En la historia de las dominaciones humanas siempre se ha buscado un opio para adormecer las conciencias y desactivar la potencia transformadora de los pueblos. Hoy, bajo el capitalismo degradándose, que atraviesa una crisis estructural de legitimidad, ese opio adquiere nuevas formulaciones y laboratorios semióticos, se producen, circulan y consumen verdaderos “fentanilos ideológicos” destinados a intensificar el letargo social, a inhibir la indignación organizada y a anular la lucidez crítica. El concepto de “opio del pueblo”, con que Marx describió la función manipuladora de las iglesias, debe ser re-semantizado. Ya no se trata sólo de narcotizar con narrativas homogéneas, sino de administrar microdosis de mentira, pánico o esperanza falsa, que configuran el metabolismo cotidiano de la conciencia bajo la dictadura de la mercancía.
El fentanilo, como droga química, sintetiza la metáfora, un opioide de potencia extrema, capaz de matar en dosis minúsculas, de generar dependencia súbita y de convertir la vida en un proceso gobernado por la ansiedad de la próxima dosis. Así también operan los fentanilos ideológicos, pequeñas porciones de espectáculo mediático, titulares calculados, campañas virales, escándalos de redes sociales, noticias manufacturadas o series de entretenimiento que inyectan en las venas simbólicas de las sociedades una compulsión por consumir narrativas tóxicas. El resultado es la dependencia a una información que deforma, a una comunicación que incomunica, a una cultura de la ignorancia. Se construye un ecosistema en el cual la conciencia colectiva se encuentra subordinada a un régimen de dopamina mediática, donde lo urgente siempre sustituye a lo importante, donde el ruido devora la crítica y donde el sentido común es secuestrado por algoritmos.
Este mecanismo no es espontáneo ni accidental, es una estrategia consciente de los monopolios mediáticos y tecnológicos. Empresas como Disney, Comcast, Fox, Paramount, Warner Bros. Discovery, Google, Meta, Amazon y Netflix conforman una hidra de múltiples cabezas que disputa cada segundo de la atención social. Sus modelos de negocios se basan en la extracción de plusvalía semiótica, transformar la mirada, el clic, la interacción en datos, y los datos en dinero. Pero, al mismo tiempo, transforman la subjetividad, producen esquemas perceptivos, hábitos de consumo simbólico y predisposiciones ideológicas que normalizan la desigualdad, celebran la mercancía y criminalizan cualquier horizonte emancipador. El trabajo de estas corporaciones no se limita a entretener, funciona como laboratorio político de colonización de la conciencia.
Si Marx hablaba del fetichismo de la mercancía para describir la inversión de relaciones sociales en objetos que parecen tener vida propia, hoy habría que hablar del fetichismo de la información y del fetichismo del algoritmo. Las noticias, los trending topics, los videos virales aparecen como realidades autónomas, neutras, inevitables, cuando en verdad son artefactos producidos, jerarquizados y dirigidos con objetivos precisos. La semiosis capitalista no se contenta con ocultar; debe además fabricar la apariencia de transparencia, la ilusión de libre elección, la sensación de pluralidad. Así como el fentanilo químico puede presentarse adulterado en píldoras que parecen medicamentos comunes, el fentanilo ideológico se disfraza de libertad de prensa, de diversidad de opinión, de neutralidad tecnológica.
Lo que está en juego es la hegemonía cultural en su versión más refinada. Sus clases dominantes no se sostienen sólo por la coerción sino también por el consenso. Hoy ese consenso se produce mediante laboratorios de intoxicación semiótica que actúan como narcotraficantes ideológicos, reparten microdosis constantes de discursos conservadores, ultraderechistas o mercantiles; elaboran discursos de odio, criminalización de la protesta, estetización de la violencia; o, por el contrario, diseñan placebos de felicidad individualista que reemplazan la idea de transformación social por terapias de autoayuda. En ambos casos, la operación es la misma, desactivar el potencial de la conciencia crítica colectiva, reducir la imaginación política, esterilizar la energía subversiva.
Su fentanilo ideológico se mide en el debilitamiento del pensamiento crítico. Los monopolios mediáticos han conseguido que millones de personas consuman su dosis diaria de titulares sin contexto, imágenes fragmentadas, opiniones enlatadas, encuestas manipuladas. Y, lo más grave, que confundan esa dieta tóxica con “información” y que la reproduzcan en sus interacciones sociales, en sus conversaciones familiares, en sus debates cotidianos. Así, la ideología dominante no necesita imponerse por la fuerza, se filtra en cada celular, en cada pantalla, en cada feed personalizado. La represión brutal cede el paso a la sedación masiva. No hace falta silenciar todas las voces; basta con saturar el espacio con millones de voces artificiales que repiten la misma melodía.
En este contexto, la Filosofía de la Semiosis tiene la tarea de desentrañar los mecanismos de esta intoxicación simbólica. No se trata sólo de denunciar que los medios mienten o que las redes manipulan, sino de comprender cómo operan las cadenas de producción, circulación y consumo de signos en la sociedad capitalista. La semiosis no es neutra, es un campo de lucha en el que se disputan significados, valores, sensibilidades. Cada titular, cada algoritmo, cada campaña publicitaria forma parte de una batalla por el sentido. Y los fentanilos ideológicos constituyen el arsenal más sofisticado de las clases dominantes en esa guerra cultural.
