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Huelga de transportistas, medios y contradicciones del capitalismo

Fuentes: Kaosenlared

¿Es posible que suba el petróleo sin consecuencias para nadie? El sentido común nos dice que no, pero los medios de comunicación nos intentan vender lo contrario, evidenciando las contradicciones del sistema capitalista. Si repasamos los editoriales de los principales periódicos españoles de hoy, lo primero que observamos es la demonización de los trabajadores, en […]

¿Es posible que suba el petróleo sin consecuencias para nadie? El sentido común nos dice que no, pero los medios de comunicación nos intentan vender lo contrario, evidenciando las contradicciones del sistema capitalista.

Si repasamos los editoriales de los principales periódicos españoles de hoy, lo primero que observamos es la demonización de los trabajadores, en este caso los transportistas. La manera más salvaje, propia del fascismo, es tratarlos como apestados, como personas que no merecen pertenecer a la «ciudadanía». Así, el diario El Mundo titula su franco editorial, «Primero los ciudadanos, luego los camioneros», el ABC considera que «los huelguistas» no pueden «tomar como rehenes a los ciudadanos», y el Periódico nos recuerda que » todo el aparato del Estado –incluidas las policías– estará a disposición de los ciudadanos» mientras se intenta «compensar a los transportistas».

Una vez excluidos estos trabajadores del resto de la sociedad, hay que dejar claro que son ellos los culpables de todo lo que los demás, los ciudadanos, sufriremos. Así, para El Periódico se ha producido un «desafío de los transportistas», quienes «tienen en sus manos colapsar el país». El Mundo les advierte que no deben persistir » en hacer la vida imposible a los ciudadanos» o se pondrán «la opinión pública en su contra». Y El País señala las «graves consecuencias para la economía» de la huelga convocada por un sector «con capacidad de amedrentamiento social».

Pero es en el diagnóstico del problema y sus posibles soluciones donde se evidencian las contradicciones del sistema, así como la incompetencia de los periodistas para entender qué está sucediendo. Según La Vanguardia, la huelga se produce «en protesta por la subida del carburante», sin hacer mención a cómo esa subida afecta a los ingresos de los transportistas ni las dificultades que tienen para trasladar esa subida a los precios que cobran a sus clientes. Una postura parecida adopta El País, para quien el «brusco encarecimiento de los combustibles» perjudica al sector sólo «en opinión de los convocantes».

La falta de sensibilidad hacia el colectivo es proverbial en algunos casos. » Todos tenemos problemas y todos soportamos el alza del precio del crudo», les dice El Mundo a los transportistas quejicas, y El Periódico se pregunta «qué ocurriría si todos los empresarios que contrataron un leasing con el euríbor al 3,5% –ayer estaba al 5,4%– o si las familias hipotecadas a los tipos de hace tres años salieran a la calle a defender sus intereses con la misma legitimidad que los camioneros.» Son situaciones que sólo pueden comparar los que analizan frívola y despreocupadamente el medio de vida de unos trabajadores. ¿Habrán caído en que los camioneros también son empresarios, tienen familias y pagan hipotecas?

Las soluciones propuestas no son sino engaños para seguir mareando la perdiz. La fórmula preferida es el beneficio fiscal a los transportistas, lo que significa, ni más ni menos, socializar el coste del alza del petróleo. ¿A cambio de qué? Si se recauda menos, ya podemos imaginar dónde recortarán estos gobiernos neoliberales el gasto público. Por otra parte, otras medidas como la tarifa mínima, no son admisibles porque entran «en conflicto con la libertad del mercado» (La Vanguardia) y además «ha sido desestimado ya por la UE» (El Mundo). Huelga decir que nadie osará enfrentarse ni a una cosa ni a la otra.

Otros periódicos van más allá. El País, buque insignia del «progresismo» mediático, advierte de que si el gobierno «acepta negociar (…) y hace concesiones [¿de qué otra forma se negocia?], sentará un precedente para la protesta de otros colectivos», lo que sin duda nos dejaría a un paso de la barbarie. El ABC, por otro lado, afirma que » no es de recibo que sean los ciudadanos los que paguen la factura del interés legítimo, pero parcial, de los transportistas» que, como sabemos, no son ciudadanos y por tanto no deben perjudicar el interés «global» de éstos.

Finalmente, El País observa sobre el transporte que » éste es un sector excesivamente atomizado y adolece de minifundismo empresarial, ni las administraciones anteriores ni los representantes de las empresas han sido capaces de pactar incentivos para que las compañías se concentren y desaparezcan las más débiles.» Pero esta idea niega los supuestos de la economía de mercado. ¿No es la propia dinámica de la economía capitalista la que debería expulsar, vía competitividad, a las empresas más «débiles»? ¿cómo puede defenderse por un lado la «libertad del mercado» y por otro que el estado intervenga para transformar un sector productivo en un oligopolio?

Por último quisiera señalar lo que no aparece en los medios, el tabú supremo. Como decía en la introducción, si una sociedad depende de la energía de los combustibles fósiles, no puede pretender que el encarecimiento de éstos no tenga consecuencias. Primero afecta a algunos colectivos, pero éstos no pueden cargar con todo el peso indefinidamente. Si les dejamos que repercutan los precios, como es de justicia, podemos entrar en una espiral inflacionista. Y optar por financiar públicamente los carburantes es sólo una forma de camuflar esa inflación, renunciando además a otros servicios sociales. Por otra parte, si suben los tipos de interés para contener la inflación, que es lo único que parece saber hacer el banco central europeo, la economía se ahoga, aumenta el paro, etc.

En definitiva, dentro de la lógica autodestructiva del capitalismo y su crecimiento económico perpetuo, no hay solución. Tarde o temprano habrá que establecer algún tipo de planificación racional, con unos objetivos razonables y compatibles con las restricciones naturales. Esto implicará, por supuesto, desechar no la libertad sino el libertinaje empresarial y sustituirlo por una política orientada a las personas y al medio ambiente. Por desgracia, los gobiernos aún están lejos de plantear esto en serio, porque la sociedad aún no ha abierto los ojos y me temo que sólo los abrirá ante la fuerza de los hechos.