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De la expropiación mediática a la recuperación del «sentido común»

Fuentes: Papeles de FUHEM

Artículo escrito por encargo de la revista Papeles de FUHEM, para el especial titulado «La Gran Involución», sobre el impacto del neoliberalismo y la deriva autoritaria que ha precedido al estallido de la crisis, publicado en el número 124 (febrero-mayo 2014).


El Golpe de Estado que no fue televisado

Pertenezco a una generación marcada por la palabra «Transición» y por las imágenes de la entrada del teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados al grito de «¡Quieto todo el mundo! ¡Silencio! ¡Todo el mundo al suelo!» el 23 de febrero de 1981. Han tenido que pasar más de tres décadas para comprender que, mientras el rey hacía el paripé de rescatar la legalidad y nuestros padres suspiraban aliviados, se estaba dando otro golpe que triunfó, ha vaciado de contenido no solamente el Congreso de los Diputados sino todo el título I de nuestra Constitución vigente, y ha conseguido que la palabra «democracia» suene a chiste de mal gusto, como sucede con todos los derechos fundamentales que se supone que nuestro Estado debe garantizar: vivienda, trabajo, salud, alimentación, educación… información.

No hemos escuchado los tiros. No han tenido que ocupar militarmente la televisión, la radio y las redacciones de los periódicos. Pero lo cierto es que unos pocos -muy pocos- han decidido por todos que la información ya no es un derecho fundamental del público para conocer e interrelacionar los acontecimientos de forma que le sea posible situarse frente a los temas relevantes y deliberar sobre ellos en el espacio público. Tampoco se entiende ya la información como un contrapeso imprescindible que ejercen los medios de comunicación, los mediadores sociales, frente a los poderes políticos y económicos, en representación de toda la sociedad, en su deber de investigar, develar lo que se quiere ocultar y denunciar los abusos e irregularidades para velar por el cumplimiento de las leyes y el interés general.

Hoy «el público» en los medios hegemónicos es un objeto que se vende a los anunciantes y al que hay que seducir y entretener. Y el poder político, el poder económico y la gran prensa han dejado de vivir en tensión. El gran capital impone su tematización, jerarquiza y traza líneas editoriales en los medios de comunicación, sin que tenga que recurrir a la coacción o a la censura en la mayor parte de las ocasiones. Sencillamente los medios de comunicación comerciales son meras correas de transmisión del poder económico, hasta unos extremos que harían temblar de consternación a los padres de la gran prensa liberal del siglo XIX: Si Benjamin Franklin volviera de su tumba, no tardaría en correr la misma suerte que Julian Assange.

En suma, nos hemos quedado sin medios de comunicación que cumplan con el deber de brindar información veraz, oportuna y pertinente, algo sin lo que no es posible hablar de libertad de expresión ni de democracia. Toda la fachada liberal del edificio institucional se resquebraja. El sistema se queda sin coartadas mientras multiplica el gasto en material antidisturbios y criminaliza la protesta ciudadana.

Crisis y estado de excepción global

Aunque no es el objeto de este artículo, considero imprescindible entender y caracterizar la crisis, porque ha modificado el escenario, a los actores y en buena medida los valores que tradicionalmente han informado la comunicación política y la mediación social. Para esbozar en qué consiste y qué es lo que ha entrado en crisis, me baso en el libro de Manolo Monereo «De la crisis a la Revolución Democrática»i. Los párrafos que siguen son extractos o síntesis de algunos de sus planteamientos en ese libro esclarecedor y lúcido.

Si entendemos el neoliberalismo como la contraofensiva de las clases dominantes ante la gravísima crisis económica y de hegemonía estadounidense desatada en los años 70, y el agotamiento del capitalismo fordista-keynesiano, encontramos que este proceso de restauración capitalista, esta contrarrevolución neoliberal, ha tenido su centro en los Estados Unidos, que han conseguido prolongar su dominio imperial en declive financiarizando la economía. El desafío neoliberal, el nuevo régimen monetario internacional y la globalización financiera tienen que ver con las dificultades de Estados Unidos para perpetuar unas relaciones de poder internacional cuestionadas desde los años 70. Y desde los años 80, Estados Unidos (hacia el que el sistema monetario traslada el 50% del ahorro mundial) es una economía parasitaria en decadencia, que usa su poder monetario financiero para perpetuar un sistema económico injusto, depredador y con una huella ecológica incompatible con la vida del planeta.