Esta metáfora nos obliga también a repensar la política revolucionaria. Si los pueblos reciben dosis diarias de intoxicación ideológica, las fuerzas emancipadoras deben crear antídotos y contraofensiva semióticos. No basta con denunciar las mentiras; hay que construir narrativas revolucionarias, símbolos movilizadores, experiencias comunicacionales que fortalezcan la conciencia crítica y que generen placer en la verdad. Porque uno de los efectos más devastadores del fentanilo ideológico es que hace adicta a la gente a su propia esclavitud simbólica, se genera dependencia al espectáculo, a la manipulación, a la dosis diaria de superficialidad. Romper esa adicción requiere una pedagogía de la desintoxicación que combine ciencia, arte, política y organización.
Un ejemplo palpable es la cobertura mediática de la violencia, las guerras o las crisis sociales. Las grandes cadenas convierten cada conflicto en un espectáculo donde la empatía se dosifica según intereses geopolíticos. Se demoniza a los enemigos de Washington, se santifica a sus aliados, se manipulan cifras, se borran contextos. El público recibe su dosis de indignación selectiva o de compasión manipulada, que funciona como un sedante frente a las contradicciones estructurales del capitalismo. Así, los fentanilos ideológicos permiten justificar invasiones, sanciones, bloqueos, privatizaciones, recortes. El dolor real de los pueblos se convierte en combustible de la maquinaria simbólica de las élites.
Esta metáfora del fentanilo también ilumina la dimensión de la letalidad. Así como la droga química puede provocar la muerte inmediata, la droga ideológica puede producir la muerte de la conciencia. Pueblos enteros pueden ser anestesiados hasta perder la capacidad de organizarse, de imaginar revoluciones, de resistir. Se construyen sociedades zombificadas, donde millones repiten consignas mediáticas sin detenerse a pensar en sus propios intereses. La muerte no es sólo física; es también cultural, política, espiritual. La alienación alcanza niveles tales que se celebra la propia opresión como si fuera libertad, se defiende al verdugo como si fuera protector, se vota contra los propios intereses como si fuera emancipación.
Pero toda droga, incluso la más potente, puede perder eficacia cuando el organismo desarrolla tolerancia. Los fentanilos ideológicos también enfrentan resistencias. Cada vez más sectores desconfían de las cadenas mediáticas, cuestionan los algoritmos, crean medios comunitarios, impulsan pedagogías críticas, construyen redes de solidaridad informativa. El capitalismo intenta contrarrestar esas resistencias con dosis cada vez más fuertes de manipulación, con campañas de odio más intensas, con espectáculos más grandilocuentes. Con represión semiótica sistematizada. Con think tanks. Sin embargo, la historia demuestra que ningún régimen de intoxicación ideológica es eterno. La conciencia crítica encuentra resquicios, la verdad se abre paso, la indignación se organiza.
Nuestra tarea urgente es entonces sistematizar una estrategia colectiva de desintoxicación. Ello implica crear observatorios semióticos que estudien con rigor científico los mecanismos de manipulación; impulsar escuelas populares de comunicación que enseñen a leer críticamente los medios; fortalecer medios comunitarios y públicos como espacios de producción alternativa de sentido; desarrollar tecnologías libres que disputen la hegemonía algorítmica; articular movimientos sociales con intelectuales y artistas para elaborar narrativas emancipadoras. Nuestra Filosofía de la Semiosis, lejos de ser un dogma, debe convertirse en herramienta práctica para la construcción de una comunicación de nuevo género, liberada de la lógica mercantil y orientada al florecimiento de la conciencia.
Sus fentanilos ideológicos son la metáfora y la denuncia de un proceso histórico de anestesia cultural que amenaza con exterminar la potencia crítica de la humanidad. Identificarlos es el primer paso para neutralizarlos. No se trata de un problema anecdótico de manipulación mediática, sino de un mecanismo central del capitalismo contemporáneo para sostener su dominación en medio de crisis recurrentes. Cada dosis de espectáculo, cada dosis de mentira, cada dosis de manipulación es parte de un régimen de acumulación simbólica que genera plusvalía semiótica para las corporaciones y dependencia ideológica para los pueblos. Frente a ello, la única salida es la construcción consciente de una semiótica emancipadora que funcione como antídoto, que despierte, que organice, que devuelva a los pueblos la capacidad de producir su propio sentido y de dirigir su propio destino.
Así como la sociedad debe enfrentar la epidemia del fentanilo químico con revoluciones en salud pública, también debe enfrentar la epidemia del fentanilo ideológico con revoluciones de salud cultural y comunicacional. La desintoxicación semiótica es condición de la emancipación política. La crítica, la organización, la unidad y la creatividad no mercantilizada son nuestras herramientas. Los pueblos tienen derecho a una comunicación sin drogas ideológicas, a una cultura sin cadenas, a una semiosis sin verdugos.
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