Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
La distopía ya está aquí, pero parece que últimamente nos hemos equivocado de bando.
Vivimos en una época en la que la Seguridad Nacional y la Oficina Federal de Investigación (FBI) han decidido calificar a los grupos antifascistas como organizaciones terroristas mientras sacan de estas mismas listas a los grupos racistas blancos [1]. La militarización de la policía continúa avanzando y Estados Unidos sigue con sus guerras imperiales por todo el planeta, sin importarle el hecho de que el cambio climático haya empezado a hacer estragos en nuestro mundo. Todos los métodos imaginables para reforzar a la policía estatal que empezaron a tomar forma definitiva bajo las presidencias de George W. Bush y Barack Obama han vuelto a ponerse en marcha.
Pero, ¿en qué temas insisten una y otra vez los sitios de noticias «progresistas» y liberales? Todo gira alrededor de Rusia, el calzado usado por Melania Trump para visitar los lugares afectados por el huracán y la amenaza de un tenebroso fantasma que anda al acecho de una humanidad desprevenida. Pero ese diablo no es la creciente amenaza del resurgir de la ultraderecha. Ni mucho menos. Para ellos, el diablo es precisamente todo lo contrario: una serie de grupos conocidos colectivamente como «antifa».
¿Y entonces, qué son los antifa? Para mucha gente, no son más que un montón de matones violentos que destruyen la propiedad privada y asaltan a pobres hombres blancos que portan banderas confederadas y esvásticas de moda, arrebatándoles su precioso derecho a la libre expresión. ¡Pobres diablos! En la actualidad no existe ninguna organización en particular llamada antifa. En realidad, se trata de un término general que describe a una serie de grupos de extrema izquierda, generalmente anticapitalistas, que se oponen activamente al renacimiento del fascismo. Son, por definición, antihomofóbicos, antirracistas y antisexistas. Es decir, son exactamente lo opuesto a los nazis. Ser «antifa» es actuar contra el fascismo, no creer en algo específico más allá de la protección de las personas que pueden ser objetivo de los fanáticos, por cualquier medio que sea necesario. Para una descripción mucho más precisa, el libro de reciente publicación Antifa: The Anti-Fascist Handbook, de Mark Bray es de esencial lectura. Puede que llegado a este punto, querido lector, se pregunte cómo es posible que, siendo lo opuesto a los nazis, se les pueda comparar con ellos «a todos los efectos» (tal y como algunas almas desafortunadas, como Chris Hedges, The New York Times, The Washington Post e incluso The Guardian continúan vomitando en cualquier medio de comunicación imaginable). La respuesta está en la necesidad que tiene el liberalismo de crear falsas equivalencias con el fin de mantener el status quo. En otras palabras, la afirmación repetida como un loro de que antifa y nazismo son moralmente equivalentes no es ni más ni menos que una absoluta estupidez.
Suele acusarse a los izquierdistas radicales de tener ideas utópicas, pero a estas alturas es evidente que son los liberales los que viven en un mundo de fantasía mientras los izquierdistas son consumados realistas. Cuando anarquistas, comunistas y otros anticapitalistas afirman que es imposible negociar con los fascistas es porque sus argumentos tienen el aval del peso de la historia y la experiencia. Entre tanto, debería ser obvio que los ataques liberales a los antifa no son más que reflejo de una estrategia sociopolítica de despiste destinada a asegurar la supervivencia de sus privilegios raciales y de clase.
Claro que la colaboración de gobiernos occidentales con regímenes fascistas y totalitarios no es nada nuevo. Ni tampoco es ninguna novedad calificar de «terroristas» a los grupos que se enfrentan activamente a esos regímenes. Ya lo hemos visto anteriormente, en la España de Franco, el Portugal de Salazar, el Chile de Pinochet… y así sucesivamente. Lo cierto es que a los gobiernos occidentales les va bien así. Al capitalismo le va bien así. Los mercados se mantienen estables, la inversión extranjera asegurada y los movimientos sociales aplastados.
Al fin y al cabo, el llamamiento a oponerse a «la violencia» no es más que teatro político. Los conservadores siguen el juego a los fascistas debido a su obsesión reverencial por la ley y el orden y sus tendencias racistas latentes. Los liberales, que también consienten la supremacía blanca, atacan a los grupos antifascistas porque saben reconocer un buen chivo expiatorio cuando lo ven. Lo hacen con la esperanza de poder distraer a los lobos y evitar que se les lancen a ellos al cuello. El centro y el centro-derecha, en su mayoría orgullosos demócratas capitalistas y otros «progresistas» de Wall Street, prefieren ver a los izquierdistas apaleados y asesinados antes que convertirse ellos en el objetivo. Este tipo de accionen recuerdan la crítica del difunto Nikos Poulantzas, cuando afirmó que el Tercer Reich no habría sobrevivido sin el apoyo de los liberales. Al fin y al cabo, solo obedecen órdenes y son buenos ciudadanos respetuosos con la ley. Lo mismo que demostraron ser sus colegas liberales en el Tercer Reich.
