Amy Goodman escribió en su último libro: «Ir donde está el silencio. Esa es la responsabilidad de un periodista: dar voz a quien ha sido olvidado, abandonado y golpeado por el poderoso». Al leer su biografía se descubre que esta no es sólo una admirable manifestación de principios, sino un reflejo de los que ha […]
Amy Goodman escribió en su último libro: «Ir donde está el silencio. Esa es la responsabilidad de un periodista: dar voz a quien ha sido olvidado, abandonado y golpeado por el poderoso».
Al leer su biografía se descubre que esta no es sólo una admirable manifestación de principios, sino un reflejo de los que ha sido su trayectoria profesional a lo largo de los últimos quince años. Una labor periodística que la ha llevado a ser víctima de agresiones físicas, que la ha hecho destinataria de brutales críticas, pero que hoy, superado el estupor del 11S, le está trayendo un merecido reconocimiento en los Estados Unidos. No en vano ha ganado algunos de los premios periodísticos más relevantes, y Michael Moore la ha calificado como la «única voz que dice la verdad en la radio norteamericana».
Lo que más sorprende al llegar a la vieja estación de bomberos desde la que se emite el programa que dirige Amy, Democracy Now!, es la escasez de recursos. Viejas cámaras Sony PD 150, ordenadores portátiles como única herramienta de edición, y libros y revistas por todas partes, montañas de publicaciones entre las que se abren paso los redactores debido a la falta de espacio. La misma Amy, que llega a las siete de la mañana vestida de negro, con el cabello mojado y un café de Starbucks en la mano, se maquilla a sí misma frente a un espejo con la luna rota.
En contraposición, deslumbra el entusiasmo de la decena de voluntarios que trabajan en la redacción, la pasión con que debaten los contenidos que se van a emitir, y el hecho de que, con veintidós millones de espectadores, Democracy Now! supere en audiencia a muchos de programas de las grandes cadenas como NBC o Fox.
A las ocho de la mañana el realizador emprende la cuenta atrás desde el control y, cuando el cámara baja el brazo, Amy presenta el programa: «Bienvenidos a una nueva edición de Democracy Now!».
A lo largo de la emisión entran en antena activistas sociales, expertos en terrorismo, profesores universitarios. Amy es sincera, directa, mordaz. Afirma que los Estados Unidos están padeciendo las consecuencias de sus acciones pasadas, eso que ella llama «efecto bumerán». «Rumsfeld armó a Saddam Hussein para que luchara contra los iraníes. Reagan puso en pie de guerra a los muyahidines en Afganistán, entre los que estaba Osama Bin Laden, para que lucharan contra los soviéticos. Y ahora todos estos errores no están volviendo», explica a la audiencia
En un país en que la mayor parte de los medios de comunicación son propiedad de seis grandes corporaciones, la emisión de Democracy Now! es un soplo de aire fresco, de libertad, en un medio tan dominado por intereses ajenos a lo que debería ser el verdadero periodismo según la concepción de Amy.
Una vez terminado el programa, Amy responde a los llamados de los oyentes. Su programa vive de las donaciones de la audiencia, lo que le da mayor independencia informativa.
A las diez de la mañana nos acercamos a un viejo restaurante estilo años cincuenta situado también en el barrio chino de Manhattan. Mientras pedimos café en la barra, una anciana, que lleva bajo el brazo un ejemplar del New York Times, se acerca a felicitarla.
En su vida cotidiana Amy no es una mujer excesivamente demostrativa, pero sí cuando nos sentamos, cuando se enciende la grabadora y ve la oportunidad de hacer llegar su mensaje.
«El periodismo se encuentra entre quienes tienen poder y la gente de la calle. Debe servir para controlar a los poderosos y para dar voz a la gente ordinaria. Sin embargo, en este país, el periodismo responde solamente a los intereses de las grandes compañías. Ellas son las que dictan la información que reciben los espectadores. Por eso, un programa como el nuestro, hecho con tan pocos recursos, tiene una repercusión tan grande. La gente quiere saber la verdad, quiere que su opinión sea tomada en cuenta».
En 1991, Amy se encontraba en Timor Oriental tratando de dar voz a las víctimas de la opresión del gobierno indonesio. Junto a su camarógrafo encabeza una manifestación por los derechos humanos. Un grupo de soldados indonesios la golpeó brutalmente y luego terminó con la vida de más de 200 manifestantes. Este incidente sirvió para llamar la atención pública sobre el apoyo que el gobierno de los Estados Unidos estaba brindado a las tropas indonesias.
La cafetería en la que estamos se encuentra a pocas manzanas de la zona cero. El 11S Amy estaba en plena emisión de su programa cuando escuchó el impacto del segundo avión contra las torres gemelas. A pesar de que haber sido testigo directo del horror, desde el primer día se opuso a la guerra, no quería que la muerte de civiles inocentes fuera excusa para terminar con la vida de más personas.
En su programa emitió las imágenes de las víctimas de la guerra de Irak que pocos medios de su país se animaron a difundir. Ella cree que si a los estadounidenses se les hubiera permitido ver las consecuencias de los bombardeos, la guerra no habría durado ni una semana.
«En una entrevista a Aaron Brown, el director de la CNN, le pregunté por qué no emitían las imágenes de las víctimas civiles de los ataques. Él me respondió que esas imágenes eran de mal gusto. Yo le dije que la guerra es lo único realmente de mal gusto».