Recientemente, en el blog de editores de la BBC, Carolina Robino publicó un artículo titulado «¿Muy políticamente correctos?», en el que recordaba la discusión que tuvo lugar en la redacción de BBC Mundo sobre la conveniencia o no de incluir en un título la condición gitana de unos personajes. Se trataba de la historia de […]
Recientemente, en el blog de editores de la BBC, Carolina Robino publicó un artículo titulado «¿Muy políticamente correctos?», en el que recordaba la discusión que tuvo lugar en la redacción de BBC Mundo sobre la conveniencia o no de incluir en un título la condición gitana de unos personajes. Se trataba de la historia de una niña búlgara que paró en manos de una pareja en Grecia. Para la autora y para su equipo, en la incorporación de la palabra «gitano» estaba el stasis del asunto ya que activaba el gran ojo vigilante de lo políticamente correcto. La reunión (virtual o real) debió caldear los ánimos. Seguramente amenazó la provisión de café y te del piso completo. Quizás duró toda una tarde y hasta entrada la noche y puso en riesgo la sección de algún magazine. Pero, imagino, para la BBC la política de celo y no injerencia en los asuntos periodísticos justificaba este relajamiento en la administración del tiempo y del pensamiento de los redactores. No se permitiría que las estrictas coordenadas espaciotemporales británicas amenazaran la sagrada misión periodística. La Compañía del eufemístico commonwealth estaría allí para cubrir con su manto protector el sagrado espacio donde se polemizaba sobre el problema étnico. Donde sería exorcizada cualquier estigmatización. Donde, lamentablemente, no se llegó a consenso. Donde el resultado en tablas, por cansancio o por falta de orientación, se aceptó como un pacto verbal entre caballeros (la catacresis no me permite escapar al sexismo).
Si bien el artículo redundaba en un rompedero de cabezas para la editora, allí mismo se invisibilizaba el posible impacto de otras palabras, como «niña» y «búlgara», tampoco parecía ser fuente de preocupación la referencia a Farsala y a Grecia. Ninguno de estos términos, que la autora escogió entre las distintas oposiciones ubicadas en los ejes paradigmáticos de edad y nacionalidad, parecía ser indicio de nada, esas palabras no revelaban nada. Pero sí lo hacía la palabra «gitano».
Para colmo, tampoco parecía generar sobresalto el surplus de significado producido por un acto de preterición poco ingenioso -por grosero-: la autora nombra reiteradamente el origen étnico que constituía la fuente de controversia y, haciendo uso óptimo de la multimodadalidad que propicia el medio, incluyó una fotografía de los gitanos en cuestión . Seguramente la BBC celebraría la publicación de «¿Muy políticamente correctos?» con un brindis autocomplaciente: se lo merecía por ser prodigioso cancerbero de la tolerancia y la libertad.
La incomodidad que provocaba (no incluir) la palabra «gitanos», la rebeldía que llenaba de ira a la editora, se protegía tras varios juicios que exigen nuestro más cenital despabilamiento si es que queremos discernir entre tratarlos como argumentos o como confesión de parte. Estos eran:
1) el periodismo no es una ciencia exacta,
2) en otros textos sí se habían nombrado actores peruanos, chilenos o venezolanos, jóvenes, ancianos, mujeres, neonazis y judíos,
3) la omisión de un dato específico puede originarse en nuestras propias sensibilidades,
4) cada caso es único,
5) ser políticamente correctos en exceso nos puede llevar a dejar de nombrar los hechos precisa y objetivamente (¿no habrá querido decir objetivadamente?). Para salir del ahogo de otras implicaciones y presuposiciones del texto -y de la autora- , terminé concluyendo que no era cinismo lo que motivaba el derrame de tinta, sino un ataque súbito de ignorancia militante.
Vamos por partes. Primero: si bien el periodismo no es una ciencia exacta, tampoco una ciencia, mucho menos un campo gnoseológico, está claro que su práctica debe ser producto de la reflexión responsable. Y si esta reflexión aparece contrahecha, parcial o incompleta, debe obligar al contraste con otras fuentes de conocimiento que faciliten desambiguar términos y precisar vaguedades. Segundo: el precedente en el uso de estereotipos no juega a favor de la BBC. Es un tiovivo de irreflexión frente al abuso de las configuraciones que adquieren las formas contingentes de organización sociopolítica e identitaria. Que en otros textos sí se nombraran actores peruanos, chilenos o venezolanos, jóvenes, ancianos, mujeres, neonazis y judíos, o que se jugara con las identidades negro y blanco, no hace más que mostrar con datos precisos y objetivos la ligereza con la que se usa el lenguaje y se tipifica, cualifica y valora el «dato» en la BBC. Tercero: la omisión de un dato es algo racional y consciente. Si es inconsciente no puede ser computado, por lo que nunca se sabrá si las sensibilidades han actuado. Lo mejor es activar el estrabismo divergente: un ojo en el periodismo/discurso y otro en la realidad (que siempre se muestra simbólica). Cuarto: cada caso es único pero sólo se escoge por su trascendencia humana. Por lo tanto, cada caso es ejemplar. Por esto, las variables que componen un evento también tienen trascendencia colectiva.