Lo que ha entrado en crisis ahora no es el capitalismo como tal, que ya estaba sumido en una profunda crisis desde los años 70, sino la respuesta de los poderes financieros a la crisis capitalista, que tomó forma desde los años 80 con la contrarrevolución neoliberal.

Con la crisis financiera se anudan una crisis energética, una crisis alimentaria, una crisis de materias primas y una crisis ecológico-social globales, en un escenario de crisis de hegemonía internacional por parte de Estados Unidos. La tendencia es a su desplazamiento de la posición de dominio económico y político, por parte de potencias asiáticas con China a la cabeza, pero dado su poder militar (con un millar de bases militares desplegadas por el planeta y concentrando la mitad del gasto militar mundial), este declive hegemónico puede prolongarse durante décadas.

No es, entonces, una más dentro del centenar de crisis financieras que hemos visto sucederse en los últimos 20 años (desde el «efecto tequila» en México, 1994), sino que estamos ante una transición sistémica, que nos sitúa en un estado de excepción global, con amplios espacios del planeta donde el Derecho Internacional, los derechos humanos, están sencillamente suspendidos.

Este panorama que retrata Manolo Monereo revela la imagen de un golpe de Estado a cámara lenta, si bien muy traumático, que ha hecho tabla rasa de los derechos laborales y sociales conquistados en siglo y medio de luchas, dejando el terreno abonado para nuevas terapias de choque neoliberales como las describe Naomi Kleinii.

¿Qué ha pasado, entre tanto, con los medios de comunicación y con el derecho a la información y la libertad de expresión? ¿Por qué no nos han contado los periódicos y las televisiones este golpe de Estado que tan profundas repercusiones tiene para nuestras vidas y para nuestras sociedades? ¿Por qué no conocemos las caras ni los nombres los responsables de la crisis?

En gran medida, porque antes de asaltar las instituciones y la Constitución, ya nos habían dejado sin medios de comunicación, los habían subsumido a partir de los mismos procesos de concentración y financiarización que rigen en el mundo empresarial.

En una primera etapa desregularon las relaciones laborales hasta prácticamente hacer desaparecer la figura del periodista con contrato y salario para sustituirlo por el «free-lance», que para comer necesita vender sus piezas y por tanto, si quiere comer, debe ofrecerle al medio «lo que pide» el mercado (lo que a su vez conlleva una tendencia a privilegiar la banalización, la espectacularización y el sensacionalismo sobre el contexto y la profundidad analítica).

Latifundios mediáticos y bancos

A partir de los años 90, las grandes empresas de comunicación mutaron en grandes grupos en los que las fusiones y adquisiciones, al calor de las desregulaciones en Estados Unidos y Europa, han configurado un mapa mediático concentrado y marcado por la propiedad cruzada. Los medios de comunicación españoles no han sido ajenos a estos procesos, en los que la banca ha adquirido una parte importante del control de su accionariado canjeándolo por deuda. Podemos preguntarnos para qué quiere un banco controlar acciones de un medio quebrado como «El País»… pero seguro que no tardamos mucho en respondernos.

