Hacia mediados de Junio la confrontación entre el gobierno y las asociaciones patronales del campo parecía haber llegado a un punto de ruptura total, pero no fue así, pocos días después las aguas se calmaban. La presidente decidía transferir al Parlamento la decisión final sobre los impuestos a la exportación de productos agrícolas, es lo […]
Hacia mediados de Junio la confrontación entre el gobierno y las asociaciones patronales del campo parecía haber llegado a un punto de ruptura total, pero no fue así, pocos días después las aguas se calmaban. La presidente decidía transferir al Parlamento la decisión final sobre los impuestos a la exportación de productos agrícolas, es lo que esperaban los empresarios rurales para levantar su lockout que empezaba a desgastarse rápidamente al igual que la popularidad del gobierno. Fue el fin provisorio de más de cien días de enfrentamiento luego de los cuales, como dicen ahora algunos politólogos, «Argentina ya no es la misma». La imagen de la presidenta había llegado a un nivel de deterioro solo comparable con el del ex presidente De la Rua en diciembre de 2001, sus convocatorias a la movilización en apoyo al gobierno habían enardecido en su contra a las clases altas y a sectores crecientes de las clases medias. Por su parte los ruralistas habían extendido su influencia unificando detrás de ellos al conjunto de la oposición de derecha y a vastos sectores de las clases medias rurales y urbanas, en este último caso incluso a grupos medios-bajos afectados por un proceso inflacionario que a lo largo de los últimos meses ha deteriorado su nivel de vida. Sin embargo su radicalización los llevaba a un callejón sin salida, especialmente en el caso de la pequeña burguesía agraria prospera, una suerte de «nuevos ricos» furiosos ante las cargas fiscales que enturbiaban sus expectativas de ganancias abundantes y ascendentes. La intransigencia extremista a que habían llegado en sus exigencias era de hecho una convocatoria al golpe de estado, en el pasado tal vez su deseo se hubiera podido materializar, pero ahora, a un cuarto de siglo del fin de la última dictadura militar, la capacidad de intervención de las Fuerzas Armadas es casi nula, su degradación institucional y la lápida moral que pesa sobre ellas llamada genocidio hace impracticable esa posibilidad. La otra alternativa golpista era la de una pueblada de derecha (una suerte de 2001 al revés) amplificada por los medios de comunicación y finalmente manipulada por un sector del sistema institucional (judicial, parlamentario nacional, gobiernos provinciales, etc.). Pero los dirigentes de las derechas política y rural no estaban dispuestos a intentar semejante aventura, en primer lugar porque el actual gobierno más allá de su imagen progresista ha respetado integralmente al sistema neoliberal dominante heredado de los años 1990 y en consecuencia núcleos decisivos del poder económico no apoyarían de ninguna manera el desalojo de la presidenta. En segundo término porque ese hecho habría abierto una suerte de caja de pandora, un desorden general que unido al más que probable hundimiento de las clases populares acorraladas por el alza de los precios de los alimentos podría haber generado una avalancha muy extendida de protestas sociales. Y finalmente porque hacia mediados de junio pese a la persistente agitación de los medios de comunicación la popularidad del derechazo mostraba serios signos de deterioro, el alza de precios y la amenaza de desabastecimiento comenzaban a producir reacciones hostiles hacia los ruralistas provenientes de importantes sectores de las clases medias y bajas. Las asociaciones tradicionales de la burguesía terrateniente como la Sociedad Rural que a lo largo del conflicto habían mantenido un perfil relativamente moderado presionaron con fuerza para desacelerar la protesta. Los nuevos ricos del mundo agrario (pequeños y medianos rentistas y agricultores) fueron de hecho la masa de maniobras del bando de los agronegocios, se creyeron sujeto de una suerte de cruzada gaucha contra el «estado-ladrón» que les quería cobrar tributos extraordinarios. Por debajo de las escarapelas y banderas patrias se movía azuzada por las clases altas una clase media agraria mezquina que pretendía apropiarse de una parte sustancial del botín de super ganancias del negocio exportador.
