El modelo de gobierno instalado en México desde hace más de un cuarto de siglo funciona sostenido por una tupida red de intereses que se desdoblan en variados y complementarios campos, tras de los cuales aparecen individuos concretos que los asumen como propios y otros más que celebran sus logros para darles continuidad. Son sus […]
El modelo de gobierno instalado en México desde hace más de un cuarto de siglo funciona sostenido por una tupida red de intereses que se desdoblan en variados y complementarios campos, tras de los cuales aparecen individuos concretos que los asumen como propios y otros más que celebran sus logros para darles continuidad. Son sus agentes propagadores que acaban siendo los beneficiados directos.
Cuando el nacionalismo revolucionario cayó en rendimientos decrecientes, un grupo variopinto de personajes se afilió a los paradigmas del modelo sustituto que ha sido el contenedor de los esfuerzos nacionales: el neoliberal, directo, aunque inacabado producto, del Consenso de Washington. La creación estelar de la nueva derecha estadunidense, hegemónica, de imperial derrotero y cuño bélico.
Hace ya algo de tiempo, la sucia llegada al poder de Carlos Salinas fue un irresistible imán para un conjunto de ciudadanos, todos con creciente acceso a los medios de comunicación masiva. Intelectuales de prestigio, conductores de programas, locutores, críticos especializados, columnistas a la antigua usanza y académicos de incipiente influencia fueron seducidos por una presidencia que entrevieron pletórica de juventud, inteligencia y ambiciones. La parafernalia que circunda al poder concentrado desparramó sus atractivos por doquier. A su conjuro acudieron muchos voluntarios de la nueva fe interesada. Unos para formular consejos. Otros sugirieron ideas atractivas que luego fueron usadas para legitimar al espurio , pero todos celebraron con furor las reformas introducidas a golpes de concertacesiones. Los más atrevidos disfrazaron, en lo que pudieron, la inmensa corrupción que envolvió a la administración salinista y trazaron rutas alternas para su prolongación autoritaria una vez que la estirpe del líder cayó en desgracia. Fueron, para decirlo con una frase ya consagrada entre la plebe, los agentes de inteligencia y propaganda, orgánicos al régimen en boga.
En ese infausto periodo se consolidaron las cadenas de radio, así como las dos grandes televisoras comerciales. Así, el aparato de comunicación de la República quedó en manos de un cómodo grupito de concesionarios. Todos ganadores en la rifa del tráfico de influencias y las complicidades manifiestas que distinguieron al salinato. Por encima de este circuito, pero con mayores consecuencias para el desarrollo del país, se completaron los que serían los grandes grupos empresariales del México moderno prometido. Un entramado de poder que tiene apergollada a la nación y no permite su crecimiento ni la apertura de horizontes para la gran masa de ciudadanos. El mismo que impidió la llegada de un modelo alternativo de gobierno. Uno que apuntaba a ser más justo y con oportunidades para las mayorías.
En la cúpula de tal sistema plutocrático se mueve con indiscreción creciente una comparsa de los que se creen los dueños de México, SA. Rala cofradía de mandones ante la cual se ha abonado un cortejo de difusores de variada catadura. Propagandistas que han sabido dar el salto del priísmo decadente y corrupto a la más ramplona derecha provinciana que se acurrucó en las cabañitas de Los Pinos. Furibundos denostadores de la opción de izquierda, tal como se mostraron a lo largo de la contienda de 2006 de todos sus temores. Comunicadores que han devenido orgánicos, ya no a un régimen o un gobierno, sino a los concesionarios de los medios de comunicación. Una camada de sultanes mediáticos, titulares indisputables de cuanta facilidad de expresión puede darse en el triste México de los pocos.
Una parte de ellos ha recurrido al amparo contra la inconclusa reforma electoral. Quieren conservar la posibilidad, a la par de los gerentes y los dueños de los dineros concentrados, de comprar espacios en los medios para contrarrestar lo que afirmen aquellos con los que no están de acuerdo. Reservarse el derecho de pagar campañas enteras de cientos, miles de millones de pesos, si fuera necesario, con tal de exorcizar el peligro, de poner a resguardo sus toscos intereses, causa última de su cometido. Sólo empresas, empresarios y otros prestanombres alquilados por ellos lo hicieron en el pasado, aun contra el expreso mandato de la ley y que sólo una autoridad timorata, arrinconada y parcial permitió para su degradación, por cierto inacabable.
No hay nada en la reforma electoral que impida a los abajo firmantes del amparo continuar con sus múltiples programas de comentarios y que constituyen la casi totalidad del espectro disponible. Son los concesionarios, sus socios menores intelectuales o sus empleados (locutores y conductores) los que seguirán teniendo la irrestricta libertad de expresarse tal como exigen sus posiciones interesadas, sus talantes conservadores, sus visiones excluyentes y los personales odios, filias y preferencias. Las pocas alternativas son cada vez más atacadas y reducidas por los mismos concesionarios o los insufribles anunciantes, verdaderos artífices de las libertades condicionadas. Ninguno de los abajo reclamantes de amparo ha levantado voz alguna contra los dueños de medios que vetan artistas, quitan micrófonos, despiden comunicadores molestos al poderoso en turno, impiden compras de tiempos a opositores, boicotean películas atrevidas y sólo invitan a sus programas a los que simpatizan con sus posiciones.
Porque estos concesionarios de la radiotelevisión son los que, a su arbitrio, han permitido la expresión de sus elegidos y la han conculcado a sus opositores. Las varias decenas de millones de mexicanos afectados por la política entreguista de la derecha nunca han tenido la opción de expresar sus tribulaciones y deseos a través de la radio o la televisión. Todos deberían ampararse también contra la reforma electoral si es que ésta les cercena su ya de por sí precario régimen de libertades. Deberían pelear por el inalienable derecho de difundir sus penas, sufrimientos, angustias y limitados horizontes que le causan las promesas de una vida mejor siempre pospuesta por las ambiciones de unos cuantos. Lo malo es que no podrían comprar esa facilidad difusiva. Y si pudieran, algún concesionario y sus apoyadores laterales se la negarían, aunque fuera contra la ley.