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A treinta años del golpe de estado del 24 de marzo de 1976 en la República Argentina

La liberación postergada

Fuentes: Rebelión

El análisis del proceso político que desembocó en el golpe del 24 de marzo de 1976, a treinta años, aún no es objeto de interés para la exploración y la discusión en las ciencias sociales argentinas. Hay valiosos relatos históricos que reconstruyen la cronología de los hechos, pero todavía no se ha emprendido la tarea […]

El análisis del proceso político que desembocó en el golpe del 24 de marzo de 1976, a treinta años, aún no es objeto de interés para la exploración y la discusión en las ciencias sociales argentinas. Hay valiosos relatos históricos que reconstruyen la cronología de los hechos, pero todavía no se ha emprendido la tarea de ahondar en una discusión y comprensión teórico política, filosófica o sociológica que interprete el significado histórico de aquel golpe de estado que derrocó al gobierno peronista de Isabel María Martínez de Perón. Las casi nulas inquietudes por desmenuzar desde esos puntos de vista la historia que antecedió tal trágica fecha parece, más bien, saldadas o liquidadas por medio de síntesis anacrónicas, cuando no superficiales, que ponen en escena dos actores enfrentados cuyo drama concluye con uno de ellos triunfante: las acciones guerrilleras de la izquierda del PRT o Montoneros, por una parte, y por la otra, unas Fuerzas Armadas condecoradas como victimas de ese hostigamiento y forzadas a tomar el gobierno. Esta falsedad histórica no hace sino esfumar y encubrir al protagonismo masivo de la sociedad argentina que había cambiado, ya, en aquella época, como así también, las verdaderas intenciones del golpe militar de 1976 a meses de las elecciones de renovación presidencial.

En torno a los hechos anteriores a marzo de ese año no propongo, aquí, alcanzar la reflexión a la que aludía; más bien, en estas breves líneas apelo a recuerdos personales, a testimonios de las inefables experiencias de la tortura, la cárcel y la muerte de ex compañeros; balances y autocríticas de las organizaciones políticas y de algunos militantes. También, tomo en cuenta el malestar que me producen unas y otras reflexiones encubiertas por la moda de la «memoria intelectual» que más de las veces reconstruye la historia a distancia de aquellos sucesos desactivando la fuerza de las convicciones que sostuvieron sus propios actores. Desmenuzar el entramado que desemboca en el golpe de marzo de 1976 es reconocer su rol de bisagra que nos conduce a la Argentina de este siglo XXI; más aún, descubre en sus raíces el proceso político, económico, social y cultural que se generaron desde 1966. Los análisis políticos y sociales, hechos, textos y contextos que fraguaron esta sociedad de modo creciente y una década anterior, la pusieron en un lugar donde los ideales revolucionarios comenzaron a dejar de ser utopías. Esto, entiendo que fue así, no sólo por la tensión de las fuerzas internas que provenían de las consecuencias del golpe de 1955 y que gravitaron en el espacio argentino en esa década (66 -76), sino también, por cómo esas mismas líneas políticas y culturales de Argentina, en la segunda mitad del siglo XX, se iban ligando a las nuevas circunstancias en las que se despliega la consolidación del imperialismo norteamericano, en el mundo entero, luego de la segunda guerra mundial. El nacionalismo católico, el fascismo Tacuara devenido en socialista nacional, el cristianismo revolucionario, el marxismo latinoamericano, el proletariado peronista revolucionario, la asimilación leninista o maoísta del rol de Perón, la condensación política entre Evita y el Che, el trotskismo criollo, la burguesía nacional, etc. son, entre otras, la serie de teorías sociales emergentes que ponían letra y sedimentaban el sentido de aquellas acciones masivas, individuales, grupales, de obreros, estudiantes, pueblos enteros crispados frente a la dictadura inaugurada por Onganía.

En el contexto de los años sesenta es cuando se da el auge de las luchas políticas contra numerosas dictaduras, por cierto, fundamentalmente, en América Latina. También están los combates armados contra los resabios del colonialismo, como el portugués y afrikáans, en África. Y, sobre todo, contra la intervención norteamericana en América y Asia donde Vietnam era el paradigma de todas las luchas. En ese panorama mundial, EE.UU. no sólo debe resolver su política interna de apartheid contra los negros sino y, al mismo tiempo, recurrir a todos los medios disponibles para fortalecer su preeminencia. Pero hay un contrafuerte: el poderío militar vertiginoso que desarrollaba la URSS que se encontraba en la delantera de la carrera espacial.

