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Ciberactivismo

Fuentes: Mundo Obrero

Las nuevas tecnologías, internet, las redes sociales han llegado a la ciudadanía con una aureola de democratización, participación e igualitarismo. No solamente se trataba de aparatitos, formatos y soportes fascinantes tecnológicamente -como toda tecnología innovadora-, sino que además resultaban -en tanto que igualitarias y baratas- libertadoras puesto que rompían el monopolio de la difusión de […]

Las nuevas tecnologías, internet, las redes sociales han llegado a la ciudadanía con una aureola de democratización, participación e igualitarismo. No solamente se trataba de aparatitos, formatos y soportes fascinantes tecnológicamente -como toda tecnología innovadora-, sino que además resultaban -en tanto que igualitarias y baratas- libertadoras puesto que rompían el monopolio de la difusión de los grandes grupos de comunicación y las grandes empresas. No se podía pedir más. No negaremos que parte de todo esto es verdad, pero no basta con esa conclusión, existen muchos más elementos en torno a las nuevas tecnologías para los que debemos estar alertados y preparados. «El riesgo de internet es pensar que se vive la democracia en directo, cuando sólo es una democracia virtual. Internet no es más que la continuación de la utopía de querer hablar directamente con todo el mundo; el problema es pensar que eso va a resolver nuestros problemas reales». Así de contundente se expresa Patrice Flichy, profesor de Sociología en la universidad francesa de Marne-la-Vallée, cofundador y director de la revista bimestral Réseaux y experto en internet. 

Soy de los que piensan que corremos el peligro de que nuestro activismo político se despeñe por una pendiente hacia la virtualidad de los manifiestos y firmas en la red, los tuits y los comentarios de facebook. No dejamos de enorgullecernos porque se han recogido un millón de firmas en internet para que dimita Rajoy. ¿Y qué? Podrían haber sido diez mil o diez millones y hubiera tenido el mismo resultado. Recientemente se ha sabido que una de los principales portales de internet donde se alojan campañas de recogidas de firmas y envíos de emails, Change.org, está operado por la corporación estadounidense con ánimo de lucro Change.org Inc., con sede en el estado de Delaware, (uno de los tres estados norteamericanos, junto a Wyoming y Nevada, que permiten una exención de impuestos para sociedades limitadas (La Marea, 4-3-2013). Con algo menos de 100 trabajadores, la empresa facturó más de 15 millones de dólares en 2012. Change.org, según consta en su página web, no se hace responsable absolutamente de nada, ni tan siquiera de que los datos recogidos en la base de datos sean correctos o se encuentren duplicados por miles, como se ha demostrado más de una vez. No existe una Change España como tal, simplemente se trata de una página web traducida al castellano, cuya legislación aplicable de competencia y cuya jurisdicción se basan en la aceptación de las leyes del Estado de Delaware. En la página web de Change.org/es se hace gala de ser una empresa social («Tenemos el orgullo de ser una empresa social, utilizando lo mejor de una empresa para promover el bien social»), pero Change Inc. no se ajusta al marco legal vigente en España para las empresas sociales se regulan por la Ley 5/2011, de 29 de marzo, de Economía Social. Es, por tanto, una empresa normal y corriente que gana dinero con las cibercampañas.

No olvidemos que las guerras y las hambrunas no son nada virtuales, con sus muertos no virtuales y los armamentos y criminales que las provocan, tampoco virtuales. Igualmente, nuestro salario y nuestras prestaciones sociales nos las están disminuyendo de forma real, mientras seguimos conectados al mundo virtual. La ofensiva tecnológica-virtual parece diseñada para sacarnos de la realidad auténtica y meternos en una realidad virtual con el objetivo de neutralizarnos. Existen juegos en internet para niños -y adultos- en el que el sistema te premia con «créditos» para comprar objetos virtuales previo envío de SMS con un coste en euros reales. Es decir, cambian con toda impunidad dinero real por dinero virtual. Del mismo modo actúa gran parte de la revolución tecnológica: nos roba nuestra vida real, sobre todo si puede ser potencialmente crítica y subversiva, y nos la cambia por vida virtual. Mientras los empobrecidos del mundo mueren de hambre, los que tienen para comer son aprehendidos y llevados al mundo virtual.

Frente a las redes virtuales, debemos apostar por construir redes reales. El primer paso es reconocer que las virtuales nunca pueden sustituirlas. Las redes de internet son precarias, coyunturales e impiden establecer lazos firmes entre sus miembros. Aunque resulte una obviedad, no hay que dejar de insistir en que los «amigos» de Facebook no son amigos. Unas redes firmes, sólidas y duraderas requieren personas que se encuentren físicamente en el mundo real, que se enfrenten a situaciones de la vida real en lugares físicos, cara a cara, que discutan sobre problemas comunes, objetivos y planes de acción. Todo ello sin la mediación de máquinas. Las redes sociales y el mundo virtual han socavado el histórico derecho de reunión y lo han sustituido por un hecho social alucinatorio: la falsa conciencia de reunión, la ‘ilusión de reunión’. La conciencia espectadora, presa de la pantalla, tras la cual ha sido deportada la propia vida, sólo encuentra interlocutores ficticios que desemboca en un autismo espectacular. En palabras premonitorias de adónde nos ha llevado internet, Guy Debord afirmó que «la ‘misión histórica de instaurar la verdad en el mundo’ no pueden realizarla ni el individuo aislado ni la muchedumbre atomizada». Y, hoy, cada uno de nosotros, frente a nuestro ordenador, no somos otra cosa que muchedumbre atomizada. La alternativa según Debord era el Consejo Obrero como forma desalienada de la democracia. Sí, un término, el de Consejo Obrero, que puede parecer arcaico, pero que no es otra cosa que el encuentro físico de seres humanos oprimidos con el objetivo de liberarse y de cambiar el mundo.

 

Esta tesis se desarrolla en el nuevo libro de Pascual Serrano, «La comunicación jibarizada» (Península)