Como es lógico, no hay nadie que comience todas sus informaciones diciendo: «la información que voy a dar es verdad». Eso es algo que, o bien los oyentes presuponen ya de antemano (en cuyo caso resultaría redundante), o bien sencillamente no habrá oyentes. En efecto, eso de la información exige presuponer que el informador informa […]
Como es lógico, no hay nadie que comience todas sus informaciones diciendo: «la información que voy a dar es verdad». Eso es algo que, o bien los oyentes presuponen ya de antemano (en cuyo caso resultaría redundante), o bien sencillamente no habrá oyentes. En efecto, eso de la información exige presuponer que el informador informa llevado por un principio de veracidad (pues, en caso contrario, nadie razonable le admitiría como informador).
Siendo esto de sentido común, es algo chocante que sigamos prestando tanta atención a unos medios cuya divisa explícita no es tanto «la información que doy es verdad» como «la información que doy me reporta beneficios (económicos o políticos)». Desde luego, nadie pretende siquiera que el objetivo fundamental que persiguen las industrias de la información sea la verdad. El objetivo declarado es, en efecto, la obtención de beneficios y sólo a ese fin dedican, en principio, todos sus esfuerzos.
Sin embargo (y he aquí la principal causa de que sigamos prestando atención a nuestros imperios empresariales de la comunicación), una de las hipocresías más extendidas en la actualidad es la que consiste en defender que ambos principios (el de la veracidad y el de la obtención de beneficios) tienden a coincidir sistemáticamente. No es que se intente negar que se trata de dos principios distintos. Lo que este planteamiento hipócrita intenta sostener es simplemente que los empresarios, a poco hábiles que sean, sabrán que les interesa vender «buena mercancía»: cuando se trata de fruteros, fruta que no esté podrida; cuando se trata de magnates de la información, información que no sea falsa. Es decir, nunca se sostiene exactamente que sean idénticos los dos principios. Lo que intenta sostener esta hipocresía tan extendida es que, como a la larga termina resultando mejor negocio no vender información falsa, se trata de principios que coinciden sistemáticamente y que, por lo tanto, la gestión empresarial es la que nos garantiza la mejor información.
Se trata, por supuesto, de una falacia. A nivel mundial, los espacios informativos son propiedad de cinco o seis gigantes empresariales. Bajo estas condiciones, la información falsa ya no es sólo un negocio imprescindible para los negocios. Es la matriz en la que se genera el delirio colectivo en el que estamos sumidos. La información falsa no sería un buen negocio si hubiera la posibilidad de combatirla en condiciones mínimamente equitativas. Así ha ocurrido, por ejemplo, en Venezuela, donde el diario El Universal, o el canal Venevisión han visto descender drásticamente sus ventas y su audiencia porque se han encontrado los medios de combatir las mentiras y más mentiras con las que informaban a diario. Pero si no hay modo de discutirla en su propio terreno, la información falsa deja de ser información «falsable» y se convierte en una especie de delirio colectivo que suplanta la realidad. En estas condiciones, ya no se trata, pues, de si el principio de obtención de beneficios obliga o no a decir la verdad. Ocurre más bien que se han destruido las condiciones mismas en las que es posible distinguir lo verdadero de lo falso. Y a la larga, ocurre que, de hecho, da igual que las cosas sean verdaderas o falsas, con tal de que salgan en El País o en El Mundo, en la CNN o en el Washington Post. Así es este mundo: que algo salga en los periódicos o en el telediario tiene mucha más importancia que el que ocurra en realidad. La influencia de las cosas reales es cada vez más modesta comparada con la de su eco en los medios. La población no lee ya los periódicos para enterarse de lo que ha pasado, sino para enterarse de lo que va a pasar. Es una tontería preguntar si lo que dice un tirano es verdadero o falso. Un tirano no informa; incluso cuando parece que informa, ordena. Lo que es noticia no es lo que dice, sino el hecho de que lo dice. Este mundo periodístico de profecías autocumplidas es, en verdad, enteramente coherente con eso que solemos llamar «democracia»: un sistema en el que más que consultar nuestras razones, se nos exhorta, cada cuatro años, a «entrar en razón», es decir, a aceptar que es una tontería intentar competir con las razones de aquellos que tienen la sartén por el mango.
Ahora bien, por si acaso quedan aún resquicios para distinguir lo verdadero de lo falso, por si acaso los imperios empresariales no han sido capaces de ocupar completamente el espacio público, resulta fundamental lo que podríamos llamar una «división empresarial de la mentira». Se trata de un principio que, de un modo análogo a la «división social del trabajo», busca multiplicar la productividad de la mentira. A partir de este mecanismo, se puede difundir información falsa a gran escala mintiendo sólo un poco. Para ello, basta con que un medio publique cualquier información falsa que le reporte beneficios empresariales: puede, por ejemplo, lanzar la calumnia que más le convenga y, si se le exige que dé alguna prueba de sus informaciones, reconocer que se las había inventado. Para lograr sus objetivos, basta con que los demás medios se hagan eco inmediatamente de esa información, para lo cual, a su vez, no tienen ya ninguna necesidad de mentir pues, en principio, se limitan a informar simplemente de que una determinada publicación lo ha afirmado.
Esta ha sido la «división empresarial de la mentira» que ha operado en el caso de la Revista Forbes: apenas han intentado disimular que se habían inventado la información sobre la presunta fortuna de Castro. El propio Herald Tribune de Miami (diario muy militantemente anticastrista) reconoce que «el método de Forbes, cuando se trata de Castro, no es excesivamente riguroso», pues tienen que reconocer que la revista se negó a responderles con qué criterio habían calculado el porcentaje que Castro presuntamente mantiene en cada una de las empresas cubanasi. De hecho, la propia revista Forbes, al ser preguntada por la fiabilidad de la información dada, ha declarado, sin ruborizarse lo más mínimo, que su cálculo «es más arte que ciencia».ii
Sin embargo, los objetivos que perseguían ya se habían logrado, pues permitieron al resto de los magnates de la información publicar titulares como, por ejemplo, «Fidel Castro y Obiang, entre los diez líderes políticos más ricos del mundo, según Forbes»iii, sin necesidad de mentir y, por lo tanto, sin ninguna obligación de desmentir la información publicada.
El mecanismo de la «división empresarial de la mentira» es en efecto asombroso: alguien puede lanzar la calumnia que quiera; si se le reta a demostrar su información, puede perfectamente reconocer que se la había inventado (en un arranque de inspiración artística) y, sin embargo, el mundo entero ha recibido esa información que ya no será desmentida, pues ha sido transmitida por unos medios que no necesitaron mentir para difundirla.
Si en el mundo del periodismo hubiera habido algún átomo de honestidad, lo que debería haber sido una noticia (si bien no muy importante) sería el que hubiera medios de comunicación que se permitieran lanzar acusaciones con semejantes criterios. «La revista Forbes habla sin fundamento de una supuesta fortuna de Fidel Castro». «La revista Forbes declara no tener prueba alguna de lo que decía». «La revista Forbes reconoce que sacó las cuentas a la cuenta de la vieja». «La revista Forbes se lo había inventado todo».
Pero, sobre todo, si en ese mundo del periodismo hubiera aunque sólo fuese un medio honesto, la verdadera noticia (y esta sí que sería importante) sería, sin duda, ésta: «Todos los medios de comunicación del planeta se hacen eco a bombo y platillo de una calumnia sin fundamento publicada en la revista Forbes».
Notas:
ii sic, en el mismo artículo
iii El País, 5 de mayo de 2006