Sin embargo sería un grueso error limitar el fenómeno a ese aspecto socioeconómico, el abanico civil movilizado contra el gobierno fue mucho más amplio, se extendió a las ciudades, cobró ímpetu en los grandes conglomerados urbanos incorporando a importantes sectores medios la mayor parte de ellos sin vínculos materiales directos con el mundo agrario.
Es cierto que en los barrios acomodados de Buenos Aires, por ejemplo, la vanguardia de los cacerolazos fueron las «cacerolas de teflón» esgrimidas por los ricos acompañados por nostálgicos de la última dictadura militar, pero el movimiento se extendió a las zonas de clase media y fue visible la simpatía despertada en sectores importantes de clase media urbana baja.
La desestabilización
Las movilizaciones promovidas por el gobierno se realizaron a fuerza de aparato, el clima entre los trabajadores fue de apatía o indiferencia y en ciertos casos de repudio no muy entusiasta a la derecha, el activismo pro gubernamental a veces autocalificado como «anti oligárquico» fue claramente minoritario.
Un factor decisivo del ascenso opositor en las capas medias y de alejamiento respecto del oficialismo en las clases bajas (donde la presidenta hizo su mejor cosecha de votos en 2007) es la inflación que ha deteriorado rápidamente los ingresos reales de los asalariados.
Actualmente la derecha política y su paraguas empresario señalan a la inflación como el enemigo principal a combatir para lo cual vuelven a levantar las tradicionales recetas neoliberales centradas en el llamado «enfriamiento de la economía» alcanzado a través de la reducción del gasto público y del freno a los salarios. El resultado sería un rápido incremento de la desocupación y la precarización laboral y el achicamiento de la demanda de las clases bajas pero no de los beneficios empresarios que se mantendrían o aumentarían gracias al descenso de los costos salariales reales. Con menores gastos el Estado podría preservar el superávit fiscal sin necesidad de aumentar los impuestos lo que beneficiaría obviamente a empresarios y clases altas en general. Allí se detiene la ofensiva liberal, porque según ellos el Estado debería seguir interviniendo en el mercado cambiario acumulando dólares y sosteniendo así un dólar artificialmente muy alto lo que permitiría mantener o aumentar los altos ingresos en pesos de los exportadores industriales y agropecuarios. En este esquema económico la gobernabilidad solo podría ser sostenida con dosis crecientes de represión social y con la consolidación del bloque reaccionario (clases altas y medias) tal como se ha ido conformando en los últimos meses. Pero ambas condiciones son de muy difícil obtención, las bases populares han cambiado mucho desde la década pasada, la experiencia de 2001-2002 marca un punto de inflexión casi irreversible. Si se impone la opción neoliberal la generalización y radicalización de las protestas populares conformaría un panorama de alta turbulencia al que seguramente se incorporarían sectores intermedios que afectados por la concentración de ingresos abandonarían sus delirios elitistas para volver a mirar con simpatía a los de abajo.
Por su parte el gobierno trata desde hace algo más de un año de enfrentar la inflación con medidas puntuales que no consiguen frenar el proceso. Desde el ocultamiento de la realidad manipulando las estadísticas hasta los acuerdos de precios sectoriales pasando por toda clase de negociaciones con grupos empresarios y burocracias sindicales, fue desplegado un complicado juego destinado ahuyentar el clima inflacionario preservando la alianza social y mediática que había sido la base de la gobernabilidad desde 2003.
El gobierno temía que dicha alianza se rompiera desde abajo, desde el espacio de los trabajadores debido a la persistente degradación de los salarios reales pero se rompió por arriba, desde el mundo de los agronegocios, desde las capas sociales más beneficiadas por la estrategia económica kirchnerista desatando una ola reaccionaria cuya magnitud y radicalidad sorprendió a todos, al gobierno por supuesto pero también a sus instigadores directos, los dirigentes empresarios rurales.
