Me encontraba leyendo el anuncio sobre el nuevo libro de Vicente Romano sobre lo emponzoñado que puede ser el lenguaje empleado por los medios, llamado ‘La Intoxicación Lingüística‘ (no leído aún), y no pude menos que recordar, una información contemporánea con el IV Congreso de la Lengua Española de hace unos días, donde se […]
Me encontraba leyendo el anuncio sobre el nuevo libro de Vicente Romano sobre lo emponzoñado que puede ser el lenguaje empleado por los medios, llamado ‘La Intoxicación Lingüística‘ (no leído aún), y no pude menos que recordar, una información contemporánea con el IV Congreso de la Lengua Española de hace unos días, donde se relataba que a Rafael Molina, Director del periódico dominicano El Día, y Presidente de nada más y nada menos que de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), se le hizo una pregunta sobre cual era el significado de la palabra CIPAYO, muy usada recientemente debido a la gira de George Bush II por algunos países de América Latina, ante lo cual, aquel renombrado periodista y burócrata gremial del periodismo americano, quedo perplejo y no pudo atinar con la respuesta.
Es que el lenguaje hablado como tal puede ser un instrumento de comunicación por excelencia, aún para algunos que se estiman expertos en el tema, no en vano fueron varios los millones de años para su desarrollo en los seres humanos. Y por supuesto si estos eruditos no pueden manejar medianamente un idioma del que suponemos todos son peritos, entonces el recurso que sigue a estos en su urgencia de dominación simbólica, es nada más y nada menos, que rebajarlo a un mínimo común, lo más pobre posible para que, de una parte, los sumos sacerdotes de la comunicación no deban como el señor Molina, estudiar el idioma materno así sea elemento esencial de su oficio, y de otra parte se logre distorsionar y amañar con mayor facilidad los hechos y su significado frente al público llano, al cual en lo trascendental ignoran con desprecio. Para todo ello es necesario pauperizar lo hablado y escrito, reduciéndolo a jeringonza destinada a inhibir la curiosidad por la comprensión del fondo de los problemas.
Un escritor casi profético como George Orwell, por allá en la década de los cuarentas del siglo XX, lanzaba una advertencia sobre la decadencia de la civilización occidental y el inevitable destino compartido por su lenguaje. Atribuía a causas económicas y políticas el empobrecimiento de este, principalmente escrito, más que a la mediocridad de este o aquel escritor.
Con un espectáculo aún más paupérrimo que el anunciado por Orwell hace media centuria, llegamos en el presente a la comunicación rebosante de frases utilizadas como comodines, gramática facilista, palabras pretenciosas que no dicen nada y aclaran menos, abuso inmisericorde de ciertos sustantivos y adjetivos, por supuesto el ya clásico sentido retorcido del significado de palabras otrora firmes y transparentes, como paz, guerra, democracia, bienestar, economía, libertad, etc. Con trapacería somos alejados de la prosa de lo concreto; el ocultamiento de los significados tradicionales ha sido encumbrado en el periodismo a receta de éxito, en la forma de cataratas de eufemismos provenientes de los verdugos. En fin, presenciamos el régimen de las mascaradas idiomáticas, instaurándose estas como los verdaderos propósitos de los escritores de los mass-media. Estos saben bien del asunto; escuchamos y leemos como los gobiernos neoliberales ocultan con eufemismos sus objetivos reales de favorecimiento de la concentración de la riqueza denominados «Ajustes estructurales«, «Atracción de la inversión extranjera«, «aperturas económicas«, etc. y los comunicadores, aceptan tales disimulos tomando para sí como vocabulario insustituible estas declaraciones rimbombantes cargadas de falacias, en su forma pérfida de palabras largas y modismos de cajón no importa su desgaste, a la manera exacta de la descripción de Orwell, «como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse«. Este escenario mediático es el paraíso de los periodistas intonsos, sabedores de sobra de los embustes que les dicen, actuando como cajas de resonancia de la añagaza arrojada a las mayorías. Son tiempos duros para la sencilla exploración de las ideas en el lenguaje enriquecido por todos, por la inclemente repetición de estereotipos, pilar de la propaganda.
Con una reforzada tentativa a inicios del siglo XXI, de la entronización de la unidimensionalidad de la vida, del pensamiento único, del consumismo acelerado, el derroche de recursos limitados, de la absurda competitividad, como mentiras agigantadas por el tiraje o la cobertura, como único argumento de la veracidad de estas armazones mediáticas, recibimos mensajes cada vez más disminuidos en cuanto a calidad de los significados.