En el campo ideológico, también se daba la evolución acelerada del ideario socialista que desplazaba el monopolio de la interpretación marxista que la URSS había canonizado como ortodoxa o que la socialdemocracia había instalado como «sociedad de bienestar con capitalismo». La discusión en torno al marxismo en los años 60 ya no tenía el carácter especulativo como se había forjado en la Europa de comienzos del siglo XX. Además, si la praxis política del marxismo europeo, hasta 1945, debió confluir en los Frentes Populares; en los años 60, esa praxis estalla en Francia, Italia y Alemania emparentándose con la misma energía, pero con diferencias teóricas objetivas respecto al marxismo del «Tercer Mundo». Éste es, de hecho, praxis política, estratégica y revolucionaria inflamando las luchas por la liberación nacional. El marxismo de los años sesenta se reconfigura en la teoría y en la práctica para mantener y/o alcanzar el poder político, militar y cultural en disputa con el mundo «occidental y cristiano» u «oriental y musulmán». Desde Cuba hasta Camboya, desde Siria hasta Bolivia, habían surgido nuevas formas de izquierda: heterogéneas y, hasta heréticas; sin ninguna centralidad teórica que uniera a todas por igual. Sólo estaba el ideario de una sociedad más justa y libre, sin explotados ni explotadores. Se había roto la imagen monolítica del stanlinismo ruso y sus partidos comunistas, pero esto no quitó presencia y protagonismo a la URSS y a la China del stanlinismo de la Revolución Cultural (1966). Todo lo contrario: estos dos países fueron pivotes del éxito y fracaso de casi todas las luchas políticas y militares que frenaban las posibilidades hegemónicas imperialistas de los EE.UU. en América Latina, África, Asia y Medio Oriente.

El golpe de Marzo de 1976, a mi entender, marca un hito en la historia Argentina donde el genocidio con miles de desaparecidos y perseguidos, como así también, la progresiva legitimación social de la lucha por el juicio y castigo de los culpables del terrorismo de Estado, desvela o reposiciona a viejos actores, encubre a algunos, emergen otros, pero en síntesis, hacen a la Argentina que se pondrá a tono con los discursos sociales posteriores a 1983: la «Argentina posible y en orden», la «Revolución productiva», la «Argentina en lucha contra la corrupción» o de la Argentina: «un país en serio». Es decir, la Argentina que entrará en el siglo XXI «posmoderno», «neoliberal», del «mundo globalizado», junto a los EE.UU. «exportador de democracias». A esa Argentina se llega por un mar de sangre donde el «enemigo» que se había hecho desaparecer, torturado, muerto o exiliado no eran otros, sino los protagonistas sociales, gremiales, políticos y religiosos que a través de diez años, o sea, desde el golpe de Onganía en 1966, habían hecho su aparición y acumulado experiencias.

En 1966, tras Onganía, estaban los intereses del FMI, los EE.UU. la Doctrina de la Seguridad Nacional, la Ley Anticomunista (n° 17401, vigente hasta 1973) y sus socios internos: los empresarios ligados a las multinacionales y la oligarquía terrateniente en alianza estratégica con el integrismo católico y el Opus Dei. Como luego se verá, son estos actores los que comienzan a reaparecer con Isabel Martínez de Perón. Es que el gobierno corporativo franquista/ fascista de Onganía no sólo había actualizado la vigencia del poder militar y las pretensiones de liderazgo carismático en la administración de la Argentina amputada del peronismo desde 1955. También, encarnaba el estilo de vida democrática de corporaciones y restricciones que sucede en Argentina desde los inicios del siglo XX. Onganía reconciliaba las verticalidades instituidas entre militares, sindicalismo burocrático peronista – sin Perón – iglesia católica y empresarios apadrinados por el FMI: todos los que habían jugado de otra forma en el año 55.