La aplicación de impuestos o retenciones móviles a la exportaciones agrícolas, que apuntan centralmente a las ventas externas de soja no constituyen una medida fiscalista, el estado dispone de una amplia variedad de fuentes tributarias alternativas y cuenta con un superávit fiscal considerable, su objetivo es el sistema de precios, la inflación empujada por la repercusión interna del alza internacional de los precios de los productos agrícolas. Midió muy mal las posibles repercusiones de la medida pero ¿quien las midió bien?, ni los dirigentes patronales agrarios, ni los medios de comunicación que los apoyan, sospechaban la ola de protestas que se desataría y mucho menos la rápida conformación de una masa social reaccionaria cuyo volumen y dinamismo no tiene precedentes en el último medio siglo. Par encontrar algo parecido deberíamos retroceder hasta 1955 cuando un enorme bloque de clases medias y altas apoyó (impulsó) al golpe militar antiperonista, también en ese entonces como ahora salpicado con brotes racistas contra los pobres.
Inflación, capitalismo realmente existente y agronegocios
El proceso inflacionario no es el resultado de un supuesto «recalentamiento» económico sino de una combinación de factores internos y externos cuya convergencia desborda tanto al oficialismo como a su oposición de derecha.
Desde el angulo de los costos productivos, la inflación internacional hizo subir los precios de una amplia variedad de insumos importados, esa tendencia se vio reforzada por la política de dólar alto en beneficio de los exportadores.
Pero un factor decisivo ha sido la carrera entre salarios y beneficios empresarios. Tomando como base las estadísticas oficiales los salarios reales cayeron en promedio un 30 % en 2002 y comenzaron a recuperarse al año siguiente, hacia 2007 ya se encontraban casi en el nivel de 2001, antes del desplome, pero eran todavía inferiores a los de mediados de los años 1990.
Tenemos que tomar en cuenta tendencias de largo plazo como las del crecimiento de la tasa de desocupación y de la concentración de ingresos, las mismas fueron avanzando lentamente desde mediados de los años 1950 a través de un movimiento zigzagueante expresión de la puja entre los sindicatos y las empresas, el golpe militar de 1976 aceleró su marcha que adquirió mayor velocidad en los años 1990. En 2001-2002 se produjo el derrumbe de los salarios y del gasto público en términos reales pero desde 2003 la recomposición económica produjo un gradual incremento de la ocupación que creció cerca del 20 % entre 2003 y el primer trimestre de 2007, de los salarios reales (crecieron algo más del 30 % en el mismo período) y de la participación de los trabajadores en el Ingreso Nacional: 23 % en 2003 y 28 % a comienzos de 2007 aunque todavía inferior a la de 2001 próxima al 31 % , todo esto siguiendo las estadísticas oficiales (1). Es muy probable que dichas estadísticas exageren las cifras positivas, además la recomposición salarial fue muy despareja, sin embargo resulta evidente que entre 2003 y 2006, el período de gloria del kirchnerismo, las tres variables arriba mencionadas aumentaron. Frente a ello el conjunto de la clase capitalista aprovechó en una primera etapa los bajos salarios reales para acumular beneficios festejando la expansión general de la demanda interna. Pero cuando entre fines de 2006 y comienzos de 2007 los salarios reales comenzaron a aproximarse a los niveles de 2001 los empresarios reaccionaron tratando de revertir la situación; comerciantes, industriales, productores agropecuarios, etc., fueron aumentando los precios de sus productos. Desde su punto de vista los aumentos en los precios de insumos y de los salarios estaban comprimiendo margenes de beneficios hasta niveles «inaceptables», para ellos 2001-2002 (al igual que 1976) marcaba un hito histórico irreversible.