Los sentidos y los sentimientos quedan a un lado, la repetición de oraciones esterilizadas de contenido histórico e impregnadas de gran carga de emotividad manipulada hace las veces de sensación y razón; las luces y el papel satinado, o los sedosos colores de la corbata del entrevistado, se imponen como fuentes confiables e incontrovertibles de «sentencias» que desdicen de lo presenciado y percibido por los sentidos. Las mentiras son reales por su omnipresencia y ostentosidad; el discurso es mutilado de lo incómodo a los poderes para luego ser utilizado sin ‘peligro’ de expresar datos con asiento en lo vivido por las comunidades.
En vez de la legitimación por la realidad, encontramos el imponerse por la confusión de una reducida fórmula de palabras que describen hechos dispares apenas enunciados en la falsimedia por el gremio de los turistas especializados, como describió Susan Sontag al gremio de los escribas modernos. Este panorama permite ver que todo es parte de una cada vez menos inconexa propaganda autista. La convicción resulta para las masas receptoras de las frases repetidas y amañadas como santo y seña; en este sentido nada hay nuevo bajo el sol desde Goebbels.
Se eluden los pensamientos diversos, las charlas con múltiples puntos de vista y por consiguiente múltiples vocabularios, las alusiones a la historia; va de retro el sentido común, la experiencia cotidiana, la academia y sus conocimientos expresados en prosa y verso. Todo ello resulta peligroso pues induce a lo diferente y sencillo, en vez de lo redundante y simplificado. Lo abstracto y relampagueante representado como realidad concreta, la realidad tangible puesta borrosamente como ilusión, como un ‘no puede ser‘, los hechos se transforman mediante el trabajo de los paniaguados en fantasmagorías irreconocibles. Las descripciones paupérrimas son una muestra tangible de una comunicación nada fortuita y espontánea.
El lenguaje hablado y escrito, lo más elaborado de la cultura para transmitir sensaciones y pareceres, ha sido erigido a través de la falsimedia y con su aprobación e impulso en obstáculo, en niebla, en abismo imposibilitante de la exploración de las relaciones humanas de nuestra época. Los resultados del autoritarismo y la falta de debate abierto en las sociedades de pensamiento único, eran para Orwell en lo idiomático, el deterioro de las formas de comunicación verbal o escritas; una pauperización general de la cultura.
Exponía la formula de que el significado elija la palabra adecuada y no al revés, con el fin de evitar el rendirse ante las palabras que retorcidamente buscan significado; a la manera de una plaga vemos y escuchamos que como en 1984 en el Iraq de hoy la guerra es democracia, el hambre progreso, la brutalidad justicia, lo moderno pillaje al por mayor, la autocensura libertad de expresión, la matanza de niños lucha contra el terrorismo. Cada lugar donde los medios sirven a las grandes corporaciones, ha sido deformado con neologismos similares. La lista continúa y constituye una amenaza para la razón de ser del lenguaje. Eufemismos como «efectos colaterales», que esconde de manera cómplice un crimen tipificado en todas las legislaciones como dolo eventual; el sustantivo «contratistas» mimetizador de lo que milenios de historia han conocido con la acepción de meros mercenarios; la sinécdoque «comunidad internacional» ocultando un orden jerarquizado donde un hipertrofiado músculo militar procura imponer su voluntad aplastado con indiferencia todos los valores humanos de trascendencia; la sinestesia «fuego amigo» disfrazando de manera cómplice los errores de la locura bélica que se autoestima como infalible. Baste pensar en los términos solidaridad, fascismo, genocidio o libertad, de tal modo desfigurados hasta tornarse inútiles como instrumentos de definición y van siendo aminorados como herramientas de combate de los oprimidos.
La telaraña de pareceres y acuerdos que resulta ser nuestra realidad, la de todos, se constituye mediante palabras, en cuanto más variadas con etimología y sentido, mejor serán los acuerdos llenos de sensaciones de afecto y calidez, permitiendo una mejor relación con nuestros semejantes. Pero los entes todopoderosos de la comunicación muñecos de ventriloquia del gran capital, poseen libretos que recuerdan a la radio berlinesa en los años del nazismo, cuando leía los viernes en la noche un artículo de Goebbels destinado a fijar en las mentes lo que debían de hablar todos los periódicos del territorio del Tercer Reich. Hoy además de los temas se adopta la fraseología lánguida, amañada y artificiosa del poder expelido para la plebe como un simple bagazo, pero de alta toxicidad simbólica. Se ha llegado en algunas naciones, a superar al ministro de propaganda de la Alemania de Hitler; en los inicios del siglo XXI el poder dicta no solo que se debe decir, sino como decirlo, en la practica creando nuevos significados acordes con el statu quo.
