El periodismo tendría que ser un oficio lleno de nobleza. Contar sin apaños el dolor de lo que está pasando es lo mejor que ese periodismo puede ofrecer para no confundirse con aquel embotellado crecepelo falso que venden los buhoneros charlatanes en las películas del Oeste. Ahora mismo, sin embargo, mucho de lo que se llama periodismo es como un grifo del que sólo mana el grumo espeso del agua estancada. Y huele que apesta.
Los tiempos que vivimos están tomados por una legionaria tropa de supuestos periodistas que sólo se alimentan de carroña. Ya sé que eso que hacen no es periodismo, que sólo nombrarlo así ya denigra al otro periodismo, ése que tiene una única raíz: la búsqueda de la verdad y su relato. La carroña hiede a cosa muerta, a verdad confiscada, a palabra que perdió hace tiempo su grandeza. No busca ese periodismo la vida que hay en toda información que no es mentira. Donde escarba primero, para despedazarlo después, es en un revoltijo de cuerpos que están ahí porque a veces la muerte nos sorprende “adormecidos dentro del sueño”, como escribía Alejandra Pizarnik. Picotean la carne, y la expanden como las vacas después de trajinarla con rabia en sus entrañas.
Las redes y sus tan numerosas ramificaciones son su espacio natural. Ahí incuban sus virus, entre la maleza de una selva en que la confusión es la estrella de lo que nunca debió ser nombrado como periodismo. Pero no sólo las redes son su hábitat natural: muchos medios (¿la mayoría?) succionan como mustelas pequeñajas lo que luego cuentan como verdad para dejar esa verdad más seca que un pellejo de liebre expuesto en los cañizos del verano. Contar lo que sucede es para ese periodismo (o lo que sea) un ejercicio de cinismo: no se inmutan sus portavoces a la hora de convertir la verdad en un abrupto y despiadado juego de matemáticas electoralistas. Prefieren la frialdad de la mentira porque la verdad, como decía José Saramago, pone muchas veces de testigos al “dolor y las lágrimas”. El alma de la verdad es, para esos influencers de YouTube y otros de sus colegas con el corazón hecho una piedra, un gluglú de mentiras que encoge el ánimo de la gente que los lee, que los ve, que los escucha. Porque ese gluglú se engancha como una lapa en la conciencia no sólo de la gente que comulga con sus barrabasadas de extrema derecha, sino de otra gente que cubre su desesperación con la mascarilla llena de agujeros que le ofrece, con absoluta impunidad, “esa infernal negra cuadrilla” que contaba Cervantes -visionario como los grandes escritores de ficción- en un poema del Quijote.
No corren buenos tiempos para el periodismo decente. Las crisis son un mapa perfecto donde establecer sus dominios los medios que confunden aposta el interés común con el que sólo piensa en llenar sus bolsillos de dinero, aunque sea ilegal, y de réditos políticos a sus partidos, aunque sea a costa del sufrimiento individual y colectivo como el que ahora mismo estamos padeciendo. La barbarie falsamente informativa que incita al odio no es periodismo. La política de las derechas en España no es una política que piense en el bien común, sino un atajo lleno de brozas que envenenan lo ya tan insoportable que ahora mismo nos aqueja. Escucho a los dirigentes de esas derechas y la palabra más repetida es “muerte”. Y amparados en su significado, le dan la vuelta para convertirla con saña en una acusación estratosférica contra el gobierno y contra quienes dan la cara todos los días para contar -con sus aciertos y sus errores- lo que nos pasa. Han convertido la política en una buitrera donde la comida descompuesta está al alcance de su ambición sólo de poder, pero no de un poder legítimo que aspira a conseguir el bien de la comunidad, sino de ese poder que sólo piensa en los suyos y a los demás que los parta el rayo del desprecio y esa extraña condición de falsos patriotas que somos todos menos ellos. Como sucede ahora mismo con esas caceroladas que retumban, banderas al hombro y al grito unánime de los himnos de su patria, por las zonas pijas -y no sólo de Madrid- donde el drama terrible del coronavirus les importa un pito con tal de convertir el dolor colectivo en su interés particular de tumbar al gobierno sea como sea.
Vuelvo al principio de estas líneas. No huele a nobleza ese periodismo que utiliza a los muertos y el dolor de sus familias para engordar las cuentas electorales de sus partidos afines. Los escucho cuando braman contra todo lo que se mueve lejos de sus intereses particulares, y me vienen a la cabeza sus ancestros menos jóvenes, aquellos que, cuando la dictadura, emborronaban la historia con mentiras para que su patria no se pareciera a un cementerio. “El fascismo se nutre de cadáveres, o de su olor”: lo escribía Max Aub el 17 de marzo de 1948. O sea, como ahora mismo.