La primera oleada inflacionaria fue suave y pudo ser absorbida por el conjunto de la población (incluidos los asalariados) y las relativamente pequeñas retracciones iniciales de la demanda en las clases bajas fue más que compensada por incrementos paralelos en la demanda de las clases superiores. Más adelante la reconcentración de ingresos (paralela al deterioro de los salarios reales) impulso con mayor fuerza el fenómeno de «inflación de demanda» proveniente de los sectores medios-superiores y altos.
El empujón final lo produjo la aceleración del alza de los precios internacionales de los productos agrícolas repercutiendo sobre el sistema interno de precios (y sobre las expectativas de superbeneficios en las clases altas y medias del mundo rural).
Como ya lo señalé el gobierno cuyo negocio principal es la «gobernabilidad», madre del poder político y de todos los negocios oficiales, reaccionó tratando de imponer retenciones móviles a las exportaciones agrícolas partiendo de la base de que sus precios futuros, en un horizonte previsible, serán cada vez más altos. Fue a la vez una medida defensiva y preventiva que provocó el amotinamiento ya conocido lo que a su vez aceleró el proceso inflacionario.
En uno de sus primeros discursos, al iniciarse la protesta rural, la presidenta señaló estar «en contra de la lucha de clases», lo expresó como una suerte de «principio doctrinario» irrenunciable; como lo estamos viendo se podrá estar a favor o en contra pero la lucha de clases existe. El fundador de su movimiento solía repetir hace varias décadas una y otra vez que «la única verdad es la realidad», queda abierto el debate acerca de si se trataba o no de un principio doctrinario o sobre el significado filosófico del concepto de «realidad» , etc., pero no podrá negarse que constituía un llamado a la sensatez y a la desacralización de fantasías irracionales, por ejemplo (si nos situamos en la Argentina actual) la ilusión respecto de un capitalismo armónico, estable, aunque subdesarrollado y crecientemente dominado por los agronegocios (inmersos en una avalancha de superganancias especulativas) y en medio de una formidable crisis global.
La larga marcha del parasitismo financiero
Los agronegocios aparecen hoy como la cabeza, el área más prospera del capitalismo argentino, la agresividad de sus huestes, su tono autoritario ha llevado a diversos grupos y comunicadores pro gubernamentales a calificar al fenómeno de «renacimiento oligárquico», de resultado de la «reprimarización económica», de retorno al viejo sistema agroexportador sobre el que la aristocracia terrateniente colonial asentó su poder hace algo más de un siglo, desplazado después por la industrialización y el primer peronismo.
Esa imagen oculta el carácter claramente «financiero» de los agronegocios y en consecuencia su pertenencia al movimiento global de financierización ascendente desde hace cuatro décadas que ha terminado por establecer su hegemonía sobre la economía mundial. La masa total de fondos que circulan en sus redes especulativas se aproxima a los mil millones de millones de dólares (equivalente a casi 16 veces el Producto Bruto Mundial), solo los negocios con los llamados «productos financieros derivados», registrados por el Banco de Basilea, rondan los 600 millones de millones de dólares. Esta hipertrofia parasitaria ha impuesto su sello subcultural a las más variadas actividades productivas tanto en los países centrales como en los periféricos, es una de las causas decisivas de la inflación internacional (cuyo pilar fundamental es obviamente la explosión del precio del petróleo) y la principal fuente nutricia de la depredación ambiental planetaria.
Dicha tendencia, expresión de decadencia civilizacional, atrapó a las sociedades latinoamericanas hace ya mucho tiempo. El inicio de la declinación de la economía argentina suele establecerse en el segundo lustro de los años 1970, durante la dictadura militar, cuando emergió dominante el sector financiero como cabeza de un sistema más vasto de actividades especulativas que fue dejando en un segundo plano a los sectores productivos, principalmente la industria. Entre 1976 y 1981 el sector industrial creció apenas un 2% en términos reales, mientras el financiero lo hizo en casi 150% (2).
