Recuerdo que allá a principios de los noventa había un joven solitario y meditabundo que vivía en provincias. Se dedicaba a escribir, a escribir y a escribir -cuentos para más señas- y a presentar lo escrito a los muchos concursos literarios que por entonces había, ganándolos casi todos. Era un tipo distinto a los que […]
Recuerdo que allá a principios de los noventa había un joven solitario y meditabundo que vivía en provincias. Se dedicaba a escribir, a escribir y a escribir -cuentos para más señas- y a presentar lo escrito a los muchos concursos literarios que por entonces había, ganándolos casi todos. Era un tipo distinto a los que por aquellas fechas abundaban entre los jóvenes letraheridos: antítesis de aquellos del Kronen, este joven gastaba una pinta formal, un peinado a raya y unas gafas de pasta que prometían no haber roto nunca un plato, y vivía ajeno a los botellines, los porros y las pastillas que tanto vendían entonces en el mercado editorial, por lo que empezó a llamar la atención de un mundillo cultural un poco cansado ya de tanto desparrame tardoadolescente.
Aquel joven, de poco más de veinte años, afirmaba vivir por completo dedicado a rendir pleitesía a las nueve musas: alguna le acabaría haciendo caso, pensaba, y si sus padres le permitían el no trabajar ni estudiar, tampoco pasaba nada si las musas le salían rana, pues al fin y al cabo quien paga manda y siempre es mejor que el niño esté en su cuarto que por ahí drogándose como ésos de los pendientes y los pelos largos. Además, algunas pesetillas se sacaba con los premios.
Poco a poco los padres vieron recompensados sus sacrificios, sobre todo cuando el niño consiguió publicar su primer libro de relatos. Una madrugada le dedicaron unos minutos en un programa cultureta de Radio 3: se hablaba de un joven literato que prometía mucho, y al que merecía la pena prestar atención. Una literatura serena, intimista, formalmente muy cuidada y publicada en una pequeña editorial de las que conciben la elaboración de libros como algo artesanal, era una buena carta de presentación. Pronto se hizo eco de este joven nada menos que el periódico El País. Una página entera presentaba en exclusiva a este nuevo Mozart de las letras con una fotografía suya de considerable dimensión: ataviado con un abrigo de lana de El Corte Inglés, de los de capucha y colmillos de jabalí en lugar de botones, recién afeitado y mirando a la cámara entre melancólico e inexpresivo, proclamaba su dedicación monacal a la literatura a la que diariamente, y desde primerísimas horas de la mañana, se entregaba sin desayunarse siquiera escribiendo desaforadamente en unas cuartillas que (manías del artista) tenían que estar indefectiblemente ya usadas por una de sus caras, escribiendo al dictado de la novena musa o de la décima por la otra.
Por aquellos años, RTVE estaba en manos del PSOE, y no era cosa de olvidar lo de El País. Aquel joven que, digámoslo ya de una vez, se llamaba Juan Manuel de Prada Blanco, supo ver por dónde soplaba el viento favorable así que, ofreciendo la popa y con la vela extendida, izó la bandera debida a las aguas que le franqueaban el paso y acogió con gusto el empuje que podría por fin catapultarlo.
No tardó en despojarse del hábito de monje y de enfundarse el de capitán pirata cantando alegre en la popa. Cuando le era posible, hacía declaraciones traviesamente provocadoras, y en las fotografías su pose adoptó posturas rebeldes como la de sujetarse el puente de las gafas con el dedo corazón extendido y el puño cerrado, y mirando descaradamente al personal. No era tan buenecito ni tan modoso como se creía, y su primer libro lo confirmaba: «Coños» era el título de una colección de relatos donde, al modo del ramonismo, se recreaba el pícaro autor en tipificar los mismísimos de las señoras según la edad, carácter, profesión de éstas, o la de sus maridos, como aquél coño cuya razón de ser consistía en el hecho de alojarse en la mujer de un militar. Jugó a ser transgresor: se aprovechó de que entonces (al contrario de lo que ocurriría ahora, y que de hecho ha ocurrido con libros de similar jaez) nadie puso el grito en el cielo y al final la cosa hasta hizo gracia.
