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Pero, ¿alguien puede explicarme qué le ha hecho Hugo Chávez a «El País»?

Fuentes: Rebelión

Hugo Chávez ha vuelto a convertirse en los últimos días en el eje central de la sección internacional del periódico español «El País», en el protagonista de alguno de sus editoriales más furibundos e, incluso, el pasado día 8 de mayo y por alguna suerte de ósmosis incomprensible, en la cuestión final en la que […]

Hugo Chávez ha vuelto a convertirse en los últimos días en el eje central de la sección internacional del periódico español «El País», en el protagonista de alguno de sus editoriales más furibundos e, incluso, el pasado día 8 de mayo y por alguna suerte de ósmosis incomprensible, en la cuestión final en la que desemboca el artículo de opinión semanal de uno de sus colaboradores más relevantes, Javier Marías.

Esta nueva ofensiva de «El País» contra el Presidente Chávez -y remarco lo de Presidente porque, les guste a algunos o no, Chávez es Presidente de un estado soberano, elegido democráticamente y renovado en su cargo a mitad de su mandato a través de un proceso de referéndum revocatorio único en la historia de la democracia contemporánea- la justificaría, esencialmente, su reciente visita a Cuba aunque, en su caso y tratándose de «El País», pareciera que cualquier excusa es buena.

«Chávez se radicaliza»

A raíz de dicha visita, «El País» dedicó uno de sus editoriales del pasado sábado 30 de abril a comentar que el Presidente Chávez se estaba radicalizando en sus posturas y advertir de que se estaba alejando preocupantemente de los «patrones democráticos».

En ese editorial, «El País» se lamentaba, en primer lugar, de que Venezuela haya suspendido de forma unilateral el acuerdo de cooperación militar con Estados Unidos.

Parece ignorar que la mayor parte de los golpes de estado que derrocaron gobiernos con aspiraciones de reforma social durante la década de los setenta y ochenta en América Latina fueron promovidos por militares formados en ese programa en la vergonzosa Escuela de las Américas. Y que esos golpes de estado se produjeron porque las aspiraciones de mejora de las condiciones de vida que dichos gobernantes tenían para sus pueblos entraban en conflicto directo con los intereses de las transnacionales estadounidenses en la zona y, lo que consideraban aún como peor, podían convertirse en malos ejemplos para su entorno.

Todo ello por no citar lo que, a todas luces, parecería el argumento más evidente: la implicación de Estados Unidos en el golpe de estado de 2002 contra el propio Presidente Chávez.

Es sorprendente que el editorialista de «El País» no se asombre, precisamente, de que ese acuerdo haya seguido en vigor después del golpe del 2002. ¿O es que no se sorprendería si se descubriera que Estados Unidos tiene un programa de formación de físicos nucleares norcoreanos? Aunque, claro, visto lo visto, a nadie parece sorprenderle que Estados Unidos vendiera en su momento componentes para la producción de armas de destrucción masiva a Irak; luego lo bombardeara por haberlas destruido y, entre tanto, no dijera nada por haberlas utilizado contra Irán o los kurdos.

De ahí, el editorial salta a la cuestión del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), «el proyecto estadounidense de libre comercio latinoamericano». Nunca mejor definido porque el fallido acuerdo es, precisamente, la propuesta estadounidense de dominación imperial del resto del continente por la vía aparentemente inocua del libre comercio; mucho menos agresiva en su ropaje que la senda militar pero igualmente dañina para los intereses de esos pueblos.

En este caso, al Presidente Chávez se le acusa de «lapidar el atascado» proyecto junto a su homólogo Fidel Castro. Lo que se calla, por ejemplo, es que Lula, el «moderado presidente brasileño» (él sí es un Presidente para «El País» -debemos suponer que por «moderado»-, mientras que Chávez tan sólo es un «caudillo populista») confirmó hace un par de semanas que el gobierno de Brasil había sacado de su agenda política la negociación del ALCA, cancelándose todas las negociaciones bilaterales al respecto que mantenía con Estados Unidos. Y la razón, como el propio Lula afirma, es que hay que buscar un nuevo patrón de relaciones comerciales entre los países de América del Sur.

Pues bien, ese patrón alternativo, en tiempos de tanto pensamiento único, ha sido propuesto precisamente por el hombre al que se le acusa de «lapidar» un proyecto de colonización imperial y de trascender la mera retórica de las grandes palabras iniciando un proyecto diferente de relaciones comerciales entre los pueblos del Sur.

Castro y Chávez no hacen sino confirmar con los hechos lo que anuncian con las palabras. Y es que en ningún lado está escrito que no se puedan exportar médicos a cambio de petróleo a un precio preferencial; que no se puedan operar cataratas a personas sin recursos a cambio de alimentos; o que no se pueda pagar el petróleo venezolano con material quirúrgico argentino.