Lo que Oganía, Vandor, Kriegger Vasena y el Cardenal Caggiano no pudieron amordazar fue el reclamo obrero, de los marginados y excluidos, de los desocupados, de los vecinos de barriadas populares, de poblados abandonados, de intelectuales, artistas, etc. Los ferroviarios, portuarios y obreros del azúcar son los que abren la brecha del gremialismo combativo que tendrá en Córdoba su máxima expresión al transformarse, también, en clasista, es decir, marxista. Pero, donde se inaugura esa porción mayúscula de miseria argentina que luego se extiende por todo el país fue, fundamentalmente, con la industria azucarera. Desde 1966 son 11 de los 27 ingenios azucareros de Tucumán cerrados a punta de bayoneta con la consecuente depredación de los pueblos que a su alrededor habían crecido. Así se sumergió en la desgracia cerca de 10.000 pequeños productores cañeros mientras la desocupación alcanzaba la monstruosa cifra de 200.000 obreros. Todo esto, en la provincia de mayor densidad poblacional por kilómetro cuadrado (Cf. R. Puccio: El «affaire del azúcar»: cuando el régimen de Onganía tomó por asalto la provincia de Tucumán»). Las protestas crecieron y la combatividad en Tucumán era una cuestión de vida o muerte. En esa provincia sólo la ciudad de Monteros era un municipio casi tradicionalmente socialista, pero nunca gobernaron los marxistas; tampoco allí fue triunfante ninguna experiencia guerrillera. Por ejemplo, el ERP en su intento de foquista de 1974 no paso de un centenar de combatientes. Tampoco tuvieron tales perspectivas algún arraigo en el movimiento estudiantil. Mas la triste historia de Tucumán atraviesa todo el siglo XX, con el hambre estructural, la marginación indignante, en una ciudad cada vez más empobrecida que se escenifica en la paradoja surrealista del Parque 9 de julio, Poder Legislativo, Casino y Casa de Gobierno diseñados desde Francia en su belle époque. En el año 2002 la TV de Bs. As. revelaba con estupor que había niños que morían de hambre en Tucumán. Quienes, como en mi caso, residíamos en esa provincia, siempre convivimos con una población con hambre, con niños que se morían en los hospitales, con el chagas en los cañaverales. Es que el hambre no es una opción teórica que se categoriza desde la filosofía; tampoco la rebeldía frente a la desnutrición es una decisión que se resuelve desde la geometría de la ética de Spinoza. No, no es lo mismo comprometerse con una filosofía política definida como resultado de la reflexión – siempre se puede pensar de otra manera cuando las balas arrecian o una oferta de beca es tentadora – o comprometerse con la vida contra la muerte cuando comienza a tocar a tus padres, hijos y compañeros; cuando el hambre y la muerte tiene color de barro y no son enunciados de papel. Entonces, hay una única opción: luchar. Tucumán fue el centro de todas las rebeldías posibles desde el campo, los ingenios y la universidad. En sus calles y plazas hoy campean como espectros los susurros, gritos e imágenes de dirigentes sindicales, sociales, estudiantiles, ciudadanos comunes, desaparecidos, muertos o torturados. Tucumán es el testimonio de una país donde se ensayaron las formulas políticas y sociales que han caracterizado a la Argentina Interior y Olvidada.

Más allá de los sillones de la CGT de la calle Azopardo en Bs. As., de las 62 Organizaciones de Vandor y Alonso o de la consigna del General desde Madrid que en 1966 fue «Desensillar hasta que aclare». Lo que se vivió en Argentina, desde entonces y a todas luces, fueron grandes manifestaciones estudiantiles, obreras y populares bajo una feroz represión que tiraba a matar. La radicalización teórica y combativa de la Resistencia Peronista, el auge de las organizaciones políticas y militares marxistas, las huelgas que impulsaba la CGT de los Argentinos que fisura el monopolio de la burocracia sindical peronista; todo esto sucede en un marco de importantes sublevaciones populares con ocupación de barrios y autodefensa civil en sus calles: Corrientes, Rosario, Tucumán, Córdoba – donde se genera la mayor sublevación- Mendoza, Cipolleti, Chocón-Cerro Colorado, Orán, Casilda, Animaná, etc. Es decir, avanzaba el protagonismo popular, la autoorganización social, y la deslegitimación de viejas estructuras sindicales y partidarias. Así como el ERP realiza sus primeras acciones armadas (1970), la heterogeneidad de la interpretación del peronismo confluye en Montoneros que también hace en 1970 su aparición. Al mismo tiempo, desde San Juan, se generaba la experiencia de la Juventudes Políticas que unía a peronistas combativos, comunistas, radicales y otras fuerzas que se involucraban más con la opción democracia y liberación en claro desafío a la dirección de los partidos tradicionales.

La recuperación del sindicalismo clasista erosionaba la burocracia sindical con el retorno de los marxistas a los sindicatos. Junto a ello, en el campo social, la combatividad progresista de amplios sectores sociales identificados con el peronismo fue creciendo en un contexto latinoamericano cada vez más convulsionado, revolucionario y de lucha armada. Pero cabe señalar, que la centralidad política nunca estuvo desplazada por la opción de la lucha armada, sino orientada hacia las cada vez masivas y agresivas sublevaciones populares en todo el interior del país.