Desde luego a Francisco Umbral se la hizo, y al poco tiempo se los empezó a ver juntos a los dos y a adularse mutuamente. Umbral ha sabido siempre aprovechar muy bien las ventajas de una foto bien hecha, según cómo y con quién, y no digamos las de los programas de televisión. Hacía ya unos cuantos años que la foto en la que aparecía con el joven rockero Ramoncín saliendo ambos de Bocaccio estaba pasada de moda, y es de suponer que Umbral vio en J. M. de Prada un nuevo joven moderno y provocador del que recibir un nuevo baño lustral de inconformismo juvenil. Pero Francisco Umbral, pese a ser Umbral, no era imbécil porque ya era perro viejo, y algo debió de columbrar cuando, en la presentación del nuevo libro del joven zamorano que iba a ser auspiciado por el autor de «Cela: un cadáver exquisito», éste no se presentó, quedándose De Prada con un palmo de narices y plantado en el altar. Posteriormente confesaría J. M. que aunque la mala jugada le dolió, superarlo le hizo más fuerte.
En el año 1996, soplaron nuevos vientos políticos y De Prada, experto en metamorfosis, tampoco iba a desaprovecharlos. Tras un breve paso por El Mundo, había recalado en el diario ABC. Consciente de su nueva situación, su discurso empezaba a ser otro muy distinto, y sus maneras -si hemos de creer a Andrés Trapiello, cuando describe en uno de sus diarios los tejemanejes de De Prada para granjearse alianzas propias y deshacer las ajenas en la trastienda de dicho periódico- también. Alianzas debió de haber hecho, y alianzas bien populares, porque al año siguiente obtuvo nada menos que el Premio Planeta.
Desde entonces, J. M. de P. se ha hecho fuerte en su plaza de intelectual católico y de derechas que no renuncia, sin embargo, al placer de escandalizar de vez en cuando a las viejas beatas que, por otra parte, constituyen su público más fiel. Aquí y allá ha ido expresando inocentes procacidades con esa prosa suya entre cursi y gordinflona. Porque el idiolecto de De Prada está formado por términos que repite a troche y moche, como su favorito «mostrenco», «casposillas», u otros como «pringosete», «gustirrinín», «rijosillo» y «sicalíptico» cuyo campo semántico y la recurrencia con que los utiliza ya dicen suficiente del personaje. También sabemos por él mismo, y ya que estamos en ello, sus preferencias por las mujeres de axilas frondosas («sobacos intonsos»), y abundantes en materia cárnica y a ser posible (y casi siempre lo es) celulítica. También hay que atribuirle el mérito de haber rescatado para el léxico vivo vocablos como «dipsómano», expresiones como «diríase que…» o el inefable uso del pretérito imperfecto de subjuntivo en lugar de cualquier otro pretérito de indicativo dando a sus frases un buscado aroma a NO-DO (cuyo estilo representa seguro para nuestro autor la apoteosis de la prosa castellana): «Estuviera yo leyendo unas bienintencionadas y sabias recriminaciones de las tres o cuatro lectoras que aún me soportan cuando…», etc. Suyos son también, ya en el campo del intelecto puro, conceptos como «política zapateril» y la idea de esa Europa que se va autofagocitando a la misma velocidad a la que se aleja del cristianismo. Y sus ideas lo mismo arrojan luz en materia de política, que de filosofía, religión, sociología, derecho o moralidad. Nada se le resiste: nunca un individuo sin título universitario alguno (la mejor universidad es la vida) produjo tantos partos mentales como este Fénix de los ingenios.
Sin embargo, ese estilo que para algunos representa la quintaesencia del castellano prístino e incontaminado y para otros en cambio una insoportable pesadez aerofágica, no le ha impedido obtener en el 2004 el Premio Nacional de Narrativa cuya concesión habrá de llenar de gloria algún día a sus responsables, y de vergüenza a sus detractores.
Y es que De Prada representa en nuestro panorama cultural lo que ese animal tan denostado por todos y a la vez tan apreciado: el cerdo ibérico, el cual según la parte y la circunstancia se puede transformar para nuestro deleite ya sea en torreznos, morcillas o en lomo adobado. Igual que la figura y la literatura jamonil de Juan Manuel de Prada.
www.edmundobusoni.blogspot.com