Es uno de los pensadores de izquierda más emblemáticos de la Argentina y, a los 82 años, conserva intacta su capacidad para polemizar sin medias tintas. León Rozitchner habla en esta entrevista de las marcas persistentes del terror militar en la sociedad, del silenciamiento generalizado sobre la Guerra de Malvinas y de las responsabilidades al […]
Es uno de los pensadores de izquierda más emblemáticos de la Argentina y, a los 82 años, conserva intacta su capacidad para polemizar sin medias tintas. León Rozitchner habla en esta entrevista de las marcas persistentes del terror militar en la sociedad, del silenciamiento generalizado sobre la Guerra de Malvinas y de las responsabilidades al respecto de los intelectuales y de la clase política.
«Las Malvinas es, entre muchos otros, uno de los eslabones que atenacea el secreto político de una cadena férrea de ocultamientos y engaños que ciñe el cuerpo despedazado y tumefacto a que ha quedado reducido eso que llamamos Patria», escribe León Rozitchner en el nuevo prólogo a la reedición de Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia, escrito en su exilio venezolano, durante el transcurso mismo de la guerra, y que será publicado en estos días por Editorial Losada.
El texto es la respuesta del filósofo a un documento firmado en mayo de 1982 por veinticinco intelectuales exiliados en México, reunidos en el Grupo de Discusión Socialista, entre los que se encontraban José «Pancho» Aricó, José Nun y Emilio de Ipola. Aunque el manifiesto dejaba claro su repudio a la Dictadura militar, los firmantes rescataban el hecho de que las Malvinas hubieran sido «recuperadas» y se pedía por el retiro de las fuerzas colonialistas inglesas. Hace unos meses, en una entrevista con Debate, de Ipola admitió que aunque con el correr de los días muchos de ellos habían cambiado de posición, «fue una metida de pata tremenda y una declaración lamentable»; y que precisamente por eso él había estado veinte años sin hablar de Malvinas.
«Emilio (De Ipola) fue el único que reconoció esto. El resto calló y nunca dijo nada», afirma el filósofo, que viajó a México para leerles el texto, y rememora aquel enfrentamiento que se dio dentro de la propia izquierda, entre intelectuales que no eran enemigos y que, en definitiva, pertenecían a la gran familia antidictatorial.
El clima belicista y triunfalista que embargaba a buena parte de los argentinos dentro y fuera del país hacía especialmente difícil pronunciarse en contra de la «reconquista» de Malvinas, recuerda Rozitchner, no porque estuviera a favor de la posición inglesa, sino porque deseaba la derrota del principal enemigo, la Junta militar, y aventar de ese modo la posibilidad de que su triunfo en la guerra «limpia» la redimiera de las atrocidades perpetradas en la guerra «sucia»: la victoria de los militares argentinos en las islas implicaría ni más ni menos que «la derrota política y moral del pueblo argentino».
Ahora, veinticuatro años después de esa guerra, mientras los índices de suicidios, desamparo y pobreza no cesan de aumentar entre los ex combatientes, y el 2 de abril es apenas una fecha roja en el calendario, Malvinas sigue siendo, según Rozitchner, un tema silenciado y negado por intelectuales -inclusive los «progresistas»-, medios de comunicación, y políticos de izquierda y de derecha por igual.
«Cuando no habían pasado ni diez años siquiera desde esa guerra que prolongó el horror del genocidio en el envío de cientos de adolescentes a la muerte, con el aplauso de la población entera que los alentaba, esa misma población en su mayoría entró luego en el jolgorio de ‘un peso-un dólar’, y festejó alborozada la entrega de los bienes nacionales, como si el botín de esa guerra perdida -el aniquilamiento de personas y de bienes- aún no hubiera sido suficientemente saldado», concluye en el prólogo.
Doctorado en Humanidades en la Universidad de la Sorbona (Francia), Rozitchner es autor de diversos ensayos, entre los que se cuentan, Ser Judío, Moral burguesa y revolución, Marxismo y cristianismo, Freud y los límites del individualismo burgués, y La Cosa y la Cruz.
– ¿Qué herencia ha dejado la última Dictadura militar?