El proceso de las transformaciones sociales, políticas y culturales más o menos profundas que se configuraron en torno a la lucha contra la dictadura de Onganía desde 1966 hasta el autoritarismo de Lanusse (1971-1973), fue ascendiendo en la complejidad de sus planteos: las reivindicaciones económicas no se desligaban de las políticas (por democracia). Luego, éstas se radicalizaron con reivindicaciones sociales, de transformación tajante que se sintetizaban en la consigna de «Liberación social y nacional». La experiencia atesorada por una sociedad que iba transformando sus objetivos directamente proporcional a la represión encarnizada de Onganía (1966 – 1970) tampoco pudo se domada por Levingston (1970- 1971). Fue necesario abrir una nueva alternativa que descomprimiera la presión creciente y que contuviera como un dique el «peligro del comunismo» que ya se instalaba en Chile con Allende (1970). La hora del pueblo (1970) antesala del Gran Acuerdo Nacional (1971) pergeñado entre Perón, Balbín y Lanusse es la salida electoral preparada para «pacificar» a toda esa «juventud maravillosa», como decía el General. El GAN, en realidad, era la salida de los militares del gobierno para aplacar un enemigo «objetivo e incontenible»: el comunismo, tal como identificaban la radicalización política y cultural de la sociedad. Una salida electoral que se ejecuta con ley anticomunista. A través de esas elecciones se quiso reorientar todo el potencial de energías que no había encontrado un cause que las organizara fuera de los partidos políticos ya desvencijados frente al agitado clamor de barrios, fábricas, poblados y hasta por las mismas iniciativas guerrilleras que, como enunciaba la Constitución, habían asumido el derecho a levantarse en armas para defenderla. Pero el fenómeno social era irrefrenable, más bien, sólo se podía intentar desviarlo hacia una dirección controlable. Los partidos tradicionales consumieron esos nuevos vientos en las elecciones (1973); el estado de ánimo social era resumido en la consigna de la liberación que adosaron al nombre de sus organizaciones, discursos electorales o fracturas internas. A partir de entonces se desarrolla la última escena de la Resistencia Peronista, la exultación triunfante y estertor del clasismo e intento por el socialismo en Argentina y el comienzo de la depredación de una ética social y política solidaria que se había forjado en cada pueblo. Ahora, las contradicciones sociales, políticas, económicas e ideológicas del país se resolverían desde el interior mismo del peronismo.

Entre el 1er. Retorno de Perón (1972), el triunfo electoral de Cámpora y su renuncia (1973), el 2do. Retorno (1973) y triunfo electoral de Juan Domingo Perón junto a María Martínez (Isabelita) y López Rega (secretario privado del General), hasta la muerte de éste (1974), Argentina, en un período de sólo dos años, pasó del Luche y vuelve, por la patria socialista a la Patria peronista. Es decir, a la Argentina de la CGT y el reinado de la Tres A, conformada sobre la base de los guarda espaladas sindicales. Así se dio la reconquista de la base obrera, esencial para la política peronista gubernamental que debió recurrir al retorno compulsivo de la burocracia por medio del «aniquilamiento» del sindicalismo combativo y/o clasista. Todo eso, forjado con los compuestos del modelo económico del FMI que había que implementar. Mientras tanto, y, por otra parte, el magma popular y combativo que se había forjado desde lo social y político en contra de la dictadura Ongania-Levingston-Lanusse fue liquidando sus dudas con respecto al potencial revolucionario y liberador del peronismo. Entonces, y ya con una democracia de fantasía con Isabel Martínez, los conjuros y exorcismos anticomunistas de López Rega, más la patota sindical y Las Tres A no alcanzaba para ser los herederos de Perón; y contener con la habilidad de las ambigüedades y los sinsentidos la frustración social, y así, garantizar el apaciguamiento de los trabajadores y los ciudadanos comunes que salían del control de la burocracia sindical y desafiaban la representación teatral de Isabel de Perón. Pero no sólo el descontento era laico: las parroquias en las barriadas populares tenían curas con un oído en el pueblo y la espalda a varios Arzobispados lo que hacía estéril las admoniciones de las homilías. Asimismo, una izquierda que abandonaba un Partido Comunista que se había masificado, pero cada vez más estaba confundido y era torpe en sus intentos por conciliarse con el sistema; en el otro extremo de la misma línea, el PRT automarginándose certificaba la inviabilidad de la democracia burguesa. Además, ahora, se sumaban los herederos de la lucha de la Resistencia Peronista: Montoneros. Ellos, sin haber tenido la centralidad en las luchas sindicales y populares, sólo contaban con la autoidentificación del pueblo como peronista que se había sumado a través de su militancia heroica contra la dictadura militar. En «el pueblo peronista» habían invertido esfuerzos para que toda la sociedad y sus fuerzas políticas progresistas y de izquierda vieran en Perón al fundador o la vía hacia la Patria Liberada. Pero, ya el peronismo había dejado de ser no sólo una organización política homogénea en la heterogeneidad ideológica, una unidad respetuosa de la «hay una sola CGT», tampoco el «pueblo peronista» no podía ser disciplinado en la verticalidad y la fe «como manda Isabel». Una nueva generación de «imberbes» junto a la sociedad los había desacralizado y las exclusas del «dique de contención» ya no podían resistir el embate de los reclamos populares.

