La política es «la expresión más condensada de la economía» (Lenin). En ella cristalizan los intereses fundamentales de clase. La política penetra todas las esferas de la vida social. La actuación política persigue conquistar consolidar y ampliar el poder del Estado e imponer y garantizar los intereses dominantes (de clase). El poder se adquiere con […]
El poder se adquiere con la apropiación de los productos del trabajo. Una vez asegurado, se convierte él mismo en fuente de riqueza. La política surge donde hay que repartir riquezas. Toda política es reparto de cosas. Los ricos se tienen por especialistas del reparto y de la custodia de los bienes. El conjunto de estos especialistas se denomina Gobierno y Administración. Los especialistas han aumentado su autonomía a lo largo del tiempo. Poco a poco se ha ido difuminando el nexo entre ricos y especialistas del reparto.
Cuando hubo personas bastante ricas para someter a otras surgió lo que se llama Estado. El Estado es un conjunto de instituciones de derecho que detenta el monopolio de la violencia dentro de unos límites territoriales. «Quien tiene la tierra tiene el poder», decía Oppenheimer. Cierto, las potencias navales y aéreas también necesitan lugares, bases, suelo bajo los pies. Espacios que el individuo o el colectivo limita, deslinda. La tolerancia es un fenómeno espacial. Sobre los desacuerdos deciden también los lugares en los que se efectúan: mercados, púlpitos, páginas de periódicos, estudios de radio y televisión, gabinetes, bolsas de valores, etc. [1] En la medida en que se perfeccionan los métodos de producción también lo hacen los de represión, lo que requiere una serie de aparatos coercitivos. Pero para gobernar no basta solamente con policías, cárceles y ejército.
A la hora de gobernar, el Estado se encuentra hoy con dos nuevos fenómenos: 1) la mecánica del dominio se complica cada vez más y se hace más impenetrable; 2) el desarrollo de los mediadores públicos de información durante los últimos decenios, la omnipresencia de la radio, la televisión, la prensa y, ahora, Internet. Casi todos los medios de comunicación están controlados por los ricos o por los representantes del Estado. Los sindicatos apenas pueden hacer nada contra esta presión. Una parte de su dirección pertenece a la máquina de represión. Con esta maquinaria se puede engañar a la población hasta el punto de que aplauda su propia sentencia de muerte.
Cuando escuchamos las palabras de los representantes del Estado o de los comentaristas de los medios de producción masiva de comunicación no podemos constatar si vivimos en una democracia, en contraste con los atenienses, que sí podían hacerlo.
La palabra «Estado», que en los últimos doscientos años se ha utilizado como posición de fuerza exterior e interior de un país, va íntimamente unida a la narración de lo que se considera digno de ser transmitido: la «historia». La de los dos últimos siglos es la del Estado. Los hombres que hacen «historia», porque casi todos han sido hombres y no mujeres, los que aparecen en la narración, se designan «hombres de estado», estadistas. Lo que ellos hacían se denominaba «asuntos de Estado».
Cuando desaparece la confianza en las palabras peligra el Estado, puesto que se fundamenta en ellas. Este nace y muere con la convicción de que las palabras que se emplean para su justificación no son vanas, sino que significan lo que pretenden significar. Si no se puede mantener la confianza en la palabra pública se desmorona el nexo que designa [2] .
El cambio del lenguaje se refleja también en el de sus funciones interdependientes, la semántica, sintáctica y pragmática. Su interdependencia significa que la modificación de una implica la de las otras [3] . El uso inflacionario de algunas palabras conduce a su desgaste, a la pérdida de significado. Esta, a su vez, lleva a su aplicación general en condiciones y estados de cosas distintas. El desgaste de las palabras es un fenómeno conocido bajo diversas denominaciones: lemas, consignas, frases hechas, expresiones de moda, refranes, etc. Metafóricamente son como «vainas vacías». [4] Como ejemplo de uso inflacionario y su consecuente desgaste pueden servir las palabras democracia, solidaridad, seguridad, terrorismo, etc. Los imperialistas estadounidenses y sus cipayos europeos y sionistas han ido desgastando la palabra democracia hasta perder ya todos sus significados primigenios. Si las elecciones no las ganan quienes ellos quieren, no valen, como las de Venezuela, Palestina, Bielorrusia, etc. La «democratización patrocinada por los EEUU consiste en intervenir en los asuntos internos con el propósito de desestabilizar gobiernos e imponer reformas radicales de «libre mercado». Democracia, imperio de la ley, etc., han sido con frecuencia justificaciones para la expropiación económica. Las metáforas usadas, desgastadas, muertas, se convierten en palabras corrientes, sin poder evocativo. Se usan para ahorrarle a la gente que invente frases. Ejemplos: talón de Aquiles, nueva singladura, canto del cisne, pescar en río revuelto.