– Al ver lo que actualmente está pasando en el mundo, uno tiene que inscribir lo que pasó en la Argentina en el contexto mundial. De lo contrario, toda rememoración queda limitada simplemente a nuestra pequeña historia y la sacrifica hasta darle el sentido que realmente tiene. Por eso, si lo que hacemos es sólo rememorar a los desaparecidos y asesinados, pero sin ampliar su memoria hasta abarcar desde allí no sólo esa aniquilación inmisericorde sino la destrucción de un país, creo que dejamos de dar cuenta del verdadero sentido que tenía aquella lucha y aquel combate, con cuyos métodos uno puede o no estar de acuerdo. Lo cierto es que ya comenzaba a aparecer una resistencia en Latinoamérica, que fue enfrentada con un plan estratégico de dominación mundial que venían desarrollando los norteamericanos, al menos desde la Primera Guerra Mundial. En la Segunda Guerra era ya legible el grado de terrorismo de los aliados: las ciudades llenas de civiles, arrasadas, y los métodos que utilizaban en la guerra eran de un terrorismo análogo al que podía usar Hitler. Las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, ya mostraban adónde iba este sistema: la muerte de cientos de miles de habitantes civiles fue utilizada como una señal de advertencia a la Unión Soviética, cuando la guerra ya estaba perdida para el Japón. Ahí aparece un desprecio de la vida que era fácilmente visible para América Latina desde mucho antes. Entonces, si volvemos a rememorar lo que pasó en la Argentina tengo que incluirlo dentro de un plan de dominación mundial como patio trasero del imperio anglonorteamericano, y volver nuevamente a abrir desde aquí un espacio de comprensión política para el futuro. Dejamos de comprender que el terror es el fundamento de la conquista neoliberal del mundo, y el aniquilamiento de los pueblos su método de aplicación.
– Más allá del contexto regional y mundial, ¿advierte alguna especificidad del caso argentino? La construcción de más de trescientos campos de concentración y las dimensiones de la masacre y la barbarie, ¿habla de una «excepcionalidad argentina»?
– No creo. No sé si la ferocidad de la masacre fue mayor que la de Guatemala, Nicaragua u Honduras, por ejemplo. Creo que la masacre fue terrible en todas partes, y espero que la nuestra, porque se trata de compañeros muertos, no nos obnubile respecto de todo lo que ha sufrido toda Latinoamérica.
– Hace algunos años usted dijo que todavía quedan intactas las marcas del terror y «que la nuestra es una democracia aterrorizada que surgió de la derrota de una guerra: no la que nosotros ganamos adentro sino la que ellos perdieron afuera». ¿Sigue pensando esto?
– Sí, todavía está presente el terror al poder militar, a la amenaza de muerte que todo argentino interiorizó necesariamente con el «proceso» genocida. La Dictadura fue una pavorosa lección para que los habitantes derrotados del país no osaran resistir, ya en democracia, que se implantaran sus mismos objetivos económicos y políticos. Por lo tanto, cuando se piensa que la democracia abre un campo de libertad, lo que no se ve es justamente lo que la hizo posible: que ya la democracia puede instalarse porque el poder político conquistó un espacio en la población aterrada que sin necesidad de volver a asediarla por las armas entregó otra vez, feliz, las riquezas del país como botín de guerra al imperio. Menem, en lo repugnante de su figura humana, sintetiza este espejo donde la población mayoritaria reflejó su propia cara en la de él. La lectura que se hace es que el genocidio deja paso, después, a una apertura y a un campo de libertad. Eso abre la política como posibilismo, como la del Club Socialista, por ejemplo, en la que no se tocan los límites del terror. ¿Por qué? Porque el terror está presente, sigue subsistiendo y no desapareció en la sociedad civil.
– ¿De qué manera se hace evidente el terror?
– Bueno, yendo a la renovación de su origen, al salir de la Dictadura y cuando la gente estaba dispuesta por primera vez, de cuerpo presente, a defender la democracia en Semana Santa, el terror y el carapintada volvió a aparecer en cada uno de nosotros. Fue una experiencia crucial colectiva que un político sin grandeza y sin coraje frustró. La población había salido por miles a las plazas de todo el país, y esta vez eran los militares los que temían allí una pueblada. Alfonsín, radical mediocre y sin grandeza, entregándonos antes de ser vencidos, miente sus «felices pascuas». Yo ese día volví a sentir la presencia de un milico dentro de mí. Y después aparecen Menem y el indulto, ¿no? Cuando se plantea el indulto, la democracia acepta la existencia de dos clases de ciudadanos: no ya la clase obrera y el capitalismo. Son dos clases de hombres jurídicamente definidos: los que tienen el derecho impune de asesinar, y los que tienen que sufrir sin justicia la muerte y el despojo. Y otra vez aparece esa hendidura, ese corte feroz que cada uno interiorizó: el terror reverdeció y siguió abarcando todo el país, aunque ya los militares no estuvieran en el poder.
– ¿Cree que los militares son todavía una opción?
