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Ponencia presentada en el Congreso de la Organización de la Conferencia Islámica

Estereotipos sobre el Islam en la prensa occidental

Fuentes: El Corresponsal de Medio Oriente y Africa

La ponencia presentada por el director de El Corresponsal en el último congreso de la Organización de la Conferencia Islámica, realizado en Bakú (Azeribaján), del 26 al 28 de abril último, fue una de las seleccionadas por el comité organizador para ser incluida en la página oficial del encuentro, que reunió a 194 participantes de […]


La ponencia presentada por el director de El Corresponsal en el último congreso de la Organización de la Conferencia Islámica, realizado en Bakú (Azeribaján), del 26 al 28 de abril último, fue una de las seleccionadas por el comité organizador para ser incluida en la página oficial del encuentro, que reunió a 194 participantes de 30 países, que abordaron «El papel de los medios de prensa en el desarrollo de la tolerancia y la comprensión mutua».

La Organización de la Conferencia Islámica, integrada por 57 naciones, es la organización gubernamental más grande del mundo después de las Naciones Unidas.

Además de dirigir El Corresponsal, López Dusil es autor del libro «Todos bajo un mismo cielo – diálogos entre las culturas católica, judía y musulmana» (Edhasa, Buenos Aires, 2005).

El siguiente es el texto completo de su presentación:

«As Salam Aleikum.

En primer lugar, agradezco la invitación de la Organización de la Conferencia Islámica para participar en este foro y compartir algunas ideas con tan calificados expositores y asistentes a este encuentro.

Obviamente, en un encuentro de pensadores, religiosos e intelectuales islámicos es poco lo que puede aportar un periodista no musulmán sobre la religión que profesan. Y no es ésa la intención sino la de compartir con ustedes algunos aspectos sobre los estereotipos que se han construido y se siguen construyendo alrededor del Islam y la participación activa que tiene el periodismo occidental en la instalación de ese imaginario.

Nunca como en estos tiempos el factor religioso ha estado tan presente en el escenario de la discusión de ideas y políticas. Y nunca como a partir de septiembre de 2001 las relaciones con el llamado mundo islámico han suscitado tantos análisis. Enfrentamos una época de violencia global que mezcla fanatismos, conflictos geopolíticos e intereses y en la que prevalecen visiones estereotipadas y maniqueas de los modelos que no responden a la propia cultura. La agenda política, hegemonizada básicamente por los Estados Unidos, no sólo se sirve de las presiones económicas o el poderío militar, sino también de un formidable aparato de propaganda que viene demonizando, y por ahora con cierto éxito, la imagen del Islam en general y de los musulmanes y el mundo árabe en particular.

Obviamente, en la construcción de ese imaginario juega un papel central la prensa. Soy periodista, de manera que puedo permitirme una visión crítica de la manera en que generalmente es tratado el tema islámico en los grandes medios de prensa.

En primer lugar, quiero decir que cuando se habla de libertad de prensa o del periodismo de manera abstracta o teórica suele excluirse, generalmente de manera deliberada, que detrás de la información, de la defensa de valores, de las presuntas o verdaderas vocaciones y sacerdocios hay un negocio formidable y, por supuesto, mucho menos romántico que la imagen inmaculada que por mucho tiempo ha gozado el ejercicio del periodismo. Esto que digo es una obviedad, pero como la prensa, por razones elementales, tiene buena prensa, muchas veces el público ajeno a la actividad no considera este punto.

La prensa es el único producto que se vende a la mitad de su costo de fabricación. Y esto puede ser así porque el verdadero negocio no es vender la información al público, sino el público a los anunciantes, de manera que el lector o televidente es, desde el punto de vista estrictamente comercial, el producto del que los medios de prensa se apoderan para ofrecer a sus anunciantes.

Por otra parte, desde mediados de la década del 90, el periodismo no quedó ajeno al fenómeno de brutal concentración de poder característico de la globalización. Algunos analistas sostienen que el sector periodístico es el que ha sufrido mayor concentración, junto con los sectores petroleros, el comercio de armas y la industria aérea.

