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«Gauchaje» transgénico

Fuentes: Rebelión

 En nombre de «la gente de campo» se justifica la expansión de un sistema de explotación del suelo que no contempla la existencia social dentro de las infinitas latitudes de la tierra. El monocultivo de especies transgénicas, viabilizado y consolidado como modelo incuestionable de la relación hombre-entorno, anula toda diferencia y erosiona los sustentos de […]

 En nombre de «la gente de campo» se justifica la expansión de un sistema de explotación del suelo que no contempla la existencia social dentro de las infinitas latitudes de la tierra. El monocultivo de especies transgénicas, viabilizado y consolidado como modelo incuestionable de la relación hombre-entorno, anula toda diferencia y erosiona los sustentos de la vida realmente rural que empresas, grandes terratenientes y medios de comunicación dicen defender.

Hay en Argentina cada vez más campo cultivado -y se habla cada vez más de «el campo»- y paralelamente queda cada vez menos espacio para la vida rural y sus prácticas genuinas. La vida cambia cuando se va a caballo de Monsanto, Dekalb o Bayer (léase producción de especies genéticamente modificadas).

Es ya demasiado evidente que la aún irresuelta antinomia gobierno nacional / sector agropecuario-pampeano está netamente atravesada por el interés económico de cada parte, antes que por corresponder cada posición a paradigmas ideológicos inconciliables entre sí. Pues, tanto una como otra postura promueven y se favorecen con el modelo de explotación de la tierra que busca maximizar las ganancias independientemente de los costos sociales y ecológicos de ello.

Los precios internacionales de los cereales han acentuado en el país el proceso de «pampeanización» hacia zonas hasta el momento ajenas a estos parámetros. Y en nombre de «el campo» se tala el monte nativo, se lo incendia y en su lugar se impone una especie gestada en laboratorios [2] .

En la estandarización de este modelo productivo que no considera como obstáculo la modificación violenta del entorno natural se halla la razón de la nueva oleada de desruralización de los cercanos veinte años (último efecto migratorio que combina éxodos voluntarios y forzados); de la reciente despeonización del trabajo rural; de la creciente concentración de la propiedad del espacio (formación de pooles de siembra).

La expresión «el campo» se ha tornado un moderno eufemismo que menciona a la tierra no como espacio de la existencia, sino como medio de generación de riquezas económicas privadas. La exacerbación de la lógica del mercado, que busca la renta ilimitada, escinde al trabajo de la vida [3] . Y así no es posible la consciencia de la materialidad que permite la realización de dicha vida.

Los grandes medios de comunicación que comparten los intereses «ruralistas» -muchos por el inestimable apoyo de la publicidad de empresas productoras y/o comercializadoras de insumos para el monocultivo de especies transgénicas- recurren a la memoria de el hombre de campo: ese sujeto forjado en el duro trabajo de la tierra, de principios nobles e incorruptibles, hoy transformado en mártir por los siniestros designios presidenciales. La retórica de la expropiación ilegítima, utilizada para justificar la actual oposición al Poder Ejecutivo, se nutre de los supuestos valores telúricos. Actualizados para la oportunidad por «dirigentes agrarios» y empresas informativas, ellos ayudan a despertar y potenciar elementos latentes en la consciencia popular.

Pero en términos rigurosamente sociológicos, aquel paisano es cada vez más inexistente en términos «reales». Salvo los pocos que aún viven-resisten monte o tierra adentro, lo campesino subsiste casi como tipo ideal, pues el modo actual de producción prescinde de sus brazos y de sus saberes.

La recuperación y promoción de folclorismos -mostrados como símbolo de la vitalidad de lo «criollo»- simplemente ornamentan los reclamos de cientos de terratenientes que no pueden imaginar, ni por asomo, los «históricos padecimientos del hombre de campo» a los cuales aluden diciendo encarnar.

Lo gaucho es hoy una leyenda des-significada de sus esencias: el consumo cultural de atuendos «artesanales» (texturas, formas y colores repetidos industrialmente), prácticas y acordes supuestamente representativos de una forma de vida -y manifestados en exposiciones «rurales», micros mediáticos, por el mercado en general- minimiza la identidad a manifestaciones desinterpretadas de su contexto original de producción. A la vez, son reinterpretadas -ahistóricamente- como constitutivas de un mundo de dudosa existencia fáctica, ya que se hallan abismalmente distantes de las propias al momento actual.