Los EE.UU. no iban a permitir otra Cuba: habían frustrado la vía electoral al socialismo del Chile de Allende (1973). Tampoco podían arriesgarse con Liber Seregni en Uruguay (1973). Así, pues, no podían permitir una Argentina donde el avance de la izquierda pueda no sólo ganar la dirección social, sino también, la política – porque la militar a través de la guerrilla, para 1975, ya había sido derrotada. Había que impedir una estrategia electoral en las elecciones de diciembre de 1976 donde era previsible que los herederos de Isabel y López Rega no podrían tener ninguna chancee. Había que adelantarse a los hechos, y en marzo del 1976 el desenlace de las contradicciones y debilidades de la Patria Peronista de Isabelita fue resuelto y ganado a favor de una desembozada política de fuerza y terror que decidió operar sin la «maravillosa música del pueblo». Aquel golpe de 1976 no abre las puertas del gobierno a los militares en un acto escénico en el que autoproclamándose salvadores de la patria habían dejado de contemplar, desde la pasividad, la tragedia de Argentina. Ellos, los militares, decidieron asumir de modo activo el protagonismo político que mantuvieron, en distintas formas y medios, desde el golpe de 1966, y antes. Un protagonismo que recuperan de modo activo junto a Isabel, como parte de las reuniones del gabinete de gobierno (1975). También habían sido autorizados a dirigir el Operativo Independencia en los cerros tucumanos. En realidad se estaba aniquilando la base social de la rebelde unión obrero-popular-estudiantil. Más allá de las acciones espectaculares del ERP y los rebeldes al gobierno de Isabel, no paraban las conquistas electorales gremiales del clasismo, como así también, el aumento de la oposición a las medidas económicas que se habían implementado.

Con el golpe de hace treinta años se retoma lo previsto en 1966: la desindustralización, desnacionalización y liquidación de la Argentina «Potencia». El hilo conductor se puede reconstruir a través del árbol genealógico de las políticas neoliberales que se implementan en los años 90- con el peronismo versión «Menem»- con sólo recorrer nombres que ocuparon el Ministerio de Economía. En el año 1976, para ejecutar ese proyecto del FMI, la CIA, los empresarios ligados al gran capital, los «cursillistas» civiles y militares más los sindicalistas vitalicios ligados eternamente a sus sillones, fue necesario retrotraer la Argentina a una situación social, política y cultural sin el potencial de la rebeldía y la oposición que la sociedad había ganado. El enemigo ya no estaba en la ambigüedad del peronismo, sino entre los miles de estudiantes, obreros, dirigentes barriales, curas «del Tercer Mundo», profesionales, escritores, músicos, actores, científicos, maestros, amas de casa, madres y niños, jóvenes, testigos ingenuos, etc. Ellos, con sus palabras, acciones, libros y teorías podían insistir que la lucha debía continuar por una sociedad con democracia, popular, justa en una patria liberada. Esto era lo que podían hacer entonces, había que hacerlos desaparecer.



(Publicado en Solidaridad Global, Revista de la Secretaría de Bienestar, UNVM, Va. Ma.- Cba., Argentina, año 3, n° 4, marzo 2006)



*[i] Raúl a. Rodríguez, Doctor en filosofía, Magíster en Sociosemiótica, Profesor en Filosofía; docente e investigador en la UNVM y UNC. Cuando fue estudiantes, estuvo en la Dirección del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras de la UN Tucumán entre 1970 -1976. Fue delegado estudiantil por Filosofía en la Federación Universitaria del Norte y en la Coordinadora obrero-estudiantil de Tucumán hasta 1976.

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