Su halo de general en activo y ese viso de pirata que le da el parche oscuro, so pretexto de su «visión monocular» -debido al accidente doméstico que en 1979 le dejó una cicatriz en el ojo derecho-, complementan una escenografía revolucionaria hasta para los noticiarios modernos. En ese set diseñado a su ingenioso antojo, […]
Su halo de general en activo y ese viso de pirata que le da el parche oscuro, so pretexto de su «visión monocular» -debido al accidente doméstico que en 1979 le dejó una cicatriz en el ojo derecho-, complementan una escenografía revolucionaria hasta para los noticiarios modernos. En ese set diseñado a su ingenioso antojo, que algunas televisoras del mundo ahora quieren emular, se desdobla como un veterano histrión, sin libreto, en una presentación performática que, si bien algunos creen un tanto estudiada, le consigna una generosa admiración -ha tenido un rating por encima de las telenovelas- y lo distancia definitivamente de los homogéneos conductores al uso.
Eso y bocadillos al estilo de «nuestra querida, contaminada y única nave espacial» le han labrado una identidad en el informativo que llega cada noche a través de Telesur. ¿Acaso el programa hace al hombre, o viceversa? Es una relación ambigua. En todo caso Dossier, «su criatura preferida», permite acceder al ínclito periodista, al analista curtido que se aventura en una personalísima reinterpretación de «los acontecimientos en pleno desarrollo». Pero esa es apenas la punta del iceberg Walter Martínez.
De él se conoce que nació el 6 de abril de 1941, en Uruguay, y que debe su segundo nombre (Nelson) a la notable influencia británica de la época, que lo hizo cargar con el apelativo del almirante inglés, vencedor de Trafalgar y héroe de las Guerras Napoleónicas. Se sabe además que su pasión por la radio lo convirtió en un noctámbulo seguidor de las transmisiones de la BBC y que se acogió a la nacionalidad venezolana en 1969, durante un viaje a Caracas.
Se infiere entonces que un encuentro con él ofrece montones de cosas para hablar. No es coherente que alguien encorsetado en una enigmática, a mi juicio impresionante apariencia, tenga una historia de vida común. La suya está atravesada por secuestros, diálogos con sátrapas y extremistas en los callejones del Oriente Medio y situaciones inexplicables donde «pude dejar los huesos». Se llega ante él con el temor de que te desarme con su finísima ironía o, peor, que su aprensión a caer cual cazador cazado te impida interpelarlo como haría él con sus interlocutores.
Aun así no objetó el diálogo exclusivo con Bohemia, tal vez porque de pequeño prefería «sacrificar» el peso de oro que le daban y, en lugar de «comprarme un avión de aeromodelismo de esos que volaban solos», se decantaba por la revista cubana. La anécdota cobra valor solo cuando se conoce su fervor por las alturas, vocación inicial que lo llevó a la Academia de Aviación Militar en Uruguay, de la cual pidió la baja honorífica. De aquella etapa conserva una pulsera de la fuerza aérea atada a la muñeca derecha, que funge también de amuleto, pues «no creo en eso, pero la única vez que volamos sin ella nos estrellamos».
Comencé llevando cables
Tampoco es la primera vez que Walter visita la Isla. Conoce de cerca las transformaciones que se gestan en el país y apuesta por el éxito del proceso, explícitamente confiado en la conducción política y la dimensión humana de Raúl Castro. Pertenece a una generación que «vivió el triunfo de la Revolución de enero como si fuera propia». Viajó hasta el balneario de Punta del Este, a principios de agosto de 1961, para apoyar al Che en la Conferencia del Consejo Interamericano Económico Social. Integró la comitiva que despidió de tierra charrúa a los representantes cubanos cuando quisieron minimizarnos diplomáticamente, y «cazaba» las señales que reproducían los discursos del comandante Fidel en los actos del 26 de Julio. «Cuba nos da lecciones todos los días», dijo en una ocasión, con la misma convicción manifestada frente a las cámaras de Dossier, donde tratamos de «hacer justicia a la solidaridad».
