Somos cautivos de un inefable aparato mediático, que es capaz de convertir al agredido en agresor y al agresor en alma caritativa que va por la vida ofreciendo ayuda humanitaria. Son tiempos difíciles, pero tremendamente difíciles para la libertad de información y, sobre todo, para la difusión de dicha información. La tarea es tan ardua […]
Somos cautivos de un inefable aparato mediático, que es capaz de convertir al agredido en agresor y al agresor en alma caritativa que va por la vida ofreciendo ayuda humanitaria.
Son tiempos difíciles, pero tremendamente difíciles para la libertad de información y, sobre todo, para la difusión de dicha información.
La tarea es tan ardua y tan complicada que quienes se dedican a investigar e intentar exponer sus análisis en profundidad, con otras miradas, desinteresados, impulsados por la honda motivación de querer entender cómo funciona el mundo en que vivimos, y dispuestos a establecer un diálogo para poner de relevancia las inmundicias de este sistema que nos devora, terminan normalmente siendo cuestionados o, lo que es peor, censurados como meros transmisores de teorías estúpidas o sin ningún sentido.
Ya no importa el tema que vayas a tratar; hables de ecología, agricultura, alimentación, investigación, farmacias, organizaciones no gubernamentales, política, cambio climático, religión, filosofía, deportes o redes sociales, todo está hasta tal punto contaminado que no tenemos casi nada que hacer. Tan solo esperar la comprensión de quien te lee, creer en su templanza y en su buen hacer, en esa predisposición a construir y argumentar nuevas ideas. Pero ese margen de confianza está también deteriorado, sencillamente porque los cauces de información general están absolutamente esquilmados.
Europa está a la vanguardia de la censura y la ocultación. Mientras vivimos una época en la que la ciudadanía europea hace valer su «supremacía democrática» sobre el resto del mundo (y sobre el mundo árabe en particular), la propia ciudadanía desconoce los acuerdos y pactos que firman sus dirigentes.
Dicha supremacía respalda, como no podía ser de otra forma, el ímpetu del capitalismo. Un sistema en continua expansión y que, precisamente por ello, está en la necesidad de proveerse de poderosos aparatos de propaganda para construir amplios consensos que justifiquen sus guerras (o lo que es lo mismo, sus nichos de recaudación y reestructuración).
Queda resuelto de este modo el control absoluto de la información. Por un lado a través de la censura y, por si esto no fuera poco, con el añadido de esa maquinaria capaz de alterar la percepción selectiva de la población.
Que los medios de comunicación están en manos de cuatro grandes grupos lo saben ya muchas personas, pero aun así no percibo una conciencia mayoritaria sobre las consecuencias de dicha intimidación. Si hiciéramos una encuesta en relación, por ejemplo, a las «revoluciones de colores» o a las «primaveras árabes», una mayoría absoluta se decantaría precisamente por lo que dichos medios les han contado en todos estos años de embustes y ficción. Por tanto, superar la asimilación de la supuesta convicción del engaño que vuelve a engañar, es misión imposible.
Desgraciadamente, un claro ejemplo de ello lo tenemos en los informes posteriores a la invasión de Libia. Periodistas, filósofos, politólogos y analistas de la «vanguardia intelectual de la izquierda» hicieron un flaco favor a los deseos de paz y movilización popular apoyando la injerencia en dicho estado, y clamando por el derrocamiento de Gadhafi. Y ahora que sabemos lo que ocurrió realmente, ¿qué nos queda? ¿Van a donar sus bienes para regalárselos al pueblo libio, que ha quedado desmantelado? Es tremendo, es desolador tener que convivir una y otra vez con el mismo drama. He de callar mi boca y mirar a otro lado, para no lanzar misiles con mis palabras para quienes alientan tanta violencia. ¿Qué necesidad tienen, qué consiguen con ello? ¿Son posicionamientos conscientes o tan solo producto de la torpeza u «otros infortunios»?
El Parlamento español también apoyó la invasión (intervención militar para ellos), a petición de José Luis Rodríguez Zapatero. De un total de 340 diputados presentes, 336 votaron a favor, 3 en contra y una sola abstención. Cinco años después comienzan a llegar las primeras conclusiones. Siempre es igual. Siempre tarde. Y la Corte Penal Internacional de La Haya cubriéndose de medallas con sus deliberaciones nada imparciales, con África en el punto de mira mientras nuestros dirigentes salen ilesos de sus graves decisiones; «la estrategia estuvo basada en conjeturas erróneas». A la estrategia también se le puso nombre: Odisea del amanecer. Se me humedecen los ojos una y otra vez, en cada ocasión que un nuevo informe demuestra la barbarie que nos rodea. Libia ya está aniquilada.
No quiero entrar en un debate en el cual se me interpelaría por mis propias observaciones. Procuro dejar constancia de mis preocupaciones, a ser posible con noticias y argumentos contrastados. Ahí están diseminadas por la red miles de palabras, pensadas, ordenadas y analizadas, queriendo gritar una realidad que se nos oculta, queriendo dar luz a las oscuras causas que matan y menosprecian. Palabras que siempre necesitan ser justificadas. Pero también palabras que a veces pueden ser recordadas.
