Estuvo presente en cada punto de giro de la historia, fuese la liberación de Francia de la ocupación alemana, el triunfo de la revolución maoísta china, la guerra civil española, la insurrección parisina de 1968, la partición de la India, la muerte de Gandhi, el apogeo del existencialismo sartreano, los últimos días de Matisse, la […]
Estuvo presente en cada punto de giro de la historia, fuese la liberación de Francia de la ocupación alemana, el triunfo de la revolución maoísta china, la guerra civil española, la insurrección parisina de 1968, la partición de la India, la muerte de Gandhi, el apogeo del existencialismo sartreano, los últimos días de Matisse, la construcción del Muro de Berlín o la colonización africana. Y en cada momento supo apresar lo que él llamaba «el instante decisivo» y sus colegas de oficio lo calificaban de una suerte asombrosa.
El lente de la cámara es una extensión del ojo, solía decir el Maestro, y trataba de captar el relámpago insustituible en una imagen que revelaba lo que sucedería después o había estado ocurriendo antes. Henri Cartier-Bresson, el genio más influyente y significativo de un arte del siglo XX, la fotografía, acaba de morir hace unas horas. Puede ser calificado de foto reportero estelar, de artista plástico, de pintor naturalista, de retratista social y fue todo eso en su larga vida.
Comenzó su adiestramiento en la pintura, siguiendo el dibujo impecable y realista de Poussin y David, pero no olvidó tensar otras cuerdas de su sensibilidad al leer incansablemente a Rimbaud en su adolescencia. Al ingenio unía el lirismo, a la visión disciplinada aunaba una voracidad por absorber el mundo. Al ver una serie de dibujos de Seurat quedó tan impresionado que decidió dedicarse a la pintura. Acostumbraba ir en su juventud a los mismos cafés y lupanares que habían frecuentado, pocos años antes, Toulouse-Lautrec y Degas.
Vástago de una opulenta familia de industriales textileros, terratenientes en Normandía, recibió una elaborada educación, estudio arte en Cambridge y formó parte de las tertulias surrealistas de Breton. Su aspecto era descrito como el de un maestro escandinavo camino de un servicio dominical protestante. Fue reservado y austero, jamás concedía entrevistas de prensa y evadía los reflectores de la notoriedad. Descendiente de Carlota Corday, la victimaria de Marat, se enorgulleció de su predecesora. Fue asistente del afamado director de cine Jean Renoir.
Durante la Segunda Guerra Mundial fue reclutado en el ejército francés pero confesó que apreciaba más la copia del Ulises de Joyce, que siempre llevaba bajo el brazo, que su fusil. Aprisionado por los alemanes pasó treinta y cinco meses en un campo de concentración picando piedras, pero logró escapar para unirse al movimiento de resistencia antinazi. Tras la guerra colaboró con el Partido Comunista francés en películas de propaganda y también filmó documentales para los republicanos durante la guerra de España. Tras la guerra fundó la agencia Magnum junto a otro genio del periodismo visual: Robert Capa. Esa fue la época de las grandes revistas ilustradas como Life y Paris-Match, donde publicaba frecuentemente.
La esencia de su arte, solía decir, era «reconocer el significado de un evento en una fracción de segundo». Rechazaba los nuevos procedimientos de fotografía automática y las cámaras con motor alegando que era como «cazar pichones con una ametralladora». Siempre usó una vieja Leica que había adquirido en Marsella en 1930. Predicaba que más importante que usar recursos técnicos era «estar vivo». Su fórmula predilecta era «concentración más sensibilidad».
Realizó una de sus primeras exposiciones en México, en 1934, junto al maestro Manuel Álvarez Bravo. Nunca dejó de dibujar y en sus últimos tiempos había abandonado la fotografía por esa mayor intimidad expresiva. Afirmó que dibujar era meditar, pero que fotografiar era pura intuición.
El año pasado se realizó una gigantesca retrospectiva con 350 de sus mejores fotos en la Biblioteca Nacional de Francia. La fotografía que él eligió personalmente como símbolo y portada de esa exposición fue la de unos simples caballitos de madera de un tiovivo, tomada en Cuba en 1934. La enorme afluencia de público forzó a los organizadores a ampliar los horarios de exhibición y los días de apertura de la muestra. Quien siempre quiso permanecer en la discreta sombra de un furtivo cazador de imágenes, entró en su ocaso como un cronista principal de un siglo de esplendores y la luminosidad de los grandes virtuosos