Durante la pasada semana he reunido algunos resonantes gazapos informativos que me complazco en compartir con los lectores de estas páginas digitales. Me propongo serenar así, dentro de lo posible, la áspera tensión que se aprecia en el espectro mediático y proporcionarles, al menos, unos minutos de alivio. No citaré nominalmente a los medios responsables […]
Durante la pasada semana he reunido algunos resonantes gazapos informativos que me complazco en compartir con los lectores de estas páginas digitales. Me propongo serenar así, dentro de lo posible, la áspera tensión que se aprecia en el espectro mediático y proporcionarles, al menos, unos minutos de alivio. No citaré nominalmente a los medios responsables de tan destacados deslices, porque en este caso la tropelía informativa perpetrada tiene más interés que el autor o los responsables de ella.
En un noticiero televisado que informaba del enésimo asesinato producido en el ámbito doméstico español se pudo escuchar literalmente la siguiente frase: «…el hijo contempló cómo su padre asesinaba presuntamente a su madre…». Bien está que el mundo informativo se ande con pies de plomo a la hora de atribuir responsabilidades que sólo la Justicia puede determinar. De ahí que se tenga por habitual aludir a un presunto crimen, un presunto asesino o una presunta culpabilidad, dado que quizá no se trate de un crimen sino de un accidente, ni de un asesino o un culpable hasta que todo ello se demuestre fehacientemente en un tribunal de justicia. Y no siempre: a veces -más de lo que sería deseable- los tribunales también cometen sonoras pifias.
Lo que resulta más insólito es tratar de describir con objetividad una escena en la que un hijo está contemplando, con sus propios ojos, cómo su padre asesina a su madre en su presencia, y calificar esa acción como «presunta». De seguir el criterio de ese informador, si el hijo fuese interrogado en la vista oral como testigo, respondería algo así: «Sí, yo vi cómo mi padre apuñalaba presuntamente a mi madre muchas veces con el cuchillo grande de la cocina». Frase más propia de una película de los hermanos Marx que de la Administración de Justicia.
Nos trasladaremos ahora a una emisora de radio donde se estaba informando sobre el terremoto que ha afectado a India y Pakistán. El corresponsal destacado en este último país, que describía la escena con excitados tonos de acontecimiento deportivo (hablaba apresuradamente y acentuaba enfática e innecesariamente casi todas las palabras), redondeó su crónica añadiendo esta curiosa información: «En Pakistán, los muertos oficiales alcanzan la cifra de…».
Las burocracias gubernativas, a cualquier nivel, son siempre fuente inagotable de clasificaciones que afectan a todos los ciudadanos, y en ellas precisamente la condición de «oficial» o «no oficial» determina a menudo el curso de la vida y de los acontecimientos. Sin embargo, nunca pude imaginar que hasta los muertos podrían ser catalogados como muertos oficiales y muertos no oficiales. Sobre todo si son producidos por una catástrofe natural, como un terremoto. ¿Será un muerto oficial el que muere con todos sus papeles encima y en regla? ¿O sólo el que muere debidamente -aplastado, enterrado, ahogado-, es decir, cumpliendo sus funciones ciudadanas hasta el final, y no borracho o enloquecido, saqueando los supermercados o desvalijando los domicilios abandonados? La duda sólo se aclaró tras comprobar otras informaciones, de donde se deducía que lo que el corresponsal quería haber dicho era «la cifra oficial de muertos», es decir, la cifra publicada por las autoridades, lo que es cosa muy distinta aunque menos hilarante.
Para concluir, no está de más añadir una reflexión general que afecta a casi todos los medios, escritos, radiados o televisados. No se trata ahora tanto de conceptos mal asumidos, como en los dos casos antes citados, sino de la ciega aceptación de cualquier palabra que llega a través del inglés, sin molestarse en comprobar si en castellano existía ya el vocablo adecuado. Pondré dos ejemplos.
Desde la desintegración de la Yugoslavia de Tito nos vimos forzados a llamar Serbia (con be) al país que siempre había sido conocido como Servia (con uve) en todos los textos españoles de Historia Universal desde tiempos remotos. ¿Por qué? Porque las agencias extranjeras así lo escribían, y ante este decisivo hecho nada tenía que decir, al parecer, el veterano caudal cultural propio de nuestro idioma.
El lector se extrañaría si en vez del habitual nombre de Benidorm leyera Binidorm. Pues bien, esto es lo que se hace cada vez que al referirse al recóndito jefe de Al Qaeda se utiliza la expresión Bin Laden en vez de Ben Laden. ¿Por qué? En este caso es cuestión de pronunciación, pero también en el ámbito del idioma inglés. Escuchado en árabe el nombre del dirigente terrorista, suena así: ben laden. Pero para que un angloparlante lo pronuncie de ese modo, la palabra «ben» (que significa «hijo de» en los nombres personales) ha de escribirse «bin». Los nombres de los famosos políticos Ben Bella, Ben Barka o Ben Gurión se transformarían hoy de modo análogo en las noticias de nuestro país, de aplicarse tal criterio. Añadiré, de paso, que ESTRELLA DIGITAL es uno de los poquísimos medios informativos que acepta la forma tradicional de Ben Laden, como sus lectores pueden comprobar.