– No, los militares ya no son una opción, por ahora. Pero van a estar siempre allí. Son una oscura máquina de destrucción y de muerte que desde el poder se pone a funcionar. Es un equívoco en todo sistema democrático pensar en su sometimiento al poder civil. ¿O uno puede creer que exista una institución que tiene las armas y vaya a ser dependiente del poder civil, si éste no tiene la capacidad de comprarla y orientarla? Es una fuerza del poder del Estado, de las clases dominantes sobre los otros. Esa creencia de la sumisión militar al poder civil es una ficción política de la democracia: para que obedezcan, primero la sociedad civil tiene que vencerlas. Por un momento parecería que ya el poder no necesita a los militares: la sociedad está tan adormecida que basta con la policía. Pero no olvidemos que la policía es una prolongación, aunque más distante, del poder militar. Esa distancia desaparece en momentos de crisis. El gatillo fácil, ¿no prolonga acaso la tortura militar y los desaparecidos?
– ¿Cuáles son los caminos que las sociedades encuentran para liberarse de las marcas del terror? ¿De qué manera es posible exorcizar esos demonios?
– Marcar por medio del terror a los hombres, si bien corresponde a un hecho colectivo, su función es disolver las relaciones entre ellos y separarlos antes de volver a reunirlos. Es una técnica, un momento del poder político cuyo extremo límite corresponde por definición a una de las instituciones: al poder militar. La violencia es el fundamento «normal» de la imposición política, y no debe ser restringida sólo a la acción directa de dar la muerte. La violencia en su forma general fue definida como el dominio de la voluntad del otro, que va desde las formas más diluidas y pacíficas (las económicas del mercado capitalista, las de la comunicación, televisión, diarios, educación, religión, etcétera) hasta encontrar su paroxismo, en momentos de crisis, en el aniquilamiento de miles de ciudadanos. Esa ferocidad está latente y emergió con el apoyo de todos los poderes, rompiendo la apariencia de la legalidad democrática y jurídica, durante el genocidio. Frente a la disolución colectiva que el terror impone y nos convierte en ciudadanos separados, es muy difícil hacerle frente en forma individual, tal es la disimetría entre las fuerzas de un hombre solitario y el horror armado que amenaza desde afuera. Necesitamos recomponer las fuerzas colectivas para sentir nuevamente que no estamos solos, y sólo los cuerpos reunidos pueden infundir y recrear en cada uno de nosotros la fuerza que un cuerpo solitario no tiene para enfrentar la angustia que el terror produce. Restringidos a nuestro cuerpo individual no hay salida.
– ¿Cuáles son los debates que cree que no nos estamos dando?
– El terror, en lo que éste implica como transformación subjetiva, lugar de su eficacia más profunda por lo tanto, no fue un tema en la política y en la teoría de izquierda, como tampoco lo fue la Guerra de Malvinas, que la izquierda apoyó en su mayoría. Si hubiera habido una responsabilidad intelectual asumida, seguramente todo esto podría haberse elaborado, pero no hay un ámbito de acogimiento intelectual en donde nos reconozcamos entre nosotros como seres capaces de comprender la experiencia del otro sin destruirlo. Todos nos conocemos y siempre está la mirada de desconfianza y de odio recíproco. Entonces, hay un silenciamiento generalizado por parte de todos, pero sobre todo de los intelectuales.
– Llama la atención que la Guerra de Malvinas no sea parte de la agenda de los políticos progresistas.
– En principio, no doy mucho por los políticos. La política está comprada por el capital, por definición. Después puede haber algunas diferencias, pero cada uno de nosotros tiene precio y apellido. Por lo que se ve, no hay muchos que escapen de esta determinación. El capital tiene todo el dinero del mundo, carradas de billetes, y por lo tanto, tiene esa gran capacidad: puede comprarlo todo porque todo tiene precio, más aún cuando la política se ha convertido en un mercado. Entonces, la política representativa ya desapareció como «política democrática». De las Malvinas nadie se ocupa, ni la izquierda ni la derecha, cuando son responsables tanto la izquierda como la derecha. Aquí aparece la culpa de haber callado y acompañado, por eso se produce este silencio completo. A la gente la mandaron al muere. Ahora algunos están en la calle y la gente no los ve. Es como si no hubiera pasado nada, mientras cientos de ex combatientes se suicidan. Es el precio que siguen pagando con sus vidas por el silencio de la sociedad y de los que tendrían que hablar.
– ¿Por qué cree que incluso la gente más lúcida y más resistente a la Dictadura estuvo a favor de la guerra?
– Sucede que el terror es pavoroso. El terror hace que lo más personal de vos mismo, lo más íntimo, lo más propio e imaginario, quede obturado. El terror penetra e impide que nada se conmueva en uno, porque aún el sentimiento de repulsa y de compasión aviva la amenaza de nuestra propia destrucción. Es como una especie de estrato inferior de la subjetividad. Solamente a partir de ese límite que te marca el terror, se comienza a hablar. Quienes firmaron el documento en México hablaban de la «recuperación» de Malvinas y no de la Guerra de Malvinas, y eso pone de relieve la percepción política que ellos tenían. Por eso lo que planteaban allí era un problema de sujetos políticos pensantes, subjetividades que reconocieran qué se maceraba de sus propios pasados y de sus amigos aniquilados para encontrar allí un núcleo de verdad que no nos traicionara.