Esa voluntad de servicio a la verdad en medio del bombardeo mediático de la derecha fascista lo hizo acreedor a la orden Félix Elmuza, máxima distinción que otorga la Unión de Periodistas de Cuba. «Nunca imaginé un momento como este», declaró en la ceremonia. Me costaba creer que alguien con 26 años de trayectoria y nueve premios nacionales de periodismo experimentara tal emoción, palpable a pesar de su invariable talante marcial. Por ahí encaucé la plática, que de antemano adivinaba inconclusa.
«De alguna manera he sido influenciado por los medios cubanos, no ideológicamente, sino por la capacidad de adaptarse a las situaciones difíciles. Por haber sido pioneros en épocas de tecnología no tan desarrollada como la de ahora. Siempre digo con orgullo que comencé llevando cable detrás de una cámara. Para mí [esta condecoración] es como cerrar un ciclo, no el único importante, pues siempre encontramos nuevos desafíos. Producir un programa que tenga audiencia en Cuba, con una audiencia cubana que tiene décadas de formación cultural, ideológica, de valores claros, como receptores del mensaje, me parece una prueba interesante para medir lo que uno hace, desde el punto de vista técnico y de contenido».
Hace casi tres décadas Martínez convenció a los directivos de Venezolana de Televisión de que aprobaran un proyecto que, «con el espíritu de piloto de caza frustrado, siempre anda rompiendo esquemas. Cuando todo el mundo estaba sentado dijimos: la gente se debe parar. Cuando todo el mundo decía en esa escenografía: dónde va un escritorio; no hay escritorio, diseñé uno transparente que no corta la visión. Quería minimalismo, sencillez; lo importante es el mensaje. Pedí el piso gris y conseguí el mapamundi y una imagen de la Tierra flotando en el espacio porque estamos en la era del satélite. Cuando veamos el concepto de que esa navecita que está perdida entre millones es la nuestra a lo mejor tenemos la humildad de manejar el mensaje de otra manera.
«Esto se transformó en una ruptura de paradigmas, y debo decir, desde la humildad, ahora todo el mundo está de pie, todo el mundo eliminó el escritorio, todo el mundo muestra el piso, estaba prohibido, hasta en China lo están enseñando y hasta los que venían a darnos clases como los de la BBC, que dijeron: Walter hace programas sin libreto, it’s impossible!
«Los españoles vinieron a enseñarnos. Sin permiso mío se llevaron 58 horas de Dossier. No pretendemos que, además de robarnos las ideas, lo reconozcan; lo que queremos es que el pueblo que nos sigue sepa que lo hacemos con cariño, porque quisimos romper algunos esquemas para comunicar mejor. Siempre hemos dicho: el que da la noticia tiene que ser el periodista. Respeto a los locutores, porque tengo mi título, pero el comunicador tiene que ser no solo periodista sino locutor, una simbiosis natural».
Claro que antes de forjarse un perfil de aguzado comentarista internacional ya cargaba fama, gracias a la habilidad para «entrampar» a connotados entrevistados, en todos los sentidos, desde Teresa de Calcuta, Abu Nidal, hasta Anastasio Somoza. A Fidel «le concedo la más alta jerarquía»; en él tiene uno de sus «más críticos, agudos y perspicaces» telespectadores.
«Con Fidel cometí un error típico del atorado, como decimos en Venezuela. Le dije: Comandante, hay gente que nos va a sabotear, porque no quieren que su entrevista salga. Estábamos en Puerto la Cruz, llegamos a Maiquetía. Nos dicen que hay una filtración en el túnel de la autopista a Caracas y no puede pasar ningún vehículo. Dije: bueno, aquí hay que montarse en una moto de la escolta presidencial y llevar los videos al máster. Se monta Ricardo (el productor del programa) sin casco. Desde la rampa cuatro el máster hizo un récord suicida de 18 minutos en una noche de lluvia. Cuando llega le dicen que no puede ir por cuestiones burocráticas relacionadas con el cambio de logotipo del canal. Era una exclusiva con Fidel, donde se habló de lo humano y lo divino. Al final salió la entrevista».