Estos hechos, porque de hechos hablamos, ponen de relieve la posibilidad de formas de comercio distintas, basadas en criterios de solidaridad que se anteponen a los meramente mercantiles.

Pero, sobre todo, ponen de relieve que no necesariamente todo el comercio internacional tiene que girar en torno a los productores, a los financieros o a los intermediarios estadounidenses y europeos.

Como bien decía el Presidente Chávez, del subdesarrollo o sale toda Latinoamérica o no sale ningún país. Y lo que parece claro es que con los mismos patrones comerciales que han condenado a esos países al subdesarrollo o con acuerdos librecambistas que han devastado al campesinado y a la pequeña industria de aquellos estados que los han implementado (basta remitirse a los efectos del TLCAN en México) difícilmente puede aspirarse a salir del subdesarrollo.

Finalmente, el editorial, que como pueden comprobar no tiene desperdicio, concluye con la cuestión del preocupante «recorte de las libertades en Venezuela» y se refiere a la Ley de Responsabilidad Social de Radio y Televisión como el mecanismo del gobierno venezolano para instaurar una «descarada censura».

Con ese comentario «El País» ignora que los medios de comunicación tienen una responsabilidad social sobre la que tanto se ha discutido recientemente en España y que ha dado lugar, por ejemplo, a la prohibición de determinado tipo de programas y contenidos en horarios infantiles por parte del gobierno socialista. ¿Se trata también de un «descarado» recorte de las libertades en nuestro país? ¿Debe primar la libertad de empresa -que es, en definitiva, lo que preocupa a «El País» porque, entre otras cosas pero, ante todo, es un grupo empresarial- sobre el derecho de los ciudadanos a recibir una información veraz? ¿Puede permitirse el uso de los medios de comunicación para instigar al pueblo a la violencia o que desde los mismos se cometan delitos de difamación y calumnia con total impunidad?

Quien haya conocido y padecido, aunque sólo sea como simple usuario, la realidad de los medios de comunicación en Venezuela bien sabe a qué me estoy refiriendo.

Pues bien, el gobierno venezolano, en el legítimo uso de su soberanía, ha decidido acabar con esa impunidad y tratar de que los medios de comunicación de aquel país se parezcan más a los de nuestras ejemplares democracias. Aunque quizás, o en algunos temas concretos, «El País» no sea la referencia a seguir.

La OEA y su principal problema político: Venezuela

Después de este editorial, silencio durante la semana y el pasado domingo, 8 de mayo, una nueva referencia.

Así, en la noticia dedicada a la elección de Insulza como secretario general de la OEA, se destaca en un recuadro que «el actual problema político más complicado de la entidad es el de Venezuela».

Como si Haití ya no existiera; como si Bolivia pudiera seguir su tendencia hacia la balcanización, tan querida a los intereses de las multinacionales del gas en la región; como si la firma de acuerdos de libre comercio bilaterales con Estados Unidos no pusiera en peligro la supervivencia de millones de campesinos y trabajadores latinoamericanos. Parece que éstos no deben ser problemas importantes para el nuevo secretario general de la OEA; mientras que Venezuela sí que lo es.

A Javier Marías tampoco le gusta Chávez

Pero ahí no acaba todo. En la sección semanal del escritor Javier Marías en el suplemento dominical de ese mismo día 8 de mayo se volvía a hacer referencia a Hugo Chávez.

Esta referencia resulta especialmente llamativa porque, si bien el artículo está dedicado a analizar el «talante» de los ministros del actual gobierno socialista español, concluye diciendo, en referencia a las actuaciones de Miguel Ángel Moratinos, que lo más «preocupante y grotesco -la guinda de los síntomas- ha sido la operación de venta de armas al golpista Hugo Chávez. Aunque este individuo haya ganado elecciones, antes inventó un golpe de Estado contra un Gobierno legítimo, por corrupto que fuese, y de la misma manera que un asesino no es jamás «ex-asesino» ni un dictador se convierte en «ex-dictador» (pese a que la prensa emplee este término disparatadamente), quien va por un golpe y además celebra la fecha de su tentativa, es un golpista para siempre jamás».

Este comentario, viniendo de un escritor y articulista de tanto renombre, no puede dejar de causar sorpresa.

Primero, porque cuestiona que el Presidente de un estado soberano legítimamente elegido por el pueblo -como el propio Javier Marías reconoce- pueda adquirir armas para la defensa nacional. Otra cosa es quién se las venda y, por lo tanto, si España debería haber sido o no quien lo hiciera. Pero también España le vende armas a otros países y Marías no los utiliza como ejemplo. Así que algo debe tener en concreto contra Chávez.