Para entender la construcción de este imaginario, es indispensable abordar algunos datos relacionados con el control de los medios de prensa.

En los Estados Unidos, en 1945, ocho de cada diez diarios pertenecían a propietarios independientes; hoy, en cambio, el 85% depende de grandes grupos, que además se van fagocitando entre sí, por lo que son cada vez menos y al mismo tiempo más poderosos. En Europa la concentración es aún mayor, y a ella sólo sobreviven un reducido número de imperios mediáticos: Berlusconi, Bertelsmann, Murdoch, Hachette, Hersant…

Este fenómeno se da de manera simultánea con otro no menos importante: el crecimiento del capital necesario para la creación de nuevos medios. De manera que cuando hablamos de la prensa libre en Occidente, deberíamos añadir que es libre siempre y cuando tenga los recursos suficientes para su existencia. De ese modo es el Norte el que informa al Sur, que permanece en silencio. La visibilidad o invisibilidad del Sur quedan por lo tanto sujetas a la voluntad del Norte. Se reproduce así un moderno sistema de colonización de las ideas. Quizá la batalla futura que deba darse por un mundo más justo sea la de la «descolonización de la información».

Voy a citar algunos datos para saber dónde estamos parados cuando hablamos de medios de información:

– EEUU, Japón y la Unión Europea controlan el 90% de la información y la comunicación de todo el planeta.

– Sólo cinco agencias de prensa distribuyen el 96% de las noticias mundiales.

-Desde hace 25 años, cuatro de cada cinco mensajes emitidos en el mundo provienen de los Estados Unidos o de empresas de capital norteamericano. Lo que se añade como fenómeno relativamente reciente es la inversión en las nuevas tecnologías y en el sector de la imagen: actualmente, el 80% de los programas audiovisuales que se producen en el mundo (ya sea televisión, vídeo o cine…) son norteamericanos.

– EEUU controla el 71,5% de todos los programas de TV que se difunden en Europa y el 80% de las salas de cine.

– De cada 100 palabras de información internacional que se difunden en América latina, 90 provienen de 5 agencias de prensa internacionales (la norteamericana Associated Press, la británica Reuters, la francesa France Press, la española EFE y la italiana ANSA). Y de ese 90 por ciento, el 70 por ciento corresponde sólo a dos agencias: la norteamericana AP y la británica Reuters.

– De las primeras 300 empresas internacionales de información y comunicación, 144 son norteamericanas, 80 son de la Unión Europea y 49 japonesas. Es decir que de las 300 empresas de información más importantes, 293 son de los Estados Unidos, de Europa o de Japón y sólo 7 de otras naciones.

– En materia de medios audiovisuales, el magnate de la televisión Rudolph Murdoch controla, de manera directa o indirecta, la información y el entretenimiento visual que consumen 3000 millones de personas, es decir, casi la mitad de la población mundial.

¿Quién decide lo que deben decir los medios? ¿Quién da al periodista su materia prima? De hecho, casi siempre las mismas fuentes: gobierno, administración y empresas. Como alimentarse de las fuentes institucionales es más barato, cada día hay numerosas informaciones preparadas de antemano, tomadas de los servicios de información al público que todos los gobiernos, empresas y entidades tienen, incluido el ejército. Es tan obvia la influencia de la prensa en la toma de decisiones, que en los últimos años ha cobrado mayor importancia el periodismo institucional o de empresas. Cuando hablamos de «hacerle la prensa» a un producto, a un político o a un libro nos referimos a darle a los medios de prensa una noticia previamente digerida que ayude a imponer en la consideración del público nuestro producto, sea éste un objeto, una política o una idea.

En ese contexto, el ejercicio del periodismo independiente debe sortear numerosas dificultades para mantenerse al margen de las necesidades y operaciones del poder.

Cuando Estados Unidos había decidido iniciar su ofensiva militar en Afganistán, el secretario de Defensa norteamericano fue lo suficientemente claro cuando anunció que los periodistas acreditados en el Pentágono no podrían acompañar a las tropas y recordó una frase de Churchill, que alguna vez dijo que «la verdad a veces debe ser cuidada por los guardaespaldas de la mentira», lo que obviamente es la legitimación de la mentira con fines patrióticos. Al mismo Churchill se le atribuye otra frase terriblemente cínica: «la responsabilidad por asumir como ciertas las promesas de los políticos corren por cuenta de quienes las creen».

En escenarios de conflictos, el periodista, aunque se esfuerce por mantener una posición equidistante y neutral, no puede evitar enfrentarse a dificultades operativas concretas en el terreno, fundamentalmente el dilema de exponerse a la manipulación de alguno de los actores, en caso de trabajar en alguna de las filas, o a enormes riesgos para su vida si opta por desplazarse de manera independiente.

Los medios de comunicación funcionan frecuentemente como verdaderas armas de control social. A veces, por propia voluntad y otras tantas por efecto de presiones o manipulaciones desde el poder.

Existe una auténtica ingeniería de la persuasión, de manera que si queremos superar ese tipo de analfabetismo que muchas veces nos proponen, debemos aprender a decodificar el lenguaje de los medios y la jerarquía selectiva que se les da a las noticias. La lectura crítica de las informaciones emanadas desde el poder es un ejercicio indispensable, en primer lugar para los propios periodistas y luego, para los receptores de las noticias.

La manipulación de la opinión pública es, ciertamente, muy antigua, pero quisiera hacer una breve referencia al período moderno y cómo los medios de comunicación y la desinformación se ubican en este contexto.

Como bien señala el semiólogo norteamericano Noam Chomsky, la primera operación moderna de propaganda llevada a cabo por un gobierno ocurrió en los Estados Unidos bajo el mandato de Woodrow Wilson. Éste fue elegido presidente en 1916 como líder de una plataforma electoral que podría calificarse de pacifista cuando promediaba la Primera Guerra Mundial. La población norteamericana de entonces era mayoritariamente opositora a la idea de involucrar a los Estados Unidos en la guerra; sin embargo, la administración Wilson había decidido que el país tomaría parte en el conflicto. Había, por lo tanto, que inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la guerra, para lo cual se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida como Comisión Creel, que en sólo seis meses logró quebrar la vocación pacifista de la población y convertirla en una sociedad profundamente histérica, dispuesta a combatir el peligro que significaba para el mundo no ya la Alemania en guerra sino los alemanes en general.

La Comisión Creel alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía: usando la misma metodología, al final de la guerra, logró avivar el terror al comunismo, lo que permitió la destrucción de sindicatos tachados de filocomunistas y establecer restricciones a la libertad de prensa y de pensamiento político. El poder financiero y empresarial y algunos medios de comunicación adictos fomentaron y prestaron un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron toda clase de beneficios.

Los medios utilizados fueron muy amplios. Pero el más burdo y al mismo tiempo más efectivo fue la fabricación de relatos de atrocidades que supuestamente cometían los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de perversiones inventadas por el ministerio de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento -tal como queda reflejado en la desclasificación de sus deliberaciones secretas- era el de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo.

El principio moral que sustenta estas políticas es la creencia nunca confesable por las dirigencias de que la opinión pública en general está incapacitada para comprender a fondo los intereses nacionales, por lo que resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño desconcertado, utilizando la misma lógica que nos dice que sería incorrecto permitir que un niño de tres años cruce la calle solo. Así como no damos a los niños de tres años este tipo de libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla, negamos a los individuos del rebaño desconcertado la participación activa en la discusión de las ideas.

Reinold Niebuhr, uno de los intelectuales dilectos de Kennedy, afirmaba que la racionalidad es una habilidad al alcance de muy pocos y que la mayoría de la gente se guía por emociones e impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen, entonces, que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con objeto de encaminar a una masa desvalida e ignorante. Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea.

Los Estados Unidos crearon, en la década de 1920, los cimientos de la industria de las relaciones públicas. Tal como decían sus principales mentores, su compromiso consistía en controlar a la opinión pública. Basados en el éxito de la Comisión Creel y del «miedo rojo», y de las secuelas dejadas por ambos, las relaciones públicas experimentaron una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora de conseguir una subordinación total de la gente a las directrices procedentes del mundo empresarial.

