Medios independientes e ideología liberal son conceptos que gozan de la presunción de inocencia en términos políticos sea cual fuere el contexto en que se mencionen. Ser independiente y ser liberal abre puertas allá donde se vaya, funcionando como etiquetas positivas casi inatacables. Las dos palabras remiten a universos cálidos donde la democracia reinaría sin […]
Medios independientes e ideología liberal son conceptos que gozan de la presunción de inocencia en términos políticos sea cual fuere el contexto en que se mencionen. Ser independiente y ser liberal abre puertas allá donde se vaya, funcionando como etiquetas positivas casi inatacables.
Las dos palabras remiten a universos cálidos donde la democracia reinaría sin parangón ni límites sociales o de expresión o de pensamiento. También son citadas como prueba del algodón inefable para trasladar la idea de que un país o régimen adolece de pedigrí democrático o lo tiene sin discusión.
Sin embargo, detrás de ambos conceptos suelen esconderse intereses muy concretos de grupos de poder con nombres y apellidos y políticas de clase determinadas, siempre escoradas hacia las elites y lo que se ha convenido en llamar economía de mercado.
Cuando se trae a colación la falta o pluralismo de medios independientes de comunicación o se añade liberal a ideologías conservadoras o socialdemócratas es necesario ponerse en alerta porque será más que probable que intenten colarnos intereses ocultos tras su enunciación aparentemente neutral.
Resulta conveniente señalar que un medio de comunicación no es más que una empresa que elabora noticias como mercancía perecedera que tiene que vender al público en competencia con otros que persiguen el mismo fin. Y que su fuente de financiación, además de la venta al lector, son otras empresas de diferentes sectores que pagan por enlatar sus mensajes mediante la publicidad.
Por tanto, un periódico, una cadena de televisión y una emisora de radio se deben a sus lectores, cada vez en menor cuantía, y a sus anunciantes, casi siempre marcas potentes a escala internacional.
Forma parte de la sabiduría popular que morder la mano que te da de comer no es nada aconsejable. Por tanto, criticar con informaciones independientes y veraces a los propios anunciantes no es la mejor política editorial a seguir.
Pero el asunto se complica más cuando se conoce que para iniciar una aventura empresarial de cierto calado en el sector de la comunicación es imprescindible contar con un capital considerable, situación accesible a muy pocos: millonarios, bancos, fondos de inversión, multinacionales, grandes emporios e instituciones similares. Este hecho no admite controversia alguna: para levantar un gran medio es indispensable posee un enorme capital inversor.
De lo reflejado se deduce que la hermosa independencia no existe, solo hay intereses comerciales, políticos e ideológicos, todos juntos en la mayoría de las ocasiones.
Las noticias nunca remontan hacia la opinión pública de manera virginal, antes son elaboradas desde una perspectiva ideológica que busca un rendimiento doble tanto de beneficio empresarial como de rédito político. La sacrosanta objetividad tiene miles de factores que adulteran su esencia hasta transformarse en información útil para ser consumida.
Sin duda que es buena la pluralidad en los medios de comunicación, si bien cabría preguntarse quiénes la conforman en nuestras sociedades capitalistas de Occidente. Un somero repaso de los dueños nos indica que en los consejos de administración de los principales mass media no se sientan ni las ideas de izquierda (salvo excepciones en webs digitales emergentes hace casi nada), ni los sindicatos, ni las asociaciones civiles críticas con el sistema o simplemente reivindicativas, ni las minorías de cualquier signo o condición. En suma, ni la clase trabajadora ni la clase media marcan la pauta o inciden expresamente en la línea editorial de los medios de comunicación más importantes del «mundo libre».
Es la clase alta, corporativa y transnacional la que ofrece su visión de los hechos y crea la realidad que merece ser considerada como noticiable. A ello hay que agregar que los profesionales de los medios son asalariados de las empresas de comunicación, es decir, están sujetos a relaciones laborales como un albañil o una operadora de telemarketing: si no obedecen órdenes, su empleo puede irse al garete. Hay multitud de ejemplos al respecto. De ello rezuma que la autocensura es un formidable agente interno para atenuar su independencia formal como periodista.
Existe pluralidad de cabeceras. Resulta más que evidente. Pero no hay pluralidad real de opiniones ni de líneas editoriales dispares ni está representada la inmensa mayoría de la gente, que pertenece a la clase trabajadora: todo es puro negocio y guerra comercial entre emporios rivales y juego político de los más señeros intereses del capital internacional.
En breves palabras: la independencia es un velo ideológico y multicolor para construir consenso de masas alrededor del orden establecido.
Respecto al vocablo liberal sucede algo parecido. Liberal y libertad se aman con arrumacos superficiales igual que un matrimonio de conveniencia, esto es, sobreviven como pueden de ese primer impulso erótico que les puso en contacto. O sea, viven de las rentas.
Para edulcorar las ideas regresivas de las opciones de derechas más rancias y casposas, los políticos profesionales suelen acomodarse en el liberalismo con el propósito de elevar su categoría ideológica. Oiga que yo soy liberal, de esta manera se envuelven en un halo mítico prácticamente a prueba de razones y argumentos más que sólidos y coherentes. Cualquier hecho nocivo o de índole cuestionable o negativa que les tenga como protagonistas estelares cede ante la magia primitiva del liberalismo. Así, en general y a lo bruto.
Nadie se para a pensar qué significa ser eso de liberal. Políticamente hablando podría traducirse como tolerante con las opiniones o actitudes ajenas, dialogante y empático con las posturas no coincidentes con la propia, elegante en las maneras personales y respetuoso en el trato privado. Otra cosa sería sumergirse en sus acepciones de carácter económico: libre mercado sin restricciones a la mano anónima que distribuye recursos de forma arbitraria, nada de Estado ni de políticas sociales, todo privatizado, cero público (salvo la socialización de las pérdidas).
En cualquier caso, las profundidades del liberalismo nada importan en el uso como tal de la palabra liberal. Es lo que evoca en el inconsciente colectivo lo único que pretenden: suena bien, dispara emociones irracionales de libertad, huele a consumismo sin trabas. De ese sentimiento a flor de piel se valen las derechas montaraces y recalcitrantes para salvar sus desmanes políticos y salir indemnes de sus tropelías y corrupciones venales y sistémicas.
En esta lid de requiebros semánticos tampoco le falta afición a las izquierdas nominales y parlamentarias. Cuando son acusadas por sus pares del espectro derechista de poner demasiado énfasis en políticas o ideas, aun por tímidas que se manifiesten, de impacto social o público (inversiones estatales o coberturas para favorecer la cohesión y vertebración social en educación, sanidad o en materia laboral), esa mala conciencia de izquierdas quiere quitarse todo vestigio de radical, comunista o socialista tapándose las vergüenzas con la seda de, oiga, espere, yo soy tanto o más liberal que usted. Y aquí se acaba la polémica. Todos y todas liberales. ¿Hay algo más bonito que ser liberal?
Mucho cuidado con la independencia de la prensa y con el liberalismo de los profesionales del ruedo político. Viven de comprar gatos y venderlos por liebres. A buen catador, sobran las especias.
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