Segundo, porque de sus palabras sólo cabe deducir que más vale gobierno corrupto en mano que alteración del orden existente por injusto que sea.

Obsérvese la perversión del argumento: un gobierno consigue instaurar un sistema legal que legitima la corrupción y lo único que pueden hacer los gobernados es aceptarlo y, mucho más, si son militares. Evidentemente, para Javier Marías esos militares, más que servir al pueblo que sufre y padece esa corrupción hasta el punto de que más de la mitad de la población vive en la más absoluta pobreza, deberían estar al servicio del orden establecido «por corrupto que fuese».

Y, a partir de ahí, y para concluir, tampoco se entiende muy bien qué oscura relación pretende establecer Marías entre el «golpe» de 1992 y la victoria democrática de Chávez en 1998 y el subsiguiente mandato. Si el presidente de un país llega a esa posición a través de un proceso democrático sus actuaciones sólo pueden juzgarse a la luz de las leyes vigentes y no de sus actos pasados.

Por seguir con el ejercicio de logomaquia de Marías: Pinochet fue un dictador y, evidentemente, no puede ser un «ex-dictador» (en eso coincido con él); pero lo que un articulista tan inteligente como Marías no puede afirmar es que, en estos momentos, Pinochet sea un dictador. Esa condición sólo se disfruta -y los demás la padecen- cuando se está en el ejercicio del poder; no antes ni después.

Hugo Chávez pudo haber intentado dar un golpe de estado en 1992; golpe que fracasó y por el que fue juzgado y condenado. Pero de ahí a tratar de confundir al lector menos informado que él de que porque dio un golpe de estado fracasado ahora es un golpista hay un abismo que Marías no puede saltar sin pegarse un batacazo.

«El País» nunca ha explicado sus porqués

De todo lo anterior sólo cabe deducir que, para «El País», Hugo Chávez se ha convertido en una suerte de ogro postmoderno que forzosamente debe concitar su atención.

La atención de un medio «libre», «independiente» y «creíble» que, como tal, se ha atribuido la mesiánica misión de supervisar que políticos y gobernantes de acá y acullá no cometan desmanes en perjuicio de sus gobernados.

En este tema concreto, «El País» se ha convertido en el mejor adalid de ese «cuarto poder» del que se pavonean propietarios y directores de medios sin que nadie nos haya explicado aún quién les ha atribuido esa presunta legitimidad que se arrogan para poner en cuestión el carácter democrático o no de un gobernante por encima de la opinión de la mayoría de sus gobernados.

Nadie nos ha explicado tampoco desde qué criterios se permiten criticar las políticas y decisiones que esos gobernantes adoptan en el legítimo ejercicio de sus funciones.

Es más, nadie nos ha ofrecido los argumentos desde los que políticas destinadas, por ejemplo, a alfabetizar a la población, a entregarles un documento nacional de identidad que les reconozca su condición de ciudadanos o a ofrecerles cobertura médica gratuita son desacreditadas tildándolas de «populistas», «electoralistas» o «demagógicas». Igual es que les parece mal que los pobres sepan leer, que puedan votar o que no mueran de enfermedades que en nuestras sociedades son prácticamente inocuas porque ahora disponen de un médico de asistencia primaria.

No sé qué piensan ustedes, pero alguien nos debería explicar por qué gozan de esa patente de corso para manipular y conformar una realidad de naturaleza virtual acorde a sus intereses o cuál es la vara de medida que les permite tildar de «populista», por reiterar un ejemplo de los ya citados, una política de alfabetización en una sociedad con un millón y medio de analfabetos.

¿Qué diríamos de un gobernante que permitiera una situación así y no hiciera nada al respecto en nuestras impecables democracias occidentales? ¿Diríamos que su política es populista? ¿Son populistas las políticas destinadas a incrementar la formación de nuestros estudiantes o de nuestros trabajadores? ¿Es populista regularizar la situación de 700.000 inmigrantes ilegales en España?

Todos estos interrogantes necesariamente me llevan a uno último. A una pregunta abierta dirigida a la Dirección de «El País»:

¿Por qué no dedican ustedes uno de sus editoriales a explicarle a sus lectores qué negocios tiene su grupo empresarial en Venezuela?

Supongo que si dispusiéramos de esa información de primera mano todos podríamos tener un poco más de criterio a la hora de juzgar su legitimidad para utilizar un medio de comunicación «independiente» y «creíble» contra un jefe de Estado democráticamente elegido. ¿No creen?

Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga.