Mi querida habanera, hoy le respondo desde la memoria. Usted me habla de un hecho infame que merece no olvidarse. Es cierto, hay cosas en las que el olvido no habría de tomar parte nunca. No deberíamos olvidar algunos episodios para preservar la dignidad de sus protagonistas; para poder ejercitar la reflexión y reconocer errores […]
Mi querida habanera, hoy le respondo desde la memoria. Usted me habla de un hecho infame que merece no olvidarse. Es cierto, hay cosas en las que el olvido no habría de tomar parte nunca. No deberíamos olvidar algunos episodios para preservar la dignidad de sus protagonistas; para poder ejercitar la reflexión y reconocer errores y extravíos; para elaborar idearios que consoliden valores justos; para hacer pedagogía sobre lo que nunca debió ser,….
Y en cambio, ¿sabe qué creo yo?. Que la memoria cada vez tiene las patitas más cortas, que cada vez se alarga menos en el tiempo, que ya no llega ni al punto necesario para no repetir actitudes indeseables o no caer en los mismos socavones de la vida. Así somos los humanos. Ahora parece que sólo conseguimos acordarnos de lo justo y necesario para que nuestro pequeño universo individual no se vea molestado por el ajeno.
Como usted sabe, en España hubo una guerra civil. Según a quién le pregunte le dirá que fue hace muchísimo tiempo. Seguramente es verdad, en los libros de texto de mis hijas ya aparecía como parte de la historia del país. Es curioso cuando ves en un libro fotos de historia de la que has formado parte. Porque aquella guerra de tres años, que liquidó a una joven repúbica, acabó en 1939; pero acabaron solamente las bombas, los tanques y los frentes de trincheras. Nos quedó un dictador como jefe de estado durante 40 años más: el Generalísimo. Un superlativo en la jerarquía militar que no dejaba lugar a dudas sobre quién mandaba en todo y en todos.
Durante estos 40 años, callaron los bombardeos, pero no los asesinatos. Muertes silenciosas y silenciadas de muchas personas que se habían delatado (o simplemente se sospechaban) del bando perdedor. A este bando lo llamaron «los rojos», pero no, no se trataba de un inocente juego del parchís. Este atributo cromático aplicado a republicanos, socialistas, comunistas y anarquistas, queda lejos de la casualidad. El rojo es el color del fuego, del infierno, de las señales de peligro, de los semáforos cerrados, de todo aquello de lo que deberíamos mantenernos alejados por nuestro bien.