Juan Pedro Masdemont sintetiza bien quiénes están detrás de los grupos mediáticosiii:

«A través de compras, ventas, fusiones de empresas, etc., hemos llegado a un panorama en el que un puñado de conglomerados mediáticos domina el mercado mundial de la información y la comunicación. Se estima que en la actualidad seis grandes compañías controlan más de la mitad del sector a nivel mundial (Time-Warner, Viacom, News Corporation, Comcast, Disney y Bertelsmann). Un escalón más abajo se encuentran otros grandes grupos mediáticos como Pearson, Sony, o los que dominan la estructura mediática en España, algunos de ellos curiosamente sin tener su origen aquí (lo que por otra parte tampoco dice mucho, pues como multinacionales que son tienen sus propietarios y sus clientes repartidos por el mundo). La televisión española tiene en este momento, sin contar a RTVE, únicamente dos dueños: Mediaset, el grupo de Silvio Berlusconi (Telecinco, Cuatro, La Siete, Energy…), y Planeta, del marqués José Manuel Lara Bosch (Antena3, La Sexta, Neox, Nova, Nitro… también la enorme editorial homónima, en radio Onda Cero, y el periódico La Razón). En prensa, radio y demás encontramos también a Prisa (El País, Cadena Ser, la plataforma Digital+ …), que pertenece desde finales de 2010 al fondo de inversión Liberty Adquisition Holdings; Unidad Editorial (editora de El Mundo y Marca entre otros), que es propiedad del grupo italiano Rizzoli Corriere della Sera; Vocento (ABC y varios periódicos regionales y locales), participada por varias familias históricas españolas como los Ybarra y los Luca de Tena junto con, entre otros, el BBVA; o el Grupo Intereconomía (La Gaceta, IntereconomíaTV) del empresario Julio Ariza Irigoyen junto a otros grandes empresarios y financieros».

A partir del excelente informe gráfico de la propiedad de los medios de comunicación en nuestro país, basado en el mapa de medios realizado por la revista «Mongolia», se pueden tirar a la basura todos los manuales de periodismo y deontología profesional del periodista. Quien paga, manda. No hay tensión. No hay democracia.

Desalambrar la palabra: algunas tareas para la izquierda

Frente a este panorama, considero que hay varias reflexiones que todas las organizaciones y colectivos de la izquierda social y política deben hacerse a partir de una constatación básica:

La comunicación y la información son aspectos centrales de la batalla política, social y económica. Para que pueda emerger un movimiento de resistencias que pase en algún momento a disputar el poder para la gente, crear poder popular, es imprescindible vernos con nuestros ojos, proyectar los otros imaginarios, articular sentido común. Eso se hace en el terreno de la comunicación.

En la izquierda con demasiada frecuencia caemos en la tentación de la falsa salida de denostar del periodismo, de la institución del mediador social. Es verdad que los cárteles mediáticos han convertido la institución del periodismo en una farsa, recurriendo a mentiras, falsificando imágenes, justificando golpes de Estado, ensalzando a genocidas como demócratas… Ellos nos han sumido en un estado de inseguridad informativa, desinformándonos sistemáticamente. La aparente pluralidad de enfoques y matices desaparece cuando estos medios abordan los temas políticos en sentido fuerte (basta con comprobar cuál es la línea que todos siguen cuando se trata de «informar» sobre Cuba o Venezuela).

Los medios alternativos han venido desenmascarando los variados mecanismos de desinformación que operan cotidianamente en los distintos productos que nos entregan estos medios comerciales. Cuando están en juego los intereses del poder económico que los controla, estos medios sirven como herramientas desestabilizadoras de guerra psicológica. Ejemplos sobran en América Latina. Merece la pena hacer un seguimiento a los principales diarios de estos países y a la Agencia EFE, agrupados en la Sociedad Interamericana de Prensa, para entender hasta dónde los medios «de prestigio» fueron puestos al servicio de la injerencia extranjera, con columnistas pagados por el Gobierno de Estados Unidos, y con una sistemática campaña de terrorismo mediático, orientada a infundir zozobra y pánico en las mentes de los ciudadanos, con mentiras reiteradas y burdas manipulaciones, buscando preparar las condiciones de un golpe interno o una intervención exterior.