En Argentina el nacimiento de la hegemonía financiera, que desde el comienzo asumió formas mafiosas, apareció como resultado del agotamiento y descomposición del proceso de industrialización (subdesarrollada) evidente desde fines de los años 1960 cuya más alta expresión política fue el primer gobierno peronista (1945-55). Dicho proceso nunca había podido superar el viejo esquema agroexportador, con el que coexistió de manera inestable y confusa: dependía para funcionar de las divisas de las exportaciones provenientes del sector rural, lo que determinaba una debilidad estratégica fundamental en su inserción internacional. Esto prosiguió hasta mediados de los 1970, en un contexto de interminable sucesión de golpes y contragolpes de Estado y asociaciones intersectoriales de las que participaban las transnacionales que iban ocupando posiciones, los acreedores externos, los industriales más o menos «nacionales», los intereses de la alta burguesía rural y comercial, los sindicatos, etc., en una suerte de eterno «empate» donde ningún sector conseguía prevalecer de manera durable. En los hechos se iba produciendo poco a poco la recolonización del aparato económico argentino (a través de la deuda externa, las inversiones extranjeras, el debilitamiento comercial) al mismo tiempo que se concentraban los ingresos y se degradaba el Estado. Este retroceso general debilitaba, quebraba una tras otra las zonas de protección económicas, institucionales y sociales, transformando al capitalismo local en su conjunto.
La dictadura instalada en 1976 produjo un cambio cualitativo, marcado por la avalancha especulativa, la caída salarial y la apertura importadora salvaje, coincidente desde la especificidad periférica argentina con el proceso global de dominación financiera.
El predominio de los agronegocios debe ser visto en consecuencia como la resultante (la más reciente degeneración socioeconómica nacional) de ese movimiento externo-interno, la dinámica del mundo rural argentino de hoy es inexplicable sin la introducción de términos como «pool de siembra», «fondo fiduciaro» o «rentista rural». Por otra parte su auge es el producto del alza acelerada de los precios internacionales de los productos agrícolas: componente de la crisis mundial del capitalismo, resultado del agotamiento tecnológico de la modernización agrícola convertida en mega depredadora de recursos naturales, generadora de hambrunas en vastas zonas subdesarrolladas, desestabilizadora de economías centrales y periféricas.
De todos modos la «cultura financiera» de los centros dinámicos del sistema rural argentino no significa la presencia de una «nueva burguesía» borrando por completo las viejas raíces oligárquicas. El proceso histórico ha sido mas complejo, las antiguas clases dominantes agrarias fueron mutando en las últimas décadas, sobre todo desde los 1990, algunos sectores desapareciendo del escenario, otros adaptándose con dificultades y finalmente los ganadores incorporándose de manera plena a los nuevos tiempos, asociándose con los recién llegados por lo general especuladores, estructuras financieras locales y transnacionales (en numerosos casos es casi imposible diferenciar estas dos últimas categorías). Hoy cuando observamos a la élite dirigente de la economía agraria encontramos viejos apellidos de la aristocracia rural combinados con personajes surgidos de los negocios rápidos de la era neoliberal, grupos financieros globales, etc. A este proceso de «financierización» han ingresado amplias capas de la clase media agraria en tanto socias de los nuevos emprendimientos o como rentistas.
Por otra parte no deberíamos oponer de manera esquemática los nuevos comportamientos a la antigua cultura «oligárquica», muchas veces señalada erróneamente como «poco-capitalista», «atrasada» desde el punto de vista del desarrollo burgués. Desde sus orígenes en el siglo XIX la élite pampeana estuvo impregnada de una gran dinámica comercial-financiera, su carácter colonial le otorgó una identidad «internacional» (pro europea), diversificó sus negocios en el área urbana donde por lo general residía, etc.
En consecuencia su última mutación hacia los agronegocios de alta tecnología no significó el ingreso a un mundo totalmente nuevo sino más bien el salto cualitativo de procesos recientes y también de otros muy lejanos en el tiempo.