Los Estados y los intereses económicos han llevado conjuntamente la aceleración (la circulación del capital) a su ritmo actual. La ventaja la tienen los mercados financieros gracias a la técnica de la comunicación, y muy en particular lo que se conoce como tecnologías de la información y la comunicación (TIC). El ritmo del negocio bursátil marca hoy el miedo por el puesto de trabajo, igual que el compás de la máquina lo regía en la época de la máquina de vapor.
El lenguaje es un instrumento que utilizamos para lograr nuestros propósitos. Como se dice más arriba, la actuación política persigue la conquista del poder. En la democracia parlamentaria eso se efectúa, entre otras cosas, mediante el lenguaje. En los últimos decenios se ha hecho más política con las palabras que con la acción.
Hoy día, cuando se acumulan las malas noticias, la política no puede renunciar al lenguaje embellecedor y enmascarador. Un buen político no sólo tiene que ser un buen orador sino también un vendedor que domine el arte del reclamo, de la persuasión, de la publicidad comercial. Los conceptos políticos los crean, a cambio de mucho dinero, las empresas publicitarias y de relaciones públicas.
¿Penetra el ciudadano de a pie los eufemismos del lenguaje político? La creciente abstención a la hora de votar, como en el caso de la Constitución Europea, parece indicar el hastío de los ciudadanos, su desideologización, el pasotismo de los jóvenes. Pero hay que tener cuidado con los juicios rápidos. Porque, con frecuencia, no es que los ciudadanos pasen de la política, sino que están hartos de falsas palabras y de promesas incumplidas. Ya no estamos acostumbrados a pensar en grandes conceptos, en realidades abarcadoras. Por eso es fácil sucumbir a las mentiras.
En un clarividente ensayo de 1946, George Orwell afirmaba que el lenguaje político está diseñado para que las mentiras parezcan verdades, el asesinato una acción respetable y para dar al viento apariencia de solidez. [5] Refiriéndose al inglés de entonces decía que la mezcla de vaguedad e incompetencia era su característica más destacada, especialmente en los escritos políticos. La prensa consiste cada vez menos en palabras elegidas por su significado y más en frases hilvanadas como secciones de gallineros. [6]
Cuando el ambiente general es malo también lo es el lenguaje. Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, éste también puede corromper aquél. Cuanto mayor sea el control del Estado sobre el lenguaje que oiga y las imágenes que vea una población tanto más fácil será desarrollar el consenso «democrático».
La lección que se puede aprender del nazismo es que la gente muy «civilizada» como el pueblo alemán se convierte en asesinos potenciales si se les convence de la «justicia» o «necesidad» de sus acciones.
Quien hace uso inapropiado de las palabras como instrumentos de afirmación y perversión, abusa de una debilidad esencial del ser humano. Toda persona tiende a la credibilidad de los conceptos, se aferra a determinados conceptos, sobre todo a los que apelan a sus esperanzas, nostalgias y sentimientos.
Los estrategas políticos y demagogos dan tantas vueltas a una misma palabra que puede utilizarse según se necesite, adaptarse a cualquier contexto. Paz, distensión, solidaridad.
El presidente Gerald Ford estaba tan harto de la confusión de conceptos que dijo: «Ya no empleo el término distensión. No es más que una palabra que se acuñó una vez y no creo que sea ya aplicable».
[1] Cf. Pross, Harry: Lob der Anarchie, Berlín 2004, p. 95.
[2] Pross, Harry, ibidem, p. 21.
[3] Cf. Klaus, Georg: Moderne Logik, Berlín 1964, p. 64.
[4] Cf. Prakke, Henk et alt.: Kommunikation der Gesellschaft, Münster 1968, p. 89.
[5] Cf. Orwell, G.: «Politics and the English Language», Horizont, abril 1946, incluído en: The Collected Essays, Journalism and Letters of G. Orwell, vol. IV (1945-1950), Secker & Warburg, Londres 1968, pp. 127.140
[6] Ibidem.
Vicente Romano es catedrático jubilado de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Sevilla. Es miembro de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística.