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Juicio a la TV colombiana

Fuentes: Rebelión

Más de 50 años experimentándose -aunque en medio de una evolución muchas veces sobrepasada por la tecnología y los resultados en otros campos de la vida moderna-, y la televisión, con todo, no ha logrado cumplir el papel de fenómeno cultural sobresaliente de nuestro tiempo, entre otras razones y quizás la principal, por su condición […]

Más de 50 años experimentándose -aunque en medio de una evolución muchas veces sobrepasada por la tecnología y los resultados en otros campos de la vida moderna-, y la televisión, con todo, no ha logrado cumplir el papel de fenómeno cultural sobresaliente de nuestro tiempo, entre otras razones y quizás la principal, por su condición de cantera formidable de producido económico. Por ello, su trivialidad ha sido y es, su mayor pecado. Su «linaje» e índole de productora masiva, casi que a escala industrial, parece resentir inevitablemente la categoría estética que debería tener.

Pero, vamos por partes.

Una televisión no es buena simplemente porque envuelve todas las exigencias de financiamiento, tecnología y cobertura. El conocido contrapunteo sobre su calidad entre las tesis de Adorno y McLuhan, aquella catalogándola de «mala» y ésta de «buena», termina, sin embargo, en una coincidencia: lo «serio» no se inscribe dentro de las prioridades de su producción porque, seguramente, su concepción «de masa» y su característica de instrumento popular no se lo permiten.

Metiéndonos en el meollo de una arriesgada formulación analítica sobre un tema definitivamente clave para el entretenimiento, la cultura y el mismo desarrollo social de cualquier país, tendríamos que partir de dos concepciones políticas que, tal como está concebida actualmente, viola de manera ostensible: la democrática y la económica.

En cuanto al principio democrático, éste es quebrantado mientras, como viene ocurriendo aquí, ésta sea «fraguada» a manera de un producto enriquecedor a disposición de la voluntad de un puñado de privilegiados en cuyas manos está depositada su estructura, sus alcances, su misión y su destino, y lo que finalmente es más grave, «su mensaje». Y ya Marshall McLuhan, el mismo que previera el tránsito hacia la «aldea global», lo dijo claro y duro: así como el medio es el «mensaje», también puede convertirse en el «masaje».

Y defrauda en lo segundo, dado que la autonomía de explotación económica que el Estado le ha permitido, traspasa todos los límites de un mercado sensato y responsable.

Por lo tanto, ni es democrática -y no hay que confundir cobertura, con participación social-, ni es económicamente transparente ya que dio en trastocar la función de servicio a la comunidad -que debería en un altísimo porcentaje condensar su esencia-, por una casi exclusiva función de usufructo económico, gracias a sus alcances monopolísticos que los últimos gobiernos han venido facilitándole.

En consecuencia, de aceptarse esta simple hipótesis, sin que con ella pretenda liquidar de un tajo la razón de su existencia -por ejemplo, con un apague y vámonos-, y muy por el contrario, buscando como buscamos su perfeccionamiento, ¿a quién puede extrañarle que las intenciones y procedimientos en la programación que invade los hogares colombianos abracen unos intereses de aprovechamiento político y económico prevaleciendo ellos sobre los del conjunto social? ¿A quién le cabe la menor duda de que en ella prima por sobre cualquier causa o beneficio de tipo general una «empatía» empalagosa -naturalmente ficticia e irremediablemente transitoria- con los poderes políticos y gubernamentales que son los que le garantizan su lucrativa existencia?

Y, por supuesto, los efectos están ahí: una multimillonaria aunque aburrida audiencia secuestrada por la chabacanería, acosada por la sesgada propaganda política, hostigada y saturada por la publicidad, y sin la más mínima posibilidad para nadie de acceder a colmar deseos y ambiciones personales y colectivas que mejoren su vida, tales como la cultura, la educación y el entretenimiento sanos, cualitativamente satisfactorios y ética y estéticamente loables.

Pero como es prácticamente imposible en tan corto espacio meter el dedo en tantas llagas, bástenos, para darle cuerpo a una sola y muy específica crítica, hacer referencia a los noticieros de las dos principales cadenas en Colombia, RCN y Caracol. A ambos no parece inquietarles, ni su vehemente contienda por la facturación publicitaria, ni la priorización del rating sobre la calidad y el interés común. Y ello, a sabiendas de que su poderío y prestigio, como ya dije, no tiene otro soporte que el «secuestro» a que tienen sometido a los espectadores colombianos gracias a su opulento monopolio

Y es que, para dar tan sólo un único ejemplo, atengámonos a las cotidianas emisiones de Noticias RCN. No guardan decoro. Entregado a los afanes y anhelos políticos del presidente Uribe (*), todo su contenido parece dirigido exclusivamente a promover la figura presidencial, mientras se olvida de reportar puntual y objetivamente del acontecer noticioso, o haciéndolo, como lo hace a menudo, de manera que siempre favorezca al régimen. Este informativo, más que cualquier otra cosa, parece ser un «Boletín de Prensa» elaborado a dos manos por la casa de Nariño y el Ministerio de la Defensa.

Ofenden su parcialidad y su proceder tendencioso, y repele su lambonería.

¿Merecemos los colombianos semejante emboscada?

* Catalina Montoya Piedrahita, anota Omar Rincón en el diario El Tiempo, analizó en su tesis de maestría en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia un mes de televisión a finales de 2005 y entre otras muchas perlas encontró éstas: Uribe, la noticia. Uribe siempre sale en los noticieros, su promedio es de tres notas por emisión. Uribe aparece 47 por ciento en titulares y 54 por ciento en el primer bloque de noticias. El 82,76 por ciento de los informes sobre Uribe son noticias (poco crónicas o reportajes o análisis). Por cada 10 noticias, seis tienen la imagen de Uribe. Uribe sale en todas las secciones del noticiero, pasa por deportes y encanta en farándula…

Germán Uribe es escritor colombiano