Crisis de gobernabilidad
La economía mundial, con centro en los Estados Unidos, va ingresando en una situación caracterizada por la combinación de inflación y desaceleración productiva. El desorden inflacionario global llegó para quedarse seguramente durante mucho tiempo, acunado por la hipertrofia financiera, empujado por el alza incesante de los precios del petróleo, los alimentos y la commodities en general.
Los agronegocios actuales son entre otras cosas «negocios inflacionarios», impulsados por (e impulsando) corridas especulativas internacionales (e intranacionales), golpes de mano y operaciones de corto plazo en procura de superganancias, acumulaciones veloces de liquidez destinada a ser reinvertida en ese rubro o en otros. La depredación de todo lo que se les cruza en el camino (recursos naturales, estructuras sociales, etc.) es una componente esencial de su comportamiento. En el caso específico argentino es posible afirmar que el clima cultural prevaleciente a comienzos de esta década (bien abonado por el período menemista) estaba perfectamente preparado para esa avalancha capitalista global, el gobierno de los Kirchner ahora victima del fenómeno lo alentó desde su llegada porque lo consideró un factor decisivo de la «prosperidad económica» que aseguraba la estabilidad institucional. Los records de exportaciones agrícolas (es decir el ascenso triunfal de los agronegocios) era presentado desde el oficialismo como ejemplo de éxito empresario de la nueva Argentina donde la acumulación de reservas dolarizadas, las altas tasas de crecimiento del PBI y el enriquecimiento de los poderosos solían ser asociadas a la integración social, la recuperación de salarios y empleos y la consolidación de la convivencia republicana.
Al parecer el «progresismo» había por fin encontrado la fórmula de la cuadratura del círculo: subdesarrollo capitalista prospero con inclusión de los de abajo y democracia representativa. Pero la fiesta duró menos de un lustro, los agronegocios fueron acumulando poder económico, mediático y político y en el primer semestre de 2008 ya estuvieron en condiciones de exponer su poderío y avanzar hacia una super concentración de ingresos.
Al hacerlo deterioraron gravemente no solo a la gobernabilidad progresista sino a la gobernabilidad en general: la inflación descontrolada y la irrupción de una masa social reaccionaria muy agresiva y extendida con claros brotes protofascistas puso al desnudo la debilidad del régimen político, su insuficiente legitimidad. De manera aparentemente «inesperada» ha comenzado la enésima de crisis de gobernabilidad de la historia argentina, la misma no ha sido originada por el derrumbe económico sino por la prosperidad (agroexportadora), su contexto internacional esta sobredeterminado por la crisis estanflacionaria global, la burguesía ganadora que la ha desatado difícilmente podrá transformar su dominio económico en un sistema integral y durable de control político de la sociedad, su ascenso es desestabilizante. De todos modos no parece preocuparle demasiado el futuro en general y mucho menos el futuro de la «democracia» virtual argentina, su obsesión es acumular grandes beneficios lo más rápido posible, su mundo es el del corto plazo y se corresponde con la vorágine nihilista de los centros financieros del planeta.
Mientras tanto el gobierno y la totalidad de los grandes medios de comunicación insisten en que Argentina se encuentra ante «una gran oportunidad» para enriquecerse gracias al ascenso vertiginoso de los precios de los alimentos, el hecho de que el mismo sumerja en el hambre a centenares de millones de seres humanos no parece motivar en ellos ninguna reacción ética. Su pequeña «racionalidad» amoral les impide percibir desde una visión racional más amplia la catástrofe hacia la que se encaminan mientras contabilizan sus ganancias extraordinarias, al zambullirse en el mar turbulento del área más inestable de la economía mundial con sus precios zigzagueantes y sus estampidas financieras.
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(1), Eduardo M. Basualdo, «La distribución del ingreso en la Argentina y sus condiciones estructurales», Memoria Anual 2008, Centro de Estudios Legales y Sociales, Argentina.
(2), Jorge Beinstein, «Crisis de régimen en Argentina. Pujas internas en la dirigencia, descontento social», Le Monde Diplomatique, «el diplo», número 22, abril 2001.