Presentan a los verdugos como víctimas y a los pobres como una amenaza contra su «democracia». No hace falta moverse de Europa para comprobarlo. La campaña de terror informativo desatada contra la coalición Syriza en Grecia ante la posibilidad de que se hiciera con el triunfo en las elecciones de mayo y junio de 2012, o la criminalización de las protestas sociales en España ante la insoportable depauperación y desahucio de millones de trabajadores a cuenta de las políticas de «austeridad» (simultáneas con la amnistía fiscal para los enriquecidos) ponen de manifiesto a quién sirven estos medios y cuál es su medida del rigor y su deontología cuando la lucha de clases no se deja maquillar.

Pero esta farsa, estas prevaricaciones perpetradas en nombre del periodismo por el capital financiero que los controla, no puede llevarnos a tirar el niño con la ropa sucia. En un momento como este es crucial reivindicar la información no mercantilizada, que reúna las características que desde el punto de vista de la democracia necesita el ciudadano para poder situarse frente en la realidad social y política e intervenir sobre ella, participando en el espacio público y contribuyendo activamente a que la institución de la «opinión pública» (en el sentido político, no psicosocial) opere. Es decir, una información rigurosa, que no se venda como objetiva sino que reconozca sus condicionantes, que no sea neutral, sino que tome partido por los débiles, por la justicia, por los valores y derechos consignados, por ejemplo, en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Que no simplifique, en la medida de lo posible, que no sea vaga y sustituya con «expertos» las voces de los protagonistas de los hechos, que vaya a buscarlos, que no fomente el prejuicio, que no estereotipice, que no desconecte sino que contextualice, que no aliene, sino que haga visibles las causas y las consecuencias, los quiénes y los por qués. Que conecte el pasado y el presente, y permita dibujar escenarios posibles y alternativas.

La información no puede ser objetiva, es importante subrayarlo porque aquí estamos ante un mantra de la teoría liberal de la información impuesta desde las universidades de Estados Unidos en base al modelo mercantil de prensa. Lo que sí nos corresponde es reclamar un periodismo que luche contra la subjetividad, que aspire a superar todos los intereses particulares que presionan hacia la desviación de la narración de los hechos reales para acomodarlos a la versión que interesa. El rigor, el apego a la veracidad, la ética y la honradez intelectual es lo que podemos y debemos exigir al periodista, y en este sentido hay una crítica muy seria que debemos hacernos sobre el tipo de mensajes que venimos «disparando» desde los medios alternativos con la excusa de la guerra informativa. No se trata, como bien ha señalado Santiago Alba, de diferenciarnos de los medios del capital diciendo lo contrario (porque no siempre mienten, y esta técnica de espejo invertido nos pone en situaciones peligrosas y a cometer graves injusticias) sino de hacer lo contrario que ellos: no ocultar, no engañar, no velar la realidad, incluso cuando no encaje en nuestros esquemas geopolíticos.

Rigor en los procedimientos de investigación, contraste, selección; honradez para reconocer los condicionantes; claridad en las intenciones. Eso vendría a ser lo que diferenciaría a nuestro periodismo frente a su impostura.

En segundo lugar, la información requiere tiempo de trabajo para su elaboración y canales y soportes adecuados para que llegue al público. Hay una tendencia entre la izquierda a confiar demasiado en la capacidad de las nuevas tecnologías para multiplicar los emisores, redifundiendo piezas fragmentarias, entradas de blogs y grabaciones compartidas en la red como si eso bastara para contrarrestar el relato hegemónico, amén de sustituir la información que no estamos en condiciones de producir por toneladas de opiniones vertidas sobre los temas, en general aplicando una lente invertida sobre lo que presentan los medios hegemónicos.

Y lo que desde hace al menos 20 años hacen nuestras organizaciones con demasiada frecuencia es precarizar a sus propios comunicadores, asignando exiguos presupuestos a sus medios de comunicación (partidos, sindicatos, etc), olvidando que la información bien hecha es un producto muy intensivo en trabajo humano, y que debiéramos darle ese valor, al menos nosotros.