Así mismo por esta vía encontramos fenómenos lingüísticos tan disonantes como las abreviaciones (una seudo tecnificación), creaciones siempre artificiales de los poderosos modernos, opuestas a las espontáneas creaciones de las mayorías. Se comprimen no sólo las oraciones sino que también las palabras, para no dar cabida a un entendimiento mayor de su significado; no obstante las voces populares esquivan tales camisas de fuerza y burlonamente y con toda la fuerza de su imaginación crean remoquetes espontáneos y coloridos, sobre todo para las fuerzas de represión con sus nombres de apocopes de misterio. Prueba de ello son los ricos sobrenombres que los pueblos les dan a las diversas fuerzas de seguridad, que describen con claridad y justeza sus procederes; el lector podrá recordar como coloquialmente se le ha llamado a tal o cual agencia de pomposas siglas pretendiendo demostrar asepsia en el control social, cuando casi siempre violan los derechos humanos y los demoledores y precisos epítetos del pueblo que sufre tales comportamientos aviesos.
No obstante, el objetivo final es que a través de la falsimedia las masas adopten un lenguaje ampuloso pero vacuo, que por ejemplo en el presente procura convertir lo militar, lo doloroso y dictatorial en algo fantástico y de fábula, casi anecdótico. «No podemos imaginar lo espantosa que es la guerra: y como se convierte en normalidad«, decía también Susan Sontag. Esa es la principal tarea de la gran prensa.
¿Qué decir de la cifras que llenan la boca de prepotentes jefes de estado? No expresan sino vapores de realidad, apoyados en tecnicismos de variada procedencia y difícil comprobación. La virtud de las cifras es triple: leerlas y escribirlas no exige mucho trabajo; es imposible descifrarlas sin un técnico; y en ciertos casos están más allá de toda sospecha. Una influencia muy nefasta en palabras de Edmund Husserl, quien acusó a Descartes de utilizar conceptos y métodos de la física matemática en el campo de la filosofía, con lo cual se dio pie a que esto se extendiera como epidemia oscurantista en otras ciencias sin justificación. En todo ello hay mucho de fanfarronería reprochable al culto norteamericano por lo cuantificable. Entonces no nos extrañemos de que al hambre se le opongan para desvirtuarlo copiosas estadísticas de crecimiento económico o cuadros sobre el PIB, números de crecimiento de los intercambios que desplazan hasta la negación a los millones de seres de carne y hueso perdedores en el juego del mercado.
Decía Albert Camus: «Nombrar mal las cosas es aumentar el infortunio del mundo «. Esto tiene negativas consecuencias con grandes paradojas; a mayor incidencia de múltiples factores en el actual momento de las polifacéticas sociedades humanas y mayor conciencia de ello, el poder ha procurado entregar menos explicaciones para tal complejidad.
Está abolido para los periodistas del presente procurar el pensamiento en el público, esto es debido a que quien piensa no puede ser persuadido como lo intenta la publicidad, sino convencido con argumentos sostenidos a través de frases con contenido. Y además, si quien piensa lo hace sistemáticamente es doblemente difícil de convencer; de tal forma entenderemos la razón práctica del por qué el lenguaje es empobrecido: no generar pensamientos. Y así mismo poder persuadir por la burda propaganda: el arte de simplificar como definía Goebbels.
Al final de este manuscrito he entendido la ignorancia del señor Rafael Molina sobre el significado de la palabra cipayo; si entendiera en plenitud su significado y etimología tendría que cuestionarse su triste labor en la SIP. Esto comprueba la fuerza simbólica de las palabras aún a pesar de los denodados bríos de la falsimedia por menguarlas.
Bibliografía
La Política y el Idioma Inglés: El Malpensante No 50 Nov.1 Dic. 15 2003 George Orwell
Episemia o Pansemia: La Contagiosa Destrucción Del Lenguaje. Rebelión Julio 1º de 2005: Santiago Alba Rico
El Hombre Rebelde : Albert Camus.
LTI : Victor Kempeler
Ante el dolor de los Demás: Susan Sontag
Crisis de Las Ciencias Europeas y Fenomenología Transcendental : Edmund Husserl
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