Oriente)- a la postura de la «mayor potencia del mundo». Resulta difícil, después de haber visto esas escenas, continuar considerando a los Estados Unidos de George W. Bush como el lugar privilegiado de la democracia. ¿Cómo admitir que, para convertir a los iraquíes al respeto de los derechos humanos, sea necesario infligirles humillaciones sexuales dignas de malas remakes de porno-sado-masoquistas aficionados, en las cuales hombres desnudos son llevados atados, aterrorizados por perros y exhibidos como trofeos de caza por carceleros que posaban ante su presa?
¿Es posible comparar esas odiosas imágenes de Abu Ghraib con las que ilustran la violencia destructora de la ola gigante que se llevó más de trescientos mil personas, en su mayoría pescadores pobres e inmigrantes del interior, que habían huido de sus arrozales para tratar de aprovechar, en las playas y en las orillas del mar, el maná del turismo occidental?.
Sí, porque desde el punto de vista de la imagen, se trata absolutamente de lo mismo. En estos casos, sólo el documento, cualquiera sea su autor, basta para atestiguar y legitimar un acontecimiento, mientras una tradición secular otorgaba sólo a los periodistas profesionales el privilegio de entregar una verdad testimonial de los hechos.
Por otra parte, resulta significativo que -para tomar sólo un ejemplo francés, pero que también se encuentra en la mayoría de los países ricos- la revista Paris Match inmediatamente haya dedicado su tapa y un dossier de 24 páginas al hundimiento de las costas del Sudeste Asiático por el tsunami. Pero, a fin de cuentas, el semanario no pudo sorprendernos más de lo que ya lo había hecho la televisión, que se relamía cotidianamente por haber recibido nuevos «documentos de aficionados»; impresionantes, hay que reconocer.
Hagamos un esfuerzo para olvidar el carácter insoportable de la preocupación prioritaria manifestada hacia los extranjeros (los turistas) y de la «relativización» de hecho de las víctimas «locales» (por lo menos cien veces más numerosas). Nos vemos obligados a inclinarnos hacia lo que nos fue dado ver. Y hacia su naturaleza.
La tapa de Paris Match es, en este sentido, característica: se trata de la reproducción de una imagen digital ( ¿de captura directa o por video?), que visualiza (todo es relativo y el azul verdoso sigue siendo idílico) la enorme ola que barrería la región. Se supone que la imagen así publicada representa (como antes la fotografía) una «verdad objetiva», ya que es visualmente accesible a través de tecnologías que no hacen más que «registrar» el acontecimiento. Pero la novedad se debe sobre todo a la presencia, evidente, de esos pixeles que, desde hace cuatro o cinco años, se han ganado un espacio en todos los ámbitos de la actualidad.
En este caso, se trata simplemente de la naturaleza de la imagen original, digital y aficionada. De manera indirecta, juega con los múltiples usos del «pixelado» (2) digital que, por razones tan diversas como el «derecho a la imagen» o moralismos desubicados, censuran regularmente las imágenes publicadas por la prensa. Observemos, al pasar, que el «pixelado» de los anos y órganos genitales de las víctimas de Abu Ghraib no hizo más que atraer la mirada sobre esas partes disimuladas.
La presencia visible del pixel en la prensa, no es más que la ratificación, o a lo sumo la materialización de un estado de la imagen hoy en día. Un estado que ya no tiene que ver con la tradición de la fotografía, sino con una más nueva, la de una codificación digital de lo real dentro de los límites de un marco, con las consecuencias visuales, técnicas e interpretativas que de eso se desprenden. Nuestra relación entre lo real y su imagen ha cambiado, porque lo que antes se reservaba a una «elite», ahora es accesible a todos. Todos somos testigos, todos somos productores de imágenes de los hechos. Simplemente debemos tenerlo en cuenta.
Pero lo que ha cambiado radical y definitivamente con los episodios de Abu Ghraib y del desastre del Océano Índico son la situación y la legitimidad del productor de imágenes documentales de referencia. Armados con una cámara digital de video o de fotos, o un teléfono portátil con la tecnología de imagen fija o móvil, cualquiera está ahora en condiciones de producir y difundir por internet los documentos que ha registrado o captado. Se terminó el poder absoluto -incluso la arrogancia- de los profesionales. Cualquiera puede realizar, transmitir, hacer ver y conocer lo que ha pasado, lo que ha sobrevenido. Lo que implica a priori que ya ningún acontecimiento escapará a ser reflejado en imágenes.