Sumada a esta retórica de la expropiación ilegítima que multiplican periódicos y pantallas, y también alimentando las «identidades de la gente del terruño», se da una revitalización de la cultura nativa quizá menos inducida que aquella, pero reducida a espectáculo de acceso circunstancial. Una y otra vez, los «folcloristas» repiten anacrónicas canciones (y otra vez las «academias tradicionalistas» ponen en escena sus danzas, desprendiéndolas del suelo primigenio).

La mercantilización de todas estas expresiones permite la sobreexistencia únicamente de aquello que no cuestiona al sistema productivo y sus lógicas de explotación del sujeto y de dominación del medio natural.

Queda cada vez menos flora y fauna autóctonas, pero no se puede concebir que un paisano hijo de esta buena tierra no tenga su mesa de algarrobo o su alfombra de piel. No hay micro radial de cotización de cereales –mercado de Chicago– que no esté acompañado por los sonidos de zambas y chacareras que rememoran -paradójicamente- al monte y sus animaladas, hoy minorizados para ceder más espacios a la oleaginosa de oro devenida en motor del progreso en la nueva Argentina «granero del mundo». La tierra está cada vez más concentrada en menos manos (incluso, extranjeras), necesita cada vez de menos mano de obra y, sin embargo, «el campo» es promocionado como factor de empleo y desarrollo nacional.

Por otra parte, ¿se puede hoy cantar -o escuchar- un poema que se precie de reflejar las vivencias de la tierra sin denunciar al sistema que a través de la homogeneización inherente a su lógica atenta contra lo verdaderamente autóctono?

Y así, ¿cómo comprender estas contradicciones entre el modelo de trabajo impuesto como hegemónico y la recuperación de supuestos valores de la ruralidad (opuestos a él) que habrían de representarlo?

El espacio y la forma de intervenir sobre él se internalizan. El sustento de la existencia, mutado, muta las identidades. Éste es el «gauchaje» transgénico del siglo XXI: reducida la tierra a espacio de producción material, se allana toda diferencia con ello (termina de desaparecer de esta manera lo campesino, lo gaucho, e incluso, lo indio).

Cuestionar los agronegocios -el cultivo con fines netamente comerciales de especies transgénicas destinadas a alimentar automóviles y animales faenados para el sobreconsumo- no implica necesariamente proponer una regresión cavernaria a los primeros momentos del hombre. Pues quienes habitan un contexto ya fuertemente modificado por las lógicas de la «siembra industrial» deben reconocer que «Aún hoy la mitad de la población mundial cultiva la tierra, y en sus tres cuartas partes lo hace a mano» [4] . Complementariamente, «el 75 por ciento de las tierras argentinas se volvieron áridas. Y cada vez se degradan más y más […] Sólo el 25 por ciento es la pampa húmeda» [5] . Contrariamente a lo que parece acontecer en el país, además, «el núcleo de las políticas antiimperialistas actuales […] se encuentra en los campos de la periferia» [6] .

Sustituir la mirada caníbal del crecimiento ilimitado e inmediato que vitaliza el dinero pero que mata la vida por la ancestral sabiduría de la paciencia, de la sobriedad en el consumo, de la percepción y la necesidad de la multiplicidad: acaso sea ésta la clave más ineludible y urgente en este pequeño lugar del Universo, en este frágil momento de la existencia humana.



 

[2] En las últimas décadas, las peculiaridades de la conformación del sistema agro-alimentario global consolidaron fuertemente al sur del mundo como productor de materias primas, que en el mercado aumentaron su dependencia y desarrollo respecto de otras naciones. La periferia, además, fue subordinada a las lógicas comerciales de las grandes empresas privadas productoras de semillas de alta tecnología, productos químicos y equipos para la agricultura. Sam Moyo y Paris Yeros, El resurgimiento de los movimientos rurales bajo el neoliberalismo. En Recuperando la tierra, de Moyo y Yeros (coordinadores) (Ed. CLACSO. Buenos Aires, 2008).

[3] Ana Esther Ceceña (coordinadora). De los saberes de la emancipación y de la dominación (Ed. CLACSO. Buenos Aires, 2008). Un antecedente fundamental de este planteo es el desarrollado por Karl Marx en Formaciones económicas precapitalistas (Ed. Cuaderno de Pasado y Presente. Córdoba, 1971).

[4] Adolfo Coronato, Canto a la naturaleza perdida (nota escrita a propósito del video documental Home, dirigida por Yann-Arthus Bertrand). En Le Monde diplomatique Edición Cono Sur. N° 122. Agosto 2009. pp. 42 – 43.

[5] Patricia Blanco Fernández, Mucho peor de lo pensado. En revista El Federal. N° 275. 13 de agosto 2009. pp. 32 – 33.

[6] Moyo y Yeros (op. cit.). p. 21.