En nuestro recuento Walter desenfunda otra entrevista, esta vez la del dictador nicaragüense, «que me para los pelos de puntas», en la que interpeló en castellano al graduado de West Point, que adoraba el idioma de los yanquis. «El único cadete que como regalo de graduación había recibido un Ejército», pues el «hijo de papá» fue nombrado Comandante de la Guardia.
Consciente del papel y de los lobbies en la toma de decisiones en política exterior, lo único que le interesaba era tener la prensa a su favor, contó Walter. «Llegaba en su Mercedes, se ponía el uniforme y daba las ruedas de prensa en inglés; le importaba un bledo el periodismo latinoamericano, porque se jugaba el apoyo allí. Su tesis era sencilla. ‘Elija: o yo o el comunismo’, y la derecha gringa decía: Somoza. Le comenté: ‘usted tiene inversiones e intereses en América Latina y estoy seguro de que las tiene en Venezuela, debería declarar algo en español’, y dio la primera entrevista en español».
No son menos electrizantes sus experiencias al límite como corresponsal de guerra en Irak, Irán, El Salvador, El Líbano. «Estaba entrevistando a Gaddafi y hago un contacto (por teletipo) con el Frente Polisario: ‘Me voy a la guerra del desierto, ningún latinoamericano ha ido todavía’. Me perdí un mes. Diez años después me dicen: todavía estamos peleando, ¿quieres volver? Volví. Comprobé algo que parece leyenda. Pedí un vehículo, cogí una brújula y me quedé solo en medio del desierto. Es cierto: oyes tu propio corazón latir. Es la sensación de soledad más impresionante. Una tormenta de arena del desierto es inolvidable».
Como soldado de la información vivió de cerca los golpes de Estado del continente. En Bolivia lo sacaron de un hotel con una nueve milímetros apuntando a su cabeza. Su perspicacia lo salvó del «sótano de donde nadie salía vivo». Les advirtió a sus captores: «quiero que sepan que la OEA sabe que estamos acá, y otra que sí era cierta: si no llamo a mi embajador cada media hora, él sabe que nos pasó algo. Pasamos al penthouse». Apostando la vida, emplazó al coronel al mando de esa «misión». Conocía que el hombre tenía una compañía de taxis aéreos. «Le dije que si me daba una entrevista para desmentir que la estuviera utilizando para narcotráfico, salía vía satélite». Pero no le bastó, quería descubrir la pista del líder sindicalista boliviano Juan Lechín. Si estaba vivo aún. «Me llevaron a la clínica de las Fuerzas Armadas, y lo entrevisté. Lechín sabía que si aparecía en una entrevista ya no podía morir y le salvamos la vida. Tomamos el primer avión, pues le disparaban a todo lo que se movía, era un golpe asesorado por el famoso nazi Klaus Barbie, el carnicero de Lyon. Cuando salimos me da un cólico nefrítico, llego a Caracas, me ve un especialista y me salva de la cirugía: era el hermano de Lechín. Hay ciclos extraños en la vida. Luego volví al mismo hotel para dar una conferencia y salgo del lobby escoltado por generales y almirantes.»
Convencida esta reportera de que la encerrona con Walter se extendía a riesgo de interrumpirse, no podía pasar por alto la oportunidad de indagar sobre el rumbo del proceso sociopolítico bolivariano: ¿qué podemos esperar de un diálogo con la oposición?
«A veces pienso, con lo que uno ha vivido, que es difícil creer en la capacidad de diálogo de una gente que se está comportando como lo está haciendo. Son la antipatria. Como cristiano estoy obligado a tener fe, esperanza y caridad, espero que sirva de algo, pero me parece que la mano maestra que fracasó antes está intentando lo que antes no logró».
La sospecha de esta redactora se tornó certeza. Se levantó de un tirón: «Sean benignos conmigo». Se acomodó el traje, con la medalla a la izquierda, mientras le volvía al cuerpo el personaje que le impide pasar inadvertido, que por un momento había exorcizado. Entre flashazos, recuperaba el aire de general en activo, y su irredimible facha de pirata.