Las relaciones públicas constituyen una industria que mueve, en la actualidad, presupuestos en torno del billón de dólares al año, y desde siempre su cometido ha sido el de controlar a la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones.

Como contraparte a la enorme concentración de grandes medios a los que me referí anteriormente, la creciente irrupción de las nuevas tecnologías (especialmente Internet) abrió una fisura en ese enorme dique informativo aludido, con voces verdaderamente independientes de los grandes poderes. El problema que ahora debemos enfrentar desde el lugar de receptores no es el de la falta de información sino el de la subreabundancia de ella y la manipulación a la que es sometida.

Ciertamente, la aparición de Internet facilitó la entrada en el mundo de la información de actores que de otra manera estarían silenciados. El problema, aquí, no es la posibilidad de incorporar información, sino la de hacerla «visible». Aun cuando hay gran diversidad de buscadores, en la práctica su uso constituye una forma oligopólica a escala mundial pues unos pocos -Google, Yahoo, Lycos, Altavista- acaparan la mayor parte de las búsquedas. Al efectuar una búsqueda determinada se obtiene una lista de páginas web ordenadas por criterios propios del buscador, lo que significa una jerarquización de la información no controlada por el receptor. Pero tampoco nos permite el acceso a toda la información que dice haber encontrado. Por ejemplo: si pedimos a Google que rastree las páginas referidas a «la sociedad de la información», nos indicará que ha encontrado más de un millón y medio de entradas, pero solamente nos dará acceso a unas 800, es decir, sólo el 0,05% de lo existente.

Creí necesario hablar primeramente del principal instrumento empleado en ese proceso de demonización del mundo islámico para referirme ahora a una cantidad de fábulas y estereotipos que se usan corrientemente para situar a todo aquello que suene a islámico en el lado del enemigo.

En primer lugar -y podría resultar innecesaria esta aclaración en este auditorio- hablar de mundo islámico es una generalización tan amplia como la de hacerlo del mundo católico, en el que están incluidos, por ejemplo, Italia y Bolivia. La visión de totales responde obviamente a visiones totalitarias. Si consideramos que actualmente profesan el Islam unas 1200 millones de personas, es decir, el 20 por ciento de la población mundial, la pretensión de situar ese enorme colectivo de personas en una misma clasificación es en el mejor de los casos una muestra de ignorancia y en el peor, un eje estratégico alentado por el integrismo conservador que encontró en la islamofobia la contraparte necesaria para sostener sus políticas de exclusión social y dominación económica.

La otra asociación ridícula frecuentemente usada en Occidente es la de musulmán y árabe, dado que los árabes, aunque mayoritariamente musulmanes, son sólo el 20 por ciento de los musulmanes del mundo.

Si uno apela al imaginario dominante en Occidente de hace 50 años, pensar en un musulmán o en un árabe tenía connotaciones absolutamente distintas de las de hoy. Las mujeres, por ejemplo, remitían en el imaginario de nuestros padres o abuelos a la idea del refinamiento, la sensualidad, la atmósfera de las mil y una noches, el harén y la danza del vientre. Hoy, curiosamente, la imagen de la mujer musulmana que se transmite es la de la sumisión, la oscuridad, la represión. Entre una y otra imagen no hay otra cosa que una colosal carga de prejuicios y una visión estereotipada y etnocéntrica. Posiblemente, una y otra imagen estén igualmente lejos de la verdad. El tema central es que la imagen de aquellos años era inofensiva y la que pretende difundirse hoy claramente ofensiva y peligrosa.

Es tan ampliamente conocido el tema de las armas de destrucción masiva que se le atribuyó falsamente a Saddam Hussein que no hace falta que vuelva sobre ese tema. Por otra parte, esas acusaciones fueron tan burdas que era obvio que caerían por su propio peso.

Hay aspectos, sin embargo, más sutiles. Por ejemplo, la mayor parte de las veces que la prensa se refiere a un clérigo shiita le agrega el adjetivo «radical», como si no existieran clérigos shiitas que no lo sean. Obviamente, la mayor parte de los periodistas que repiten las presuntas arengas de estos clérigos no hablan árabe ni farsí, por lo que la interpretación de sus sermones siempre viene del mismo traductor: la prensa militar o las grandes agencias de noticias que, como hemos visto anteriormente, tienen monopolizado el mercado de la información internacional en Occidente.

Durante los 20 años que duró la ocupación militar israelí del Líbano, los contendientes principales fueron el Hezbollah, calificado casi siempre como «grupo terrorista», y el Ejército del Sur del Líbano, que no era otra cosa que una milicia irregular financiada, entrenada y equipada por Israel, es decir, una milicia de mercenarios. La simplificación de estos enfrentamientos en la prensa presentaba los combates como si hubieran sido librados por una banda terrorista de un lado y un ejército, es decir, tropas regulares, por el otro. Obviamente, este comentario no implica ningún juicio de valor sobre la naturaleza de los contendientes ni sobre sus estrategias de combate ni implica adhesión a sus objetivos o visión del mundo.

Otro fenómeno al que la prensa le dio amplia difusión fue al de las acciones de los terroristas suicidas. Sistemáticamente se los buscó asociar a la naturaleza del Islam, según el cual los fanáticos que se inmolaban podían hacerlo porque la religión les prometía el encuentro con vírgenes en el Cielo. Ese argumento empezó a caer cuando surgieron entre los suicidas voluntarios no religiosos. Tampoco nadie supo explicar por qué no andaban suicidándose otros musulmanes devotos en otras partes del planeta en las que no había conflictos armados.

Si uno se permitiera desmenuzar el lenguaje utilizado por los medios de prensa en el tratamiento de la guerra en Irak, encontraremos que los enfrentamientos casi siempre son entre «terroristas» y «militares», lo que implica, al ser simplificado el conflicto en esos términos, un juicio de valor subyacente y obviamente favorable a los intereses del Norte. Tendría una connotación diametralmente diferente en la opinión pública calificar a las partes como «tropas invasoras» y «milicias de la resistencia».

Todo el mundo parece saber con claridad de qué hablamos cuando usamos el término terrorismo. Sin embargo, las Naciones Unidas no lograron establecer aún una definición universalmente aceptada del término por sus estados miembros. De tal manera, ese vacío abre las puertas para que el uso del término «terrorismo» sea, antes que una categorización jurídica, una definición política, que siempre será funcional a quienes ejerzan el poder o fijen la agenda política internacional. No serán los hechos concretos sino los intereses políticos los que nos digan entonces qué es el terrorismo.

En el caso particular de Irak, también emergió otra categoría de combatiente hasta entonces desconocida: la de los «contratistas», combatientes privados no sujetos a las normas que rigen las acciones militares pero subordinados a mandos regulares. Estos «contratistas», o mercenarios para ser más precisos, generalmente son militares o ex militares reclutados en países del tercer mundo.

En la guerra, la palabra es una parte sustancial del botín del que las partes pretenden adueñarse. Tener el dominio de la palabra permite la instalación de eufemismos tales como «guerra preventiva», que podría traducirse como «guerra por las dudas»; «célula dormida», que formalmente no quiere decir nada, dado que una célula lo es si está operativa o si no no es nada; «asesinato selectivo» para morigerar el concepto llano de asesinato; «daños colaterales» para justificar el asesinato de no beligerantes. Recientemente, la prensa española hizo público que las autoridades marroquíes había detenido a «inmigrantes ilegales», obviando el detalle de que no eran inmigrantes, dado que no habían alcanzado a dejar su país, y tampoco ilegales. «Ilegal», en este caso, se usó como sinónimo de «marroquí».