Es urgente que la izquierda se tome en serio la calidad y el rigor de los mensajes que difunde. Las organizaciones que producen contenidos escritos o audiovisuales deben valorar sus medios y a sus comunicadores, garantizándoles dignidad y posibilidad de entregar un producto cada vez mejor, en lugar de condenarlos a languidecer, con jornadas extenuantes y una permanente falta de recursos.

Guerra mediática

En tercer lugar, para afrontar la guerra mediática que acompañará la guerra social y política en la medida en que vayamos ganando terreno, es imprescindible hacer algo más que responder a sus mentiras, o esperar a que nos mencionen en sus medios. Es urgente articular una suerte de red alternativa de información, que en los momentos de conflicto es decisiva, en primer lugar para poder llevar al público, a la sociedad, lo que realmente está ocurriendo y los medios no muestran o lo manipulan. Pero automáticamente, cuando la gente tiene que acudir a nuestros medios para informarse de acontecimientos relevantes, los medios del sistema quedan desautorizados. Podemos repetir «televisión, manipulación» hasta el hartazgo: Cuando hay cientos de miles de personas en las calles de una ciudad, manifestándose, y al encender la televisión están hablando de cualquier cosa menos de eso o no muestran las imágenes que en pocas horas ya se han regado por la red como la pólvora, debido al interés objetivo de los hechos que se han querido ocultar, el ciudadano medio, hasta el menos politizado, ya no se sienta con la misma confianza ante el informativo del día siguiente. Si le han engañado una vez de una forma tan manifiesta… pueden engañarle en todo lo demás.

Hasta ahora hemos vivido situaciones de conflicto más o menos masivo, más o menos sostenido en el tiempo, pero la guerra mediática no ha hecho sino comenzar sus primeros escarceos. Cuanto más amenazado se siente el sistema, mayor es el dilema de sus medios, que no pueden contar la verdad, no puede dar voz a los protagonistas de las rebeldías… pero sabe que si su ocultación y su engaño se evidencian, su credibilidad, y por tanto su poder sobre las conciencias, se desintegra en tiempos cortísimos.

Es vital preparar nuestras redes alternativas de comunicación, tejer mecanismos de coordinación con filtros y mecanismos de comprobación de las informaciones que redifundimos. Verificar es tan importante como transmitir. Especialmente en situaciones de conflicto. Transmitir sólo informaciones contrastadas por fuentes conocidas y que conozcan los hechos de primera mano. Esa ley es oro para la información que hacemos y para protegernos de infiltraciones y respuestas inducidas por terceros.

Tan importante como tener miles de personas en nuestras movilizaciones, es contar con salas situaciones (concentradas o no) de personas que estén haciendo seguimiento de los hechos y separando los rumores y los bulos, antes de poner a circular informaciones en nuestros canales de comunicación. Ello presupone vínculos físicos, no meramente virtuales, de personas/organizaciones a las que podamos contactar para contrastar aquello de lo que se tiene constancia y transmitir solamente eso.

Para ello es imprescindible la cooperación horizontal y la complementariedad entre los distintos actores sociales dentro del movimiento popular: cooperar en lugar de solaparnos.

Nuestros medios

En cuarto lugar, debemos recuperar los medios públicos. A los medios privados podemos denunciarlos cuando mienten, silencian y manipulan, esperando que se den las condiciones de su extinción por falta de incautos que les compren sus productos de pésima calidad y alta toxicidad. Pero a los medios públicos no podemos permitírselo. La denuncia de su manipulación tiene que ir acompañada de una lucha ciudadana por recuperar lo público. Decir esto ahora parece irreal, pero los medios públicos no son los medios del gobierno estatal o autonómico de turno. Son nuestros medios, somos sus propietarios, y son prestatarios de un servicio público, impuesto por ley. La derecha política y financiera los ha parasitado y convertido en auténticos esperpentos en muchos casos, amén de llevarlos a la ruina para ahora justificar su cierre dentro del discurso de la «austeridad» presupuestaria.