Esta nueva realidad afecta fuertemente tanto a los reporteros fotográficos que desde hace un siglo deciden dedicar su vida a las crónicas de actualidad, como a los soportes que sustentaron su fondo de comercio en el hecho de publicarlas.
Si cualquiera puede producir (y ése es el caso) con su eficiente teléfono móvil documentos esenciales, ¿para qué sirven los profesionales? Si los soportes más poderosos están condenados, ante el poder disuasivo de la televisión que difunde inmediatamente los documentos, a buscar desesperadamente otras imágenes sin llegar a convencer, ¿qué les queda a los profesionales?
Competencia desleal
Les queda, o bien la vieja cantilena de los fotógrafos quejosos que denunciaban, hace ya veinte años, el crecimiento del poder de una televisión que les hacía una «competencia desleal» (negación de la historia), o bien generar propuestas que, finalmente, obedecen a reglas muy simples.
La suerte de lo que queda de la prensa impresa con fotografía está, todavía, en los fotógrafos. Aquellas y aquellos que deciden ir hacia la actualidad con puntos de vista propios, diferentes, visuales, imposibles para la televisión «urgida» por la preocupación de la inmediatez. Aquellas y aquellos que deciden investigar a largo plazo y revelar aspectos de nuestras sociedades que las grandes maquinarias de la televisión no pueden penetrar. Aquellas y aquellos que se deslizan en el territorio del acontecimiento y pasan desapercibidos para revelar, dar forma de una manera diferente, arañando y raspando allí donde sienten la necesidad, para llevarse la imagen en carne viva.
Nunca hubo una «edad de oro» entre la prensa y la fotografía, ni siquiera en los momentos en que, después de 1945 y antes de que la televisión se volviera hegemónica en materia de información, las páginas de los semanarios ilustrados narraban el mundo utilizando a los fotógrafos como intermediarios indispensables que exploraban el terreno y lo hacían compartir por representación.
Ahora, la cuestión es simple. Es indispensable que cada soporte, desde el más grande al más marginal, se replantee la cuestión de saber para qué -con qué sentido y desde qué punto de vista- publica imágenes. Puede tratarse de imágenes (eventualmente digitales), pero también de fotografías, incluso en blanco y negro, infografías, dibujos, reproducciones de pinturas… Todos estos documentos comunican información en grados diversos, y son más pertinentes en la medida en que se alejan de los estereotipos.
Por eso es necesario saber y decir que los documentos digitales que vinieron de Irak o de Aceh no son otra cosa que documentos. Y que existen fotógrafos que siguen asumiendo el riesgo de desarrollar y afirmar puntos de vista que constituyen una ruptura o un complemento, o que están al margen de la televisión y de internet. Afirmar que esas producciones originales son verdaderos desafíos para la supervivencia de las publicaciones impresas es no sólo un deber (negarlo o ignorarlo sería suicida), sino una necesidad para redefinir la función, que actualmente se esfuma, de las páginas publicadas cada día o cada semana y que no se comprometen con ningún punto de vista.
Sólo los autores-creadores pueden salvar de sus convenciones a una prensa escrita moribunda. Sólo los fotógrafos con determinación pueden aportarnos reflexión y duda. Es necesario, como cuando se creó la prensa ilustrada en los años 1920, volver a ponerlos en el centro del tema, para cuestionar las tecnologías contemporáneas e interrogar, de la misma manera que las de la fotografía, sus límites y su capacidad para hacer saltar los márgenes.
Y todavía falta saber, muy simplemente, que el hecho de aportar un documento que refleja los hechos no basta, porque ahora es el patrimonio de todos, de cada uno, y de cualquier aparato o teléfono. Queda por re definir la función de la imagen en la información. Hemos alcanzado un nuevo punto de bifurcación en la historia larga de la representación: por un lado, las imágenes inmediatas digitales; por otro, la fotografía de autor.
Con la irrupción de las imágenes digitales, le sucede ahora a la fotografía lo que le sucedió a la pintura, en el siglo XIX. Ahora le toca el turno a la fotografía de demostrar que los Cézanne, los Malevich y los Picasso de la fotografía están todavía por llegar. Y que sus imágenes serán más nuevas, más fuertes y más conmovedoras que nunca.
1 Véase, por ejemplo, L’Album de famille des Fran, Editions du ChParís, 2004.
2 Operación que consiste en hacer más borrosa o esfumada una parte de la imagen.
Christian Caujolle es Fundador y director de la agencia y de la galería VU, París.