Lo dijo el biólogo Edward O. Wilson, uno de los padres de la biodiversidad: “El verdadero problema de la humanidad es el siguiente: tenemos emociones del paleolítico, instituciones medievales y tecnología propia de un dios. Y eso es terriblemente peligroso”[1]. ¡Vaya si lo es! Desde la década pasada se han multiplicado las señales de alarma por una pésima combinación de esos tres elementos y con un resultado de era oscura: una plutocracia que gestiona tecnologías, redes y flujos; un puñado de mega-ricos y una infinidad de pobres; una huella ecológica suicida; la emergencia de un neofascismo político; y unas sociedades desconcertadas y frágiles.
Un panorama sombrío
Hay que afinar la concepción sobre la tecnología. Sirve de poco el discurso sobre si la tecnología es buena o mala o si depende de su desarrollo o uso. No es eso. El algoritmo no es solo una ecuación; junto a la inmensa red de infraestructuras, es una propiedad privada con rentas de monopolio y poder. En esto –y en atribuir los fakes a los algoritmos- se equivoca Noah Harari[2]. El algoritmo que orienta las comunicaciones no es autónomo –aunque tome decisiones- ni es de quien usa las redes o plataformas, sino de quien lo crea, maneja y renta. Los algoritmos no son metahumanos. El algoritmo y la Inteligencia Artificial se quedan con nuestros datos, metadatos y contextos, construyendo una tela de araña de la dominación, con dueños de nombres y apellidos conocidos, que saben de los usuarios al detalle, a los que ofrecen productos y servicios diana, y convierten en datos con valor de mercado.
A su vez, los usuarios (re)valorizan, gratis y con nueva información, los big data mediante el efecto red (a más usuarios más valor de la red y más transferencia de rentas procedentes de los capitales perdedores y sin relación al valor de la inversión). Se trata de un rentismo oligopolista -nada competitivo ni funcional- en Tecnópolis (Postman 2018)[3].
Es indiscutible la distancia sideral de la tecnología respecto a las otras instancias. Era el momento de poner las instituciones (medievales) a la altura del desarrollo tecnológico y social, dando un salto en la cooperación internacional en todos los campos, para cuadrar economía, política y sociedad, y mejorar las democracias y el planeta, ya que hay herramientas y saber para ello. Pues bien, se ha desviado.
Estados Unidos, con el MAGA de Trump, ha escogido ir en la dirección cavernaria, desarmando regulaciones, cuestionando instituciones y relaciones multilaterales y rechazando compromisos sobre el cambio climático. En el paquete viene el vaciamiento progresivo de las democracias en suelo propio y ajeno, con el apoyo de una pequeña y feroz plutocracia de la megacomunicación que ya no distingue entre negocio propio, economía nacional y Estado. Para Trump todo es suyo o puede serlo. Es como un gigante de cerebro inmaduro con un bate en la mano.
Por el momento, lo que está ya en marcha en el mundo, no son tanto regímenes neofascistas, de ultraderecha, como dirigentes neofascistas gobernando, o a punto de hacerlo, en países democráticos que los han ungido como salvadores. Están en riesgo las libertades y la comunicación. Su enfoque económico es ultranacionalista, no colaborativo y neoliberal, minando, al mismo tiempo, el libre comercio mediante restricciones unilaterales desde un gran país consumidor, lo que tiene un efecto réplica en otros países.
Ciertamente, las emociones paleolíticas están disparadas por el miedo y las incertidumbres. Se trata de una infantilización progresiva de una Humanidad sumida en el desconcierto de las fakes y del ruido, y narcotizada con la dosis cotidiana de entretenimiento. El cambio de discurso dominante en las redes sociales facilita la emergencia de líderes, con soluciones de nudo gordiano a problemas complejos, y a costa de la libertad colectiva, la socialidad entre grupos humanos, la diversidad de culturas diferenciadas y la racionalidad. La verdad apenas sobrevive bajo montañas de mentiras, lo que hace imposible el diálogo social. Por delegación, fuerzan a una renuncia personal del derecho a decidir, lo que es la antesala de un hipotético fin de lo político (Sadin 2020: 21 y 33)[4],o sea, de las decisiones colectivas.
Y ¿de dónde viene esta marea? Hay un caldo de cultivo social propenso al magma de desinformación y al ascenso neofascista. Ese caldo de cultivo son los sentimientos de agravio, abandono y desconfianza de las clases populares respecto a las instituciones democráticas; el desconcierto ante el caos; las incertidumbres de la vida cotidiana y por la precariedad; el individualismo narcisista, con pérdida del lugar social de instituciones antaño educadoras como los sindicatos, partidos, media, organizaciones sociales; una comunicación dominante deseducadora; cotizan a la baja los valores humanistas y la asunción de responsabilidad, y al alza las soluciones simples y drásticas y los atajos.