Como hoy, recordadas para desbrozar la maleza, para celebrar el acontecimiento de una noticia, y para tomar aliento y seguir con tiento cada referencia.
En varias ocasiones escribí sobre Ucrania. No recuerdo debate ni ningún tipo de acogida. Sí en cambio que me tiraba al monte sin brújula alguna. La cuestión es que, sabedor de tamaña peripecia, has de buscar información hasta en las ocultas estancias de la memoria, para que quien pueda llegar a leerte tenga elementos suficientes para proseguir tu estela. Pero es tan engorroso y es tan agotador que muchas veces piensas en dejarlo todo y quedarte solo en la esquina de tu propio balcón.
Es muy cansado verte en la obligación de estar justificando cada frase, cada consideración, y la respuesta que otorgas a cada interrogación.
Es más, estoy convencido de que es una trampa. Mientras ellos nos devoran con sus continuas falacias, y nos ocultan hasta el código informático del recuento de votos, nos obligan a tener que demostrar la existencia de documentos robados, de disquetes devorados, de entrevistas preparadas, de incendios provocados, de datos escondidos, de violaciones enmascaradas, y hasta de matanzas amañadas.
Mientras ellos juegan nosotros tenemos que averiguar cuál va a ser la próxima tentación de su desmesura, y cuál fue el crimen que cometieron mientras se reunían en la última cena.
Es un delirio estar continuamente a expensas de que nazca un Snowden o de que un tipo insistente descubra el dato que demuestre que el engaño era evidente. Es un delirio obligarte a tener que buscar allí donde han arrojado toneladas de residuos para que luego tú tengas que limpiar hasta el inodoro del presidente de la comunidad. Y todo para conseguir un dato, un miserable dato que justifique tu percepción. Hastía, devora, fulmina…
Durante el Festival de Cine de San Sebastián una mañana me encontré con el programa de mano de todas las proyecciones. Estaba con dos amigas. En una de las secciones anunciaban un documental sobre Ucrania. En cuanto lo vi me enojé y se lo hice saber a ellas. ¿Éste documental? Pero si es una parodia de lo que aconteció en realidad. ¿Quién se encarga de decidir qué películas se van a proyectar? No hay derecho! Allí se quedaron mis palabras… Netflix ganó fácilmente la batalla. Es muy fácil que te la den hasta sin queso. Este documental (Sub HD, hay que insistir después de las ventanas publicitarias y ya está), estuvo en la Selección Oficial del Festival de Cine de Venecia en el 2015, en la Selección Oficial del Festival de Cine de Telluride del mismo año, en la Selección Oficial del Festival de Cine de Toronto y, claro está, ¿cómo no iba a llegar a la Bella Easo? Nos lo ponen muy caro. El tráiler ya avanza un subproducto de Hollywood fácil de masticar.
Y así hasta que a veces llega el salvador, y todos tus esfuerzos parecen ser recompensados. En esta ocasión llega vestido de documental con una nueva producción de Oliver Stone, y dirigida por Igor Lopatonok. La prensa parece estar ausente, como no podía ser de otra forma. Lo que trasciende es una bofetada contra los mass-media y contra la verdad oficial, y nos descubre, oh sorpresa, una nueva visión de lo que ha acontecido en Ucrania, una nueva visión de lo que representan las «revoluciones de colores», y una nueva visión del papel que representan la CIA y los Estados Unidos en el mundo.
Digo parecen porque uno no se siente muy cómodo por el hecho de que su trabajo tenga validez o no en función de lo que un director reconocido o un infiltrado hagan o dejen de hacer. Pero he de reconocer que a veces, reconforta.
Lo que verdaderamente nos interesa es mostrar la implacable censura de los medios, y denunciar a esta Europa infatigable en su desmantelamiento de la democracia. Dos días antes del estreno, en la red apareció una petición del ucraniano Andréi Nezvani para que se prohibiera el filme, ya que en él «se tergiversan los hechos» y puede «provocar desórdenes en masa en Ucrania».
El desorden ya está instalado en este continente corrompido por su avaricia y su modelo de desarrollo. Somos ahora nosotros quienes debemos ser conscientes de ello, y denunciar además de la censura y a sus confidentes de la manipulación el fraude al que estamos asistiendo.
¿Por qué cuesta llegar tanto al fondo de los hechos, que siempre cuentan con un mismo patrón? ¿Por qué quienes escriben y quienes pretenden informar son, en su mayoría, alentadores de un modelo de gestión donde se permite que el expolio de otras partes del mundo forme parte de nuestra tradición?
Estamos atrapados por el exceso de desinformación, y «forzados magistralmente» a asumir un comportamiento lastrado por las consecuencias del despotismo y el neocolonialismo más cruel.
José Luis Vázquez Domènech, sociólogo.
Fuente original: http://www.tercerainformacion.es/opinion/opinion/2016/12/05/europa-la-censura-y-la-maquinaria-mas-cruel