Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
«Esto es una masacre», dijo por teléfono la frenética mujer libia a Anderson Cooper de CNN mientras se agazapaba de miedo en su apartamento en Trípoli.
«Espero que sepa que hay gente en todo el mundo que reza y observa y quiere hacer algo», dijo Anderson, como si fuera un traspunte en el teatro apuntando a los actores las primeras palabras que deben decir. Haya o no recibido una copia del guión, la mujer que llamaba actuó como se esperaba: «El primer paso [es] convertir Libia en una zona de exclusión aérea. Si hacéis que Libia sea una zona de excvlusión aérea no podrán entrar más mercenarios… Hay que actuar. ¿Cuánto tiempo más hay que esperar, cuánto más hay que ver, cuánta gente más tiene que morir?»
Es totalmente posible, tal vez incluso probable, que el sujeto de la entrevista de Cooper haya sido simplemente una mujer aterrorizada pero resuelta que arriesgó su vida para describir la violencia que devora a su país en medio de los estertores finales del Estado policial de Gadafi.
Es igualmente posible que su llamado a la acción internacional para imponer una zona de exclusión aérea haya sido el pedido desesperado de una víctima, más que un acto de ventriloquia mediática de un personaje anónimo que apoya la primera base de una campaña militar propuesta por la misma alianza pro guerra neoconservadora que nos manipuló contra Iraq.
Seguramente fue pura coincidencia que el «Grito en la noche» desde Libia haya tenido eco en la misma red unas pocas noches después en boca del arquitecto de la guerra de Iraq, ex presidente del Banco Mundial y criminal de guerra Paul Wolfowitz, quien pocos días antes de la dramática transmisión de Cooper pidió una «zona de exclusión aérea» sobre Libia impuesta por la OTAN.
En los hechos, al día siguiente de esa entrevista, un grupo ad hoc que se llama Iniciativa de Política Exterior, amalgamado de los residuos del Proyecto por un Nuevo Siglo Estadounidense, publicó una «carta abierta» a Obama pidiendo una intervención militar -empezando por una zona de exclusión aérea»- en Libia. El marco neoconservador para encarar la crisis libia crearía un protectorado regional administrado por la OTAN por cuenta de la «comunidad internacional». Esto anularía cualquier esfuerzo por parte de libios, egipcios, tunecinos y otros para lograr una verdadera independencia.
Con base en la experiencia previa de campañas mediáticas a favor de la conquista humanitaria, mi incurable cinismo me lleva a oír en el «Grito en la Noche» de Cooper un ligero pero inconfundible eco del lacrimoso, palpablemente serio, testimonio de «Nayirah», la muchacha kuwaití de ojos abiertos quien, utilizando un nombre supuesto para «proteger a su familia», describió lo que le había pasado a su país después de la invasión iraquí.
Recobrando valerosamente su compostura relató horrores que los ojos humanos no deberían presenciar. La joven enfermera voluntaria de 15 años, precozmente madura, relató en la Reunión de Derechos Humanos del Congreso de EE.UU. cómo soldados iraquíes penetraron en el hospital al-Addan, arrancaron a los recién nacidos de las incubadoras y los lanzaron al suelo. Poco tiempo después este testimonio fue «confirmado» por otros que presentaron un testimonio igualmente angustiado ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Durante los tres meses de preparación para el ataque de enero de 1991 contra Bagdad, la imagen de los «bebés de las incubadoras» kuwaitíes fue interminablemente reciclada como tema de discusión en entrevistas en los medios, discursos presidenciales, y debates en el Congreso y en la ONU. Un sondeo de opinión posterior a la guerra estableció que la historia de los «bebés de las incubadoras» fue el arma más potente utilizada por el gobierno de Bush en su campaña con el fin de crear apoyo público para el ataque contra Iraq.
Ese relato de atrocidades fue particularmente efectivo en la superación del escepticismo de gente que apoyaba un punto de vista progresista.
«Pacifista por naturaleza, mi hermano no estaba de humor pacífico ese día», recordó el columnista del Christian Science Monitor, Tom Regan, al describir la reacción de su hermano ante el testimonio de «Nayirah». «Tenemos que ir y liquidar a Sadam Hussein. Ahora», insistió el hermano de Regan.
«Comprendí completamente sus sentimientos», señaló Regan. Después de todo, «¿quién podría consentir semejante brutalidad? La noticia de la matanza había llegado en un momento clave de las deliberaciones sobre si EE.UU. debería invadir Iraq. Los que presenciaron los ininterrumpidos debates en la televisión vieron que muchos de los que antes habían vacilado al respecto fse convirtieron en guerreros por medio de horroroso incidente. Lástima que nunca haya sucedido.»
«Nayirah» no era una ingenua traumatizada que presenció un acto de barbarie digno de las Einsatzgruppen [Escuadrones de la muerte de Alemania nazi, N. del T.]; se trataba en realidad de la hija de Saud Nasi al-Sabah, embajador de Kuwait en EE.UU. (y miembro de la familia real del emirato). Su guión había sido escrito por la firma de relaciones públicas de Washington Hill & Knowlton, que -bajo la supervisión del ex jefe de gabinete del gobierno de Bush, Craig Fuller, había preparado una campaña para crear apoyo público a la inminente guerra.
No fue difícil convencer al público de que Sadam era un abominable matón. La venta de la idea de una gran guerra en Medio Orienta era una propuesta de mayor envergadura. A finales de 1990 Hal Steward, oficial de propaganda retirado del ejército, definió el problema del gobierno: «Sí, y cuando, comiencen los disparos, los periodistas empezarán a preguntar por qué los soldados estadounidenses da su vida por los jeques ricos en petróleo. Más vale que los militares de EE.UU. se en prisa en presentar un plan de relaciones públicas que tenga respuestan que el público pueda aceptar.»
La imagen de los kuwaitíes recién nacidos arrancados de las incubadoras era un motivo actualizado de un clásico tema de propaganda bélica utilizado por los servicios de inteligencia británicos -y sus compañeros de viaje estadounidenses- en sus esfuerzos para provocar la intervención de EE.UU. en la Primera Guerra Mundial.
El equivalente en la era de la Primera Guerra Mundial de los «bebés de las incubadoras» kuwaitíes fueron los infantes belgas supuestamente ensartados por las bayonetas de hunos de nudillos peludos con cascos de pincho. Los soldados alemanes lo hacían para divertirse si no podían saciar sus ansias lascivas violando mujeres belgas y amputando sus pechos. Es lo que dijo al público estadounidense, con toda seriedad, gente que trabajaba por cuenta de un comité de propaganda británico secreto dirigido por Charles Masterman.
En 1915, una comisión oficial dirigida por el vizconde James Bryce, un notable historiador británico, «verificó» esas historias de atrocidades sin nombrar a un solo testigo o víctima. Eso no satisfizo a Clarence Darrow, quien ofreció una recompensa de 1.000 dólares a cualquiera que pudiera presentar a una víctima belga o francesa mutilada por soldados alemanes. Nadie cobró esa gratificación.
«Después de la guerra», cuenta Thomas Fleming en su libro Illusion of Victory, «se dijo a los historiadores que trataron de examinar la documentación para las historias de Bryce que los archivos habían desaparecido misteriosamente. Esa flagrante evasión llevó a la mayoría de los historiadores a descartar un 99% de las atrocidades de Bryce como inventos.»
La guerra desata cualquier impulso bajo y repulsivo al que es susceptible el hombre abatido. Por lo tanto es seguro que algunos soldados alemanes (como sus homólogos franceses, belgas, británicos y estadounidenses) aprovecharon oportunidades para cometer actos individuales de crueldad depravada. Pero el propósito de la propaganda de guerra pregonada por la elite angloestadounidense, como señala Fleming, era crear una imagen pública generalizada de los alemanes como «monstruos capaces de un sadismo horripilante», creando así un llamado a un odio colectivo asesino con un barniz hipócrita.
He descrito agitación y propaganda de esta variedad como «pornografía de la atrocidad». Se hace para atraer intereses lascivos y manipular un apetito peligroso, en este caso, lo que San Agustín llama libido domimandi, o sea la lujuria de dominar a otros.
El truco es provocar que toda la audiencia tiemble de horror ante un espectáculo de depravación infrahumana, palpitando con un deseo visceral de venganza, y extática de fariseísmo por la pureza de sus motivos humanos. La gente que sucumbe a él es fácilmente sumergida en una mente colectiva de odio sancionado oficialmente, y está dispuesta a perpetrar crímenes aún más horrendos que los que cree que caracterizan al enemigo.
La retórica de ese tipo abundó durante la Revolución Francesa, particularmente en la guerra del régimen jacobino para aniquilar a la rebelde Vendée. También figuró de manera destacada en la guerra del régimen de Lincoln para conquistar a los recién independizados Estados del Sur. Sin embargo es difícil encontrar una expresión mejor de ese modo de pensar que el ofrecido en un editorial publicado en 1920 por Krasni Mech (La espada roja), publicación de la Checá, policía secreta soviética:
«Nuestra moralidad no tiene precedentes, y nuestra humanidad es absoluta, porque se basa en un nuevo ideal. Nuestro objetivo es destruir toda forma de opresión y violencia. Para nosotros todo está permitido, porque somos los primeros en alzar la espada no para oprimir a las razas y reducirlas a la esclavitud, sino para liberar a la humanidad de sus cadenas… ¿Sangre? Que la sangre fluya como agua… porque sólo mediante la muerte del viejo mundo podremos liberarnos para siempre.»