Los liberales se niegan a renunciar a sus privilegios de capitalistas blancos y, con el fin de mantener su estúpido concepto del «centrismo», antes verían sangre derramada en las calles que llegar a considerar cualquier tipo de respaldo a los anticapitalistas antifascistas. No es más que una forma de ejercer el control de daños, su manera de asegurarse de que la violencia permanezca donde debe estar: dirigida a los afroamericanos, musulmanes, homosexuales y latinos.
La obsesión liberal por defender las intervenciones militares en el exterior y atacar la resistencia activa al fascismo en el interior, criminalizando cualquier cosa que se asocie remotamente a su concepto imaginario de una tenebrosa organización antifa, sin importarles que tal cosa no exista, solo sirve para acentuar que su obsesión por la «no violencia» no es más que una mentira interesada.
Esta es la auténtica motivación de la ofensiva de los medios de comunicación mayoritarios dirigida a criminalizar el mismo concepto de antifa y de por qué los liberales han insistido en no-escándalos como el de [Trump y] Rusia. Va más allá de la noción de noticias fabricadas. Como toda buena propaganda, es la inundación constante de todos los medios de comunicación con un único mensaje, sin pausa. Y es la forma más tediosa de contemporización. Es preciso sostener que el hecho de que los liberales comparen el movimiento antifascista con los nazis es una acción tan suicida como insistir en un tratamiento alternativo a un tumor letal que implique que el paciente «sea amable» con la excrecencia maligna, mientras se opone a la quimioterapia y la cirugía por ser medidas «muy extremas».
Puedo imaginarme el sketch del programa del Sábado Noche: «Su tumor necesita un abrazo. Y un pedazo de tarta». Risas enlatadas y música de fondo.
Centristas como Trevor Noah y liberales blancas como Tina Fey y Samantha Bee [2] hablan desde sus privilegios de clase y prefieren que seamos los demás quienes insistamos en la necesidad de aprender a coexistir con la cosa más cercana al diablo que nuestra especie ha producido jamás. Contemplar a alguien como Noah, un hombre sudafricano que debería saber perfectamente adónde llevan los errores del racismo blanco, ridiculizar en televisión a un «antifa vegano» (y por tanto abogar por silenciar la disconformidad) es más de lo que necesitamos para denunciar las trágicas consecuencias de llevar esta especie de liberalismo terminal a su lógica y terrible conclusión. Incluso una persona tan bien culta como Noam Chomsky parece haber perdido por completo el rumbo (los papeles ¿?) cuando se trata de antifascismo [3].
No nos equivoquemos. El fascismo es un tumor. No se negocia con un tumor ni se le apacigua. Se extirpa. Y, en este caso, los «antifa» son uno de los escalpelos de la sociedad. Así que téngalo en cuenta, querido lector, cuando decida repetir alguna de las tonterías que su comentarista favorito escupa en la tertulia de la noche. Las palabras tienen consecuencias, ahora más que nunca.
Notas del traductor:
[1] El autor habla de «supremacistas blancos», un eufemismo muy extendido en EE.UU. para referirse al racismo blanco. Citando a Pascual Serrano, «Los acontecimientos de Charlottesville (Virginia, EEUU) han traído a nuestra prensa el término «supremacista» no utilizado habitualmente hasta ahora ni existente en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, convirtiendo el racismo de toda la vida en supremacismo». Por ese motivo, en el artículo se ha traducido como «racismo».
[2] Los tres son presentadores de conocidos programas nocturnos de televisión, donde se combinan noticias, entretenimiento, entrevistas, etc.
[3] Para más info: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=231175&titular=6-razones-por-las-que-noam-chomsky-est%E1-equivocado-con-el-antifa-
Miguel A. Cruz-Díaz es natural de Puerto Rico y doctorando de Historia por la Universidad de Indiana. Está especializado en historia de los sindicatos, del anarquismo y de otros grupos antiautoritarios del Imperio Británico, especialmente de Sudáfrica y Australia. Se le puede contactar en [email protected]
Fuente: https://www.counterpunch.org/2017/09/05/dancing-with-the-devil/
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