De todas formas, paradójicamente, ante el abismo, siempre nos quedará algo tan paleolítico y sano como el instinto de supervivencia del buen salvaje para reiniciar otro camino.
La comunicación como vector de un cambio degenerativo
Sería aventurado establecer una explicación única de causas y consecuencias sobre todos estos ítems comprometidos. Pero sí se advierten fuertes correlaciones en las que el campo expandido de la información y la comunicación está en el centro, no como causa, pero sí como gran vector de los cambios.
La comunicación abierta, horizontal y plural al servicio de la ciudadanía, que parecía dar el protagonismo a los usuarios –dueños de la tecnología y del make yourself – ha terminado por convertirse en una dictadura del dato y del control social, en un gigantesco Panóptico gestionado por el algoritmo, que no es un alien sino una herramienta de poder de una tecno-oligarquía. La razón profunda de la comunicación se sepulta con los discursos descalificadores, ad hominen, insensibilizados (ante limpiezas étnicas, por ejemplo) y de odio. Se espolean las emociones. En suma, un capitalismo sin reglas es letal para la comunicación social y anima a la pulsión tribal.
Hace no mucho cabía decir que “el ciberespacio dialógico, como nuevo espacio social y público insertado, añade agendas múltiples a los mass media. Esa interacción social reestructura el flujo informacional, al punto de que el otrora receptor pasivo, puede llegar a proponer e imponer su agenda” (Zallo, 2016: 82)[5]. Esto ha cambiado radicalmente: el receptor con agenda ha pasado a ser desplazado por el usuario vociferante y, ambos, ya forman parte de la agenda de las plataformas, omnipresentes en no importa qué dominio de la vida.
Ya no basta reclamar ingenuamente la privacidad y la descarga libre, sino confrontar con los modos de organización de los sistemas y su lógica de poder (Sadin 2020: págs 268 y 275).
La economía al fondo
Cuando comenzamos los estudios sobre la comunicación en los años 70, ésta aparecía como un campo novedoso y tangencial a las grandes temáticas (economía, sociedad, política). Luego descubrimos -por cambios en las propias realidades comunicativas- que, también, era transversal, y se infiltraba en todos los espacios de la vida, hasta el punto de que condicionaba todos esos grandes campos. Crecía en importancia científica y normativizaba disciplinas específicas propias y subcampos de cada de las convencionales.
Así, por ejemplo, en economía se configuró un sector diferenciado (cultura e industrias culturales y comunicativas), hasta que las tecnologías que soportan los usos comunicativos más masivos, se expandieron exponencialmente merced a la electrónica, la informática, las telecomunicaciones e internet, a cualquier ámbito. El campo de la cultura, de la información y de los contenidos ha quedado subsumido en lo informacional, aunque sigue siendo la quintaesencia de la creatividad humana y la forma y leit motiv principal de las comunicaciones.
Lo que parecían, al principio, negocios ruinosos -con el todo gratis de los P2P, navegadores, buscadores…– forzaron la indignación de los creadores e industrias culturales porque les desposeía de cartera y usuarios, pero el sector cultural- comunicativo se empeñó solo en una labor policial. Lo que se estaba produciendo era un training colosal de nuevos usos sociales a escala planetaria, configurándose redes y plataformas que lograron una expropiación y transferencia masiva de rentas del sector cultural comunicativo a las nuevas plataformas. Los media y la producción cultural se tuvieron que adaptar, tardíamente, a Spotify, agregadores, audiovisual en streaming, a facturar por usos y publicidad, suscripciones, pagos por unidad.
Como se ve, desde la industria cultural específica (editorial, discográfica, cine) se saltó a la hegemonía de los Grupos Multimedia de los años 80 y 90, y de éstos a las plataformas tecnológicas que se han orientado ya hacia todos los ámbitos de la economía y de la vida de forma omnipresente (streaming, TV, correo, paquetería, vivienda, turismo, vehículos, satélites, redes sociales, software, infraestructuras..)[6]. Su vocación es tan expansiva -con subordinación del resto de secciones del capital económico- que ya es el líder económico mundial en capitalización y atracción de inversores, por vía directa o conglomeral, dando nombre a un capitalismo de plataforma, aunque con lazos profundos con el capital financiero y el industrial. Absorbe, además, toda la I+D emergente al comprar –para dosificarla- cada nueva empresa innovadora. Estos nuevos tecno-oligarcas incluso reclaman su parte en los contratos bélicos en un mundo que se rearma.
Tengo para mí que una sección del capital, el tecnológico-comunicativo, merced a su ventaja en una tecnología transversal y universal, con promesas de incrementos de productividad –que no terminan de llegar al resto del sistema- , ha decidido quedarse con casi todo, cada macrogrupo desde sus nichos, poniendo a su servicio economías, sectores, poderes, mercados y hogares. Un peligro público inminente. En su insaciabilidad, también acompañan a los liderazgos políticos tóxicos (USA, Italia, Argentina, Hungría, Rusia, India..) buscando desarticular regulaciones en todo el mundo y capturando sustanciosos contratos en su indistinción entre negocios privados e intereses públicos.
Se han envalentonado. De pedir disculpas por hacer adicta a la infancia y comprometerse a moderar contenidos, ahora se declaran en rebeldía, bajo la sombra de Trump, exigiendo que no haya reglas en la selva ni multas por deformar las mentes de nuestra adolescencia. Probablemente, un gran error, y lo pagarán cuando venga el ciclo de vuelta, que vendrá, y se les exija desmonopolizarse.
Muchos frentes
Detrás de un cambio de dueños y de la comunicación también hay un cambio en las reglas con las que nos organizamos: la democracia[7]. A diferencia del fascismo clásico, ahora desde algunas élites se pregona el “menos Estado”, la desregulación creciente y el mercado de oligopolio como asignador de recursos. Se propugnan democracias de carcasa, la desarticulación de la institucionalidad internacional y se promueve el ascenso de populismos de extrema derecha con soluciones autoritarias y disciplina social. La cabeza de turco del Norte Global la han encontrado en el eslabón más débil: la inmigración. Dicho sea de paso, esta distopía que ya vivimos evidencia el fracaso del transhumanismo.
A medio plazo, en medio de una sociedad amedrentada y una naturaleza agónica, esta conjura de los necios -líderes mesiánicos, oligarcas tecnológicos desatados y neofascistas en ascenso- que nos ha puesto rumbo a la barbarie, seguramente y si se reacciona, fracasará, pero el dolor no nos lo quita nadie. Tampoco creo que el resto del capital soporte mucho tiempo ese vórtice acaparador.
La web ya no es una pantalla de accesos sino una “guía algorítmica de las conductas” y para ello, además de la Ley de Mercados Digitales (DMA) y la Ley de Servicios Digitales (DSA), destinados a regular a las grandes plataformas, se requiere “apoyar una infraestructura pública, comunitaria y abierta antes de que la oligarquía tecnológica avance en sus mecanismos de control” (Marta Peirano 2025)[8].
Pero esta es una batalla de muchos frentes: la desmonopolización y regulación digital, el multilateralismo, más democracia, un mundo en paz, una naturaleza a restaurar, la educación digital, el feminismo, la batalla cultural, economías sostenibles y “sectores orientados al bien común”[9], la diversidad social y cultural, el bienestar para las mayorías, etc.
En una época de emergencia global, hay una necesidad perentoria de que la Academia dedicada a la comunicación, interiorice estas problemáticas en sus investigaciones, las desentrañe, haga un cierto esfuerzo transdisciplinar y -lejos de la neutralidad y cerca de la implicación- asuma un enfoque proactivo para intentar reconducir o, al menos, paliar estas derivas.
[1] Edward O. Wilson (2012) “La conquista social de la Tierra”, Madrid: Debate
[2] Yuval Noah Harari (2024) “Nexus. Una breve historia de las redes de información desde la edad de piedra hasta la IA. Barcelona: Debate.
[3] Neil Postman (2018) -“Tecnópolis. La rendición de la cultura a las tecnologías. Alicante: Ediciones El Salmon- le da al concepto de tecnopolio el sentido de la deificación de la tecnología en una sociedad con desmoronamiento de las defensas ante la sobreinformación (págs 103 y 104) y en la que la información, sin propósito, ni “epicentro moral“ (pg 235) ni regulación, es culturalmente letal (pág 94). Y formula una pregunta: “¿Puede un país preservar su historia, singularidad y humanidad sin reservas a la soberanía de una visión tecnológica del mundo?”(pág 240).
[4] Éric Sadin (2020) “La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical” Buenos Aires: Caja Negra.
[5] Ramón Zallo (2016) Tendencias en comunicación. Cultura digital y poder. Barcelona: Gedisa.
[6] Hoy son líderes de capitalización en el mundo Microsoft, Apple, Alphabet- Google, Amazon, Meta, el conglomerado de Musk. Claro que también prosperan, fuera de carta bursátil, los gigantes asiáticos: chinos – Alibaba, Baidu, Tencent y Xiaomi y muestran un aviso a navegantes con Tik Tok o DeepSeeker- taiwaneses (chips) o coreamos (Samsung). Apenas si hay una tímida incursión europea.
[7] Jacques Rancière (2023) en “Los treinta ingloriosos. Escenas políticas 1991-2021”, Iruñea: Katakrak, la define como “el poder de quienes actúan colectivamente como iguales“ (pág 236)
[8] Marta Peirano “Una solución para la deriva autoritaria de las redes sociales” (El País, 24-1-25)
[9] Fabian Scheidler (2024) “El fin de la megamáquina” Barcelona: Icaria (pag. 307)
Ramón Zallo Elguezabal, Catedrático Emérito de Comunicación audiovisual. Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
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