Al realizar su Gran Cruzada por la Democracia, Woodrow Wilson se ubicó perfectamente en esa tradición, ensalzando la supuesta virtud de «Fuerza sin restricciones o límites… la Fuerza justiciera y triunfante que convertirá la Justicia en la ley del mundo y arrojará al polvo toda dominación egoísta.» Para fortalecer la «voluntad de guerra» estadounidense mediante una dosis continua de pornografía de la atrocidad, el gobierno de Wilson creó un Departamento de Información Pública que se relacionó con su equivalente británico, así como frentes casi privados de propaganda británica como la Navy League. Esa organización, señala Fleming, incluía «docenas de importantes banqueros y ejecutivos bancarios, de J.P. Morgan Jr. a Cornelius Vanderbilt.»
Aunque no tiene absolutamente la menor culpa, Anderson Cooper es el tataranieto de Cornelius Vanderbilt. Mucho más interesante es el hecho de que como estudiante en Yale, Cooper pasó dos veranos como pasante en Langley en un programa de la CIA para formar futuros agentes de inteligencia.
Cuando le prguntaron sobre los antecedentes de Cooper con la CIA, una portavoz de CNN insistió en que decidió no buscar trabajo en la Agencia después de graduarse en Yale. Se puede decir lo mismo, sin embargo, de muchos de los agentes mediáticos más valiosos de la CIA.
Como documentó hace decenios Carl Bernstein, la CIA «realizó un programa formal de entrenamiento en los años cincuenta para enseñar periodismo a sus agentes. Se enseñó a agentes de inteligencia ‘cómo sonar como periodistas’, explicó un alto responsable de la CIA, y luego los colocaron en importantes organizaciones noticiosas, con ayuda de la dirección. ‘Fueron los sujetos que escalaron posiciones y se les dijo: ‘vas a ser periodista’, dijo el funcionario de la CIA. Relativamente pocas de las cerca de 400 relaciones [mediáticas] descritas en los archivos de la Agencia siguieron ese camino, sin embargo, la mayoría de las personas involucradas ya eran periodistas bona fides cuando comenzaron a realizar tareas para la Agencia.»
Mediante una iniciativa llamada «Operación Sinsonte [Mockingbird]», la CIA formó un amplio harén de cortesanas mediáticas pagadas. Se realizó a través de la Oficina de Coordinación Política, creada por Allen Dulles y Frank Wisner, este último, el funcionario que posteriormente organizó golpes (y las campañas de propaganda correspondientes) contra los gobiernos de Irán y Guatemala. (El hijo y homónimo de Wisner, incidentalmente, fue vicepresidente de AIG, el conglomerado asegurador global favorito de la CIA, hasta 2009; más recientemente el gobierno de Obama recurrió a sus servicios como contacto secreto con Hosni Mubarak y Omar Suleimán.)
Los tentáculos de la «Operación Sinsonte» se extendieron a todos los medios nacionales significativos, del Washington Post y el Newsweek al conglomerado Time-Life, de New York Times a CBS. Como resultado, según el antiguo analista de la CIA Ray McGovern, el Cuarto Poder «ha sido capturado por el gobierno y las corporaciones, el complejo militar-industrial, el aparato de inteligencia». Es, en todo salvo en el nombre, un apéndice del régimen. Esto se ve claramente cada vez que el régimen decide que ha llegado la hora de montar otra campaña humanitaria de derramamiento de sangre en el extranjero.
Después de «no aprender nada de los horrores que vitorearon como porreros adolescentes excitadas durante los últimos 15 años, esos bombarderos bohemios, esos tenientes infantiloides, esos imperialistas del iPad están de vuelta», suspira Brendan O’Neill, con un disgusto cansado, en el Telegraph de Londres. «Esta vez quieren que se invada Libia».
Al lado del Atlántico de O’Neill, los samurái de Fleet Street propagan «rumores de sistemáticas violaciones masculinas» en Libia. Otros insisten en que la eventual guerra en Libia no se parecería de ninguna manera a «la insensatez de la invasión de Iraq», tal como semejantes sabios autoproclamados prometieron que las continuas guerras de Iraq y Afganistán, cada una de las cuales ha durado por lo menos tanto como la Guerra de Vietnam, no serían «otro Vietnam».
Por algún motivo, esto recuerda la imagen de Bullwinkle mientras trata repetidamente de sacar un conejo de su sombrero, descartando despreocupadamente la queja de Rocky de que el truco «nunca funciona», y exclama: «¡Esta vez es seguro!» Esta vez, se supone que creeremos -o que por lo menos fingiremos que creemos- que los relatos de atrocidades son verídicos, que la acción militar santificada por la «comunidad internacional» es una obligación moral, que la sed de guerra y el odio son virtuosos, y que el inminente derramamiento de sangre será un torrente purificador.
Tal como es el caso, se supone que la pornografía de la guerra es indudablemente predecible en todas sus variedades. Sin embargo, a diferencia del inepto Bullwinkle, la pornografía de la guerra es un truco que parece funcionar todo el tiempo.
William Norman Grigg [enviadle correo] publica el blog the Pro Libertate y presenta el programa de radio Pro Libertate.
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