El pasado 7 de octubre, en un comunicado de prensa fechado en Paris, el Director General de la UNESCO, el japonés Koichiro Matsuura, expresaba su condena por el salvaje asesinato del redactor jefe del diario Durjoy Bangla, Dipankar Chakrabarty, perpetrado el anterior día 2 en Sherpur, al noroeste de Bangladesh. «Condeno el salvaje asesinato de […]
El pasado 7 de octubre, en un comunicado de prensa fechado en Paris, el Director General de la UNESCO, el japonés Koichiro Matsuura, expresaba su condena por el salvaje asesinato del redactor jefe del diario Durjoy Bangla, Dipankar Chakrabarty, perpetrado el anterior día 2 en Sherpur, al noroeste de Bangladesh. «Condeno el salvaje asesinato de Chakrabarty -dijo Matsuura. Y agregó «este periodista, que era también Vicepresidente del Sindicato Federal de Periodistas de Bangladesh, era al parecer víctima de amenazas por escribir sobre el crimen organizado». Y continuaba el Director General de la UNESCO: «Su asesinato no sólo es un crimen odioso contra una persona, sino que constituye un ataque intolerable a la democracia y al estado de derecho, que dependen en buena medida de la capacidad que tengan los periodistas para trabajar sin estorbos ni obstáculos en el seno de los medios de comunicación libres e independientes». Chakrabarty fue asesinado a machetazos cuando regresaba a su hogar tras una jornada de trabajo. Es el cuarto periodista asesinado en Bangladesh en lo que va de año.
La declaración del Director de la UNESCO no es la primera en este sentido. En este año hemos conocido muchas declaraciones similares. Incluso podríamos asegurar que a este dirigente de una organización mundial que debiera ser reserva moral de la Humanidad, ya le escasean las palabras para variar un poco los textos. Porque de ahí no pasa. Porque se queda en una declaración pública y en condenas que no alcanzan para cubrir un pequeño espacio en un periódico o en una emisora de radio de provincia.
Por desgracia, no se va más allá. No se avanza en alguna dirección que ayude y proteja a los profesionales de la comunicación, y que movilice a la conciencia internacional para que se actúe con contundencia y ponga fin a esta práctica criminal que se está convirtiendo en una dramática rutina.
Los profesionales de la comunicación asesinados pasan a ser un nombre más en una interminable lista de atentados que a pocos conmueve. La piel de los dirigentes del mundo se está poniendo demasiado dura como para reaccionar en forma eficaz, rápida y contundente.
Acabamos de escuchar el informe de la Comisión Investigadora de Atentados a Periodistas que nos marca a fuego los nombres de casi una veintena de colegas nuestros asesinados en América Latina. Acabamos de escuchar el testimonio impresionante, sobrecogedor y, sobre todo, indignante de lo ocurrido con el cámara español, José Couso Permuy, asesinado fría, premeditada y vilmente por la soldadesca estadounidense en Irak. Y conocemos ya demasiados casos como para permanecer en un marasmo culposo y culpable. Son demasiados atentados a la conciencia del mundo como para continuar guardando un silencio cómplice. Son demasiadas acciones que podemos calificar sin cortapisas como «actos terroristas».
Y todo esto sin contar las detenciones, torturas y vejaciones a profesionales de la comunicación, ni los bombardeos y ataques militares a estaciones televisoras, periódicos y radioemisoras que abundan por estos días en las zonas en conflicto.
Todos estos hechos nos obligan a reaccionar, a movilizarnos para que se tomen las medidas correctoras, para que actúen los poderes de cualquier estado democrático y para que sean sancionados como se merece los criminales y asesinos, pero también a sus mentores y patrones.
En las leyes de la guerra, según la Convención de Ginebra, se expresa taxativamente que «los ataques deben limitarse estrictamente a objetivos militares». Pero ya hemos visto que, al menos en Irak, hay casos flagrantes de asesinatos premeditados, de crímenes de guerra que tenían como único objetivo amedrentar a la prensa libre, impedir que el mundo conociera la verdad de las atrocidades que se cometen a diario, de coartar la libertad de expresión e impedir que la Humanidad ejerciera su derecho a informarse veraz y libremente.
Aquí hemos conocido más detalles , más indignantes detalles de lo ocurrido con el cámara español José Couso el 8 de abril del año pasado. Junto a él, cayó también el reportero ucraniano Taras Protsyuk, de la agencia Reuters. Ambos eran molestos testigos de primera línea en el Hotel Palestina de Bagdad -establecimiento ocupado solamente por periodistas- de las atrocidades que se estaban cometiendo con la invasión a la capital iraquí.
Y cayó también el reportero Tarek Ayub, de Al Yazira, cuando fue atacada militarmente las oficinas de esa cadena. O el camarógrafo Mazen Dana, baleado por soldados estadounidenses en el exterior de una prisión de Bagdad, a pesar de que su vehículo exhibía con grandes letras las identificaciones de Prensa. O Fred Novask, Hussein Usman, David Bloom, Terry Lloyd, Gaby Rado, Julio Anguita Parrado, Christian Liebig, Kamaran Abdurazq Muhamed, Kaveh Golestan…y tantos más que han muerto en esta guerra ilegal, que llevó a un político español a exclamar con voz ronca junto al cadáver de su hijo: «malditas sean las guerras y los canallas que las hacen».
Ya no bastan la mentira o la manipulación. Ya no basta con ignorar hechos o situaciones. Ni tampoco basta con manejar a su antojo medios de comunicación o comunicadores corruptos. Ahora también se elimina físicamente al profesional incómodo, al que aplica la ética de la verdad. Al periodista-notario de una realidad censurada y censurable. Y ante ello debemos reaccionar. Debemos exigir la aplicación de la jurisprudencia internacional conseguida tras medio siglo de luchas. Exigir, por ejemplo, el funcionamiento del Tribunal Penal Internacional creado y apoyado por más de un centenar de países. Buscar la fórmula de que la Humanidad active los mecanismos para castigar a los culpables, sea donde sea, estén donde estén. Buscar la aplicación de juicios únicos, con tribunales o magistrados coordinados entre si, porque el concepto de justicia universal existe y está siendo aceptado por la sociedad de hoy. Los avances de la jurisprudencia internacional en este último medio siglo debe convertirse en guía para el poder judicial en cualquier democracia verdadera. Los culpables no pueden ni deben quedar en la impunidad. Para lograrlo abundan las pruebas de los delitos flagrantes.
Aquí hemos conocido en mayor profundidad el caso de José Couso, gracias a la lucha incansable y ejemplar que libra su familia. Convirtámoslo en paradigma de la exigencia mundial de justicia y castigo a los culpables.
Y a todas las familias de nuestros compañeros caídos en el ejercicio de la profesión, debemos decirles desde aquí que no están solos, que su lucha es también nuestra.
* Miguel Angel San Martín, dirigente del Club Internacional de Prensa de España.