En los Estados Unidos, una encuesta reciente de Gallup reveló que el 39% de los norteamericanos admite tener prejuicios hacia los musulmanes, un tercio cree que los estadounidenses musulmanes simpatizan con la red terrorista Al Qaeda y casi un cuarto manifiesta que no querría tener a un musulmán de vecino. Otro estudio, aparecido en el Journal of Human Resources, muestra que los salarios para las personas de origen árabe o musulmán cayeron el 10% en los años siguientes a los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Por otra parte, el Observatorio Europeo de Fenómenos Racistas muestra cómo el velo y el turbante, la mezquita y el inmigrante, son puntos de referencia de la fobia al Islam, de una intolerancia extrema en donde convergen el rechazo religioso, la xenofobia y el racismo.

Aunque no conozco a fondo el uso de estos mecanismos de persuasión en la propaganda desarrollada en naciones de Oriente, podría arriesgarme a dudar de que funcione de manera muy distinta.

Además del uso de un discurso definido como «antiterrorista» por quienes fomentan la islamofobia, hay otro discurso que criminaliza al inmigrante musulmán, a quien se lo vincula al delito, el tráfico de drogas y la pérdida de fuentes de trabajo de la masa laboral local. Por supuesto, no trasciende que Europa recibe por cada euro que utiliza en asistir a estos inmigrantes tres euros por efecto de su trabajo. No es Europa la que ayuda a estos «inmigrantes ilegales» sino que son los «inmigrantes ilegales» los que contribuyen a la prosperidad europea. Los gobiernos omiten, y la prensa no lo ha difundido adecuadamente, que la inmigración ilegal es instrumental a la economía del primer mundo, que obtiene mano de obra barata para los tareas que los trabajadores locales no quieren desempeñar. La inmigración mantenida en la esfera de la ilegalidad permite flexibilizar y hasta ignorar las leyes que rigen las condiciones laborales. El mundo desarrollado aloja a millones de «trabajadores indocumentados» expulsados de sus países por la pobreza. Cada tanto, algunos cientos de ellos son retornados a sus lugares de origen para mantener ante la opinión pública la ilusión de que se trata de un fenómeno resistido por los gobiernos del primer mundo. Es francamente imposible que esas enormes masas de inmigrantes puedan permanecer en los países de acogida sin la decisión de los gobiernos, el empresariado ávido de mano de obra barata y la complicidad de los grandes medios.

Lo fantástico de estos fenómenos es la facilidad con la que se logran establecer y cómo lo ilusorio se parece a lo verdadero. Quienes trabajan con estas percepciones suelen tener en cuenta lo que sucede cuando alguien maneja un automóvil por una ruta desierta. Irremediablemente, uno ve agua sobre la calzada, en el horizonte. Todos sabemos que se trata de una ilusión óptica. Lo realmente notable es que «vemos» lo mismo todos por igual, sin importar el sistema de creencias, la cultura o la formación intelectual. Saber que estas ilusiones ópticas existen debe servirnos para no incorporar a nuestro sistema de ideas «ilusiones de pensamiento».

Así, la asociación entre Islam y fundamentalismo como regla general es una ilusión del mundo de las ideas funcional al discurso dominante en Occidente y también a los mismos islamistas radicales, quienes, considerándose los únicos depositarios de la verdad revelada, pretenden representar al Islam en su totalidad.

La prensa occidental, salvo honrosas excepciones del periodismo escrito, no se ha mostrado lo suficientemente inclinada a reflejar el abanico de análisis diversos representativo del pensamiento islámico de hoy. Tampoco suele tomar en consideración que son los propios países islámicos los primeros afectados por el ejercicio del terrorismo y la mayoría de las veces de las represalias con las que se pretende combatirlo.

Al periodista le esperan en estos días desafíos cada vez más complejos. La revolución de las comunicaciones ha acortado distancias entre mundos diversos, lo que ha hecho aparecer de manera más clara lo diferente. Pero aunque las diferencias irrumpen como aquello que no es asimilable a la propia identidad, tampoco debe verse como lo hostil. La figura de lo diferente lleva las señas del extranjero y el sentido de su irrupción -como señala el teólogo Javier Melloni- es el de una alteridad que apela a la propia identidad. ¿Es posible el respeto a lo diferente? ¿Es posible apreciar lo diferente y su valor por ser diferente? Ciertamente es posible y es también el único modo de entender las relaciones humanas. Muchas gracias».

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