– ¿Las sociedades pueden seguir adelante sin revisar estos temas?
– Creo que no. Y si no lo abrimos nosotros va a demorar un tiempo más y lo reabrirán los nietos. Hay una cosa extraña en la memoria histórica: no se sabe cómo circula, pero circula aun lo más acallado. Y de pronto aparece, está allí, a la espera de ser acogido como algo determinante de nuestra propia historia. ¿Vos creés que los europeos no están todavía más apabullados que nosotros por el terror? Tuvieron dos guerras mundiales y millones de personas murieron allí en muy poco tiempo, en treinta o cuarenta años. ¿Creés que ellos no están aterrorizados todavía? ¿O que los españoles salieron del terror del franquismo?
– ¿Cree que la Dictadura también ejerció violencia sobre el lenguaje?
– Completamente. Cuando yo llegué a la Argentina, lo primero que me llamó la atención es la expresión «cruzar el rostro», o «marcar el rostro». Pero hay una larga lista de palabras y expresiones que quedan de esa época. Ahora, por ejemplo, aparece el tema del tatuaje y creo que esto también da qué pensar. ¿Por qué de pronto toda la gente aparece tatuada, agujereada por metales que perforan su mucosa? No sé si forma parte de algo internacional, pero no la he visto tan de¬sarrollada, como de pronto se dio en la Argentina. Hace poco estuve con un chico que tenía varios tatuajes, que son marcas indelebles, y le dije: «¿Sabés que esto es para siempre?». Su padre no quería escuchar la conversación. Me contestó que sí, que lo sabía, mientras su padre bajaba la cabeza. Es como si nos dijeran: «Las marcas que ustedes los padres recibieron, que no las quieren mostrar, ahora están presentes en sus hijos». Son los hijos los que se están volviendo a marcar ellos mismos con marcas indelebles, marcas que no se borran nunca. Es un diálogo con las marcas del terror.
– Usted quiere decir que en lugar de números…
– Son marcas que no se van, que ellos se ponen en su piel juvenil o adolescente, y que saben que van a morir con esas marcas como lo han hecho los padres con las marcas suyas. Ellos muestran las marcas de aquello que no les fue mostrado y que los padres ocultan. Por eso la lectura de esto es oblicua. Hay que mirarlos como esas pinturas que de frente disfrazan lo que sólo de costado verdaderamente se ve. No se lo puede ver de cualquier manera: aflora justamente en los intersticios, donde parece que no pasara nada y sin embargo está presente.
– ¿Cree que Kirchner representa un cambio en cuanto a la política de derechos humanos? ¿Qué tipo de apropiación hace Kirchner de los años setenta y de esa generación?
– Es difícil tomar una posición definitiva, clara y permanente sobre la política de Kirchner. Es evidente que en lo que se refiere a la política de los Derechos Humanos en la Argentina, quiero decir, en lo que se refiere al juicio a los militares y los actos que amplifican para toda la sociedad el enfrentamiento del Estado contra el terror militar, Kirchner hizo lo que ningún otro presidente no sólo pudiera sino quisiera hacer. En ese sentido, desde el punto de vista de la cultura del país, Kirchner amplió los límites de visibilidad para toda la población sobre el terror militar. Hizo que la crítica al terror penetrara en todos los estratos de la sociedad. Eso implica una cierta objetivación y visibilidad de los miedos y terrores subjetivos que permanecen clandestinos todavía: una recuperación, quizás, de los cuerpos aterrados. Su discurso en el 30 aniversario de la Dictadura llevó más lejos aún esa ampliación, incluyó aquello que veníamos planteando desde hace mucho años como algo que parecía imposible. Hizo visible para toda la población la estrategia del terror armado de quienes fueron sus cómplices, ahora en funciones: el poder económico, religioso, político y mediático no sólo en la destrucción pasada del país, sino de su usufructo actual. Esto abre un espacio nuevo, desde el Estado, para profundizar las bases de muerte sobre las cuales se asientan todos los poderes dominantes en nuestro país, y en particular para el neoliberalismo. Hay otro fundamento para la crítica y para demandar la recuperación de lo que nos fue expropiado. Este es el espacio en el que la izquierda, sin ser kirchnerista, debería intervenir para profundizarlo y ampliarlo en sus proyectos de recuperación del país.
– ¿De qué modo?
– Lo que la representación política no puede hacer desde el Gobierno, ésa debería ser la tarea política de izquierda: construir una fuerza que pueda estar de cuerpo presente, como las decenas de miles que estuvieron en la Plaza de Mayo, para imponer con ellas, fuerzas vivas, una demanda que vaya más allá de lo que el Gobierno pueda quizás querer.