Luego del conato de escándalo legal que ha intentado desencadenar el diario español El País, he leído una vez más al artículo de Pascual Serrano «El País contra Chávez, fuego a discreción». Volví al texto inducido por la idea de que se hubiese excedido en el empleo de las citas para demostrar su tesis, o […]
Luego del conato de escándalo legal que ha intentado desencadenar el diario español El País, he leído una vez más al artículo de Pascual Serrano «El País contra Chávez, fuego a discreción». Volví al texto inducido por la idea de que se hubiese excedido en el empleo de las citas para demostrar su tesis, o sea, que este diario aprovecha la cobertura informativa de la Cumbre Iberoamericana para descargar sobre Hugo Chávez el peso negativo de una discusión en la que -y esta parte corresponde a mi propia tesis personal, para evitar nuevas demandas a Serrano- los groseros fueron El Rey, en su franca actitud de peón del neoliberalismo, y Rodríguez Zapatero, en repentina actitud de abogado del diablo. A pesar de la prepotencia y el regaño de los españoles, Chávez se limitó a defender su idea e, incluso ya fuera del foro, optó más por reclamar su razón aprovechando la efectiva popularidad de que dispone, antes que por hacer la oposición convencional en medio de una guerra mediática que amaña sin ética ninguna la interpretación, miente por omisión y tergiversa ex profeso. Serrano, en su reseña de la edición del Diario, se limita incluso a una apreciación estadística, pues ni siquiera se toma el trabajo de hacer entender a los articulistas, reporteros, analistas, y al propio escritor Mario Vargas Llosa -quien en ejercicio de derecho legítimo legal vende sus derechos de columnista a esa publicación para que determine quién puede y quién no difundir sus libres y abiertas ideas-, que han tomado el asunto en una tendenciosa arista ideologizada. Apenas, y luego de calificar de prestigioso a Vargas Llosa, emplea su mismo recurso de deslizar la posible descalificación por envejecimiento de Daniel Ortega, para deslizar la insistencia trasnochada de la opinión del novelista peruano. Cita algunas oraciones que, por sí solas y acaso redactadas con demasiada premura y conformismo, sirven de mentís a lo que el mismo autor expresa.
La reacción de El País, sin embargo, se conduce hacia la represalia legal; le molesta, de pronto, que una publicación alternativa, de muy desigual circulación, reconocimiento y soporte económico, llame la atención acerca de su evidente estrategia de guerra. Le incomoda, por demás, que Serrano dedique buena parte de su tiempo a revelar sus estrategias de agresión, sus métodos de manipulación informativa y de adocenamiento del criterio. Es, a fin de cuentas, un acto de reconocimiento simbólico de derrota, de incapacidad de contrarrestar en el campo de las ideas y la opinión. Coacción, sometimiento, antes que prestarse al debate, a la demostración. Terrorismo legal antes que tolerar que su uniforme concurso de opinión sea cuestionado.
El empleo de la ley como instrumento de ejercicio imperial es, más allá del alcance de esta publicación como de tantas otras, la cínica estrategia de legitimación con que el dominio global excluye a las alternativas de opinión. De ahí la reacción de infantería; el condicionado reflejo de rugir cuando el olor de un semejante de la especie -aunque no de la manada- amenaza con desorientar la demarcación territorial.
¿Tanto molestó la comparación, favorecidos que quedaban incluso, con el Pravda soviético? ¿Fue acaso la mención a la pastilla de jabón que de contra acompañaba a la venta del periódico lo que desencadenó la euforia imperial de demostrar que a su antojo manipulan los castigos legales? ¿Es que debieron añadir a la pastilla de jabón lubricante y condones y el periodista revelaba, indolente, ese desliz?
La infantería del imperio de la ley reconoce de esa manera el punto débil: la imposibilidad de mantener la opinión bajo debate en igualdad de condiciones. Cuando un equipo de barrio periférico derrota a los del barrio hegemónico, se arriesga a recibir las represalias, a verse ajusticiados selectivamente y en pandillas; a veces, con demasiada frecuencia, ojos y pómulos de los vencedores permanecen por días magullados. Poéticamente, es la expresión de una victoria ganada y merecida. Y si a otro juego en igualdad de condiciones, y aún con los árbitros comprados, se niegan los del barrio hegemónico, es porque saben que, en el terreno, pueden verse de nuevo derrotados.