No podemos perder de vista que con cada medio público que se cierra nos están expropiando la palabra, a la vez que aumentan el negocio de los medios privados y que es imprescindible contar con medios de comunicación públicos, con infraestructura, profesionales y presupuesto para poder hacer la comunicación y la información que necesitamos como sociedad cuando gobiernen «los nuestros».

Al respecto hay un camino recorrido por los países latinoamericanos que han iniciado procesos de transformación y democratización, además de la trayectoria de los medios públicos en Europa, con sus distintos modelos de financiación y control. Es necesario hacer balance y sacar conclusiones de los aciertos y los errores, y tener claro qué modelo de radio, televisión y prensa pública defendemos, y qué errores no podemos repetir.

En quinto lugar, necesitamos poner en pie medios alternativos de calidad y que puedan sostenerse al margen de la financiación privada o estatal. Es más fácil escribirlo que hacerlo, pero es imprescindible.

Los medios alternativos que tenemos son extremadamente inestables y reducidos, y su existencia responde más a militancias heroicas y obstinadas que a una lógica de crecimiento y fortalecimiento que acompañe al conflicto social.

Es una gran paradoja. Los acontecimientos nos están dando la razón. Está ocurriendo lo que desde la izquierda llevamos diciendo que era inevitable durante el espejismo del crecimiento en la cultura del pelotazo y de las burbujas especulativas. Sin embargo, no estamos a la ofensiva, y no tenemos cómo desmontar su versión del cuento y cantarles unas verdades que nunca han sido más evidentes y más dolorosas.

En este momento, los medios alternativos son vitales para poder resistir. Es una pelea por lo esencial: la salud, el trabajo, la vivienda, la educación de nuestros hijos… la vida. Tenemos que poder llegar a los espacios públicos con nuestros relatos y nuestra visión del mundo. Tenemos que poder comunicar nuestras alternativas y propiciar un clima de entendimiento y una base común de conocimientos para favorecer procesos unitarios, radicalmente democráticos, que levanten desde la base alternativas de poder (no solamente institucional, que también).

Y el día de mañana, según les vayamos desalojando de los espacios de poder y nuestros proyectos y referentes se vayan inevitablemente institucionalizando, necesitaremos, más que nunca, medios alternativos firmes, que mantengan la tensión con los poderes, aunque manden «los nuestros». Al respecto, de nuevo, hay aprendizajes que podemos hacer de lo que viene sucediendo en países como Venezuela o Ecuador con los medios públicos y alternativos, y cómo es su relación con el poder político, porque se aprende mucho de las dificultades y los errores. La libertad se ejerce en el espacio del desacuerdo, y no hay proceso de transformación radical que avance sin debate. Cuando las tensiones se resuelven en falso, y desde nuestros medios se empieza a ocultar lo incómodo, a silenciar las voces disonantes de los sectores populares, lo que se hace es asfixiar, mutilar, y debilitar la revolución. De nuevo, la exigencia ética, la tensión entre los valores que propugnamos y nuestra práctica cotidiana.

Se trata de construir y fortalecer una cultura política nueva, al tiempo que luchamos, en la trinchera comunicacional como en cualquier otra. Las ideas de ayer sirven, repotenciadas, reactualizadas, enriquecidas con la experiencia y el conocimiento de la realidad, contaminadas con otros lenguajes y otras experiencias de lucha. Pero los métodos de ayer no sirven. Cómo sean nuestros medios dependerá de nuestro nivel de democracia interna, de nuestra calidad humana y nuestra altura ética. Puede sonar difícil, pero estamos en mejores condiciones que nadie, en mejores condiciones que nunca, para desalambrar el espacio público y llenarlo de voces con razones, llenarlo de sentido común, para que sea posible la política.

Notas:

iMonereo, M. «De la crisis a la Revolución Democrática». Ed. El Viejo Topo. Barcelona, 2013.

iiKlein, N. «La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre». Ed. Paidós. Barcelona, 2007.

iii Masdemont, J.P. «Qué son los medios de comunicación» ATTAC, julio de 2013 (http://www.attac.es/2013/07/26/que-son-los-medios-de-comunicacion/).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.