Por último (o sea, quinto), la autora no sabía -y ojalá nunca llegue a saberlo, si no quiere parar en loca- que un actor no es una cosa. Un actor interviene en el mundo, cambia cosas, se relaciona con otros y construye identidades. Omitir «gitanos» no significaba simplemente omitir hechos precisos y objetivos (objetivados). Un gitano no es un hecho preciso y objetivo. El juego de lo políticamente correcto no resguarda al gitano, sólo le da la oportunidad de escoger en qué palo ahorcarse. Tanto para el políticamente correcto como para el estigmatizador, el gitano es un estereotipo. También lo es para quien «duda» si debe identificarlo o no. La única manera de desplazar el desasosiego ante a lo políticamente correcto es ser atravesado por el componente político de ese desasosiego y rematar con una acción realmente política. No se trata de manifestar simplemente que experimentar cierto refreno es incómodo, ni de emprender una acción pragmática ni programática. Que el periodista crea que se debe rebeldemente a la realidad y que tiene el compromiso de no ocultar nada ubica sus conclusiones en el campo de un naturalismo ingenuo, que, paradójicamente, termina transformándose automáticamente en nominalismo puro (inadvertido).
Aunque quizás tiene su origen en una profunda reflexión teórico-política, lo políticamente correcto, antes de adquirir robusta vida en el campo académico, suele lanzarse a la calle, desgastándose en andanzas erráticas envuelto en un ostentoso traje de superficialidad. Si encontramos lo políticamente correcto en la universidad, seguramente está detrás del buró de algún administrador. Lo políticamente correcto no suele ser asunto de discusión académica pero sí de política (policy) organizacional o institucional. En este sentido, lo políticamente correcto siempre es una mala película. Es una invención seguramente parida por la gran fábrica de estopa en que se ha transformado cierto tipo de estudios culturales: cuna de la pluralidad liberal, cuna de la tolerancia y babel del discurso plural. Esta madre siempre echa sus hijos a la calle. Nunca los deja en casa. Y tiene la muy buena suerte de que todo el mundo compite por adoptarlos. La adopción no surge de la buena voluntad de los desconocidos. No. Surge del prestigio que conlleva la adopción monetaria de un estereotipado niño que alguna organización humanitaria puso en venta.
Dar a lo políticamente correcto un papel principal o secundario en el teatro de lo seudopolítico produce sus buenos réditos. Por un lado, al empujar un tema particular al centro del escenario, invisibiliza cualquier otro asunto vinculado con las profundas inequidades sociales, económicas y culturales de las sociedades «desarrolladas» y «subdesarrolladas». Ubica todo lo demás en segundo plano e incluso llega a culpabilizar a los «usurpadores» que pretenden saltar a primera fila, por pretensiosos y fanfarrones. Segundo, en una especie de indulgencia plenaria libra de culpa a todo el aparato de violencia sistémica, al ubicarse como un elemento más de propaganda a favor del modo vida democrático burgués.
Así, lo políticamente correcto crece y se multiplica bajo el auspicio de aquellos que le dan cobijo a regañadientes. Y también de aquéllos que no se lo dan, pero no precisamente por cuestionar su base objetiva, política y epistemológica. En el eje que le da vida a la confrontación dual que protagonizan, quienes se le oponen también legitiman su existencia en el mismo acto de oposición.
Pero, ¿qué, en definitiva, significa ser políticamente correcto? Significa ser un buen hombre de pueblo. Significa sucumbir ante una moral que nunca podrá ser asumida como propia. Y si esto es cierto, debería considerarse normal que la gente no celebre lo políticamente correcto sino que se queje de tener que actuarlo sin mucha convicción.
La corrección política no es ética. Esto es obvio. Lo correcto no puede ser ético. Puede ser moral, pero no ético. Y lo moral sólo tiene sentido dentro de la comodidad de alguna institución bien delineada. Preferiblemente bien trazada en alguna ley o Constitución. Y, en este sentido, decidir si se nombra o no la palabra «gitano», creyendo que la decisión exige ser políticamente correcto, y sintiéndose de-alguna-manera en rebeldía, es acurrucarse en la comodidad de una sociedad liberal a la que le aterra que el individuo se vea (se sienta) constreñido en el ejercicio de su libertad negativa. Y, obviamente, en un marco de libertad negativa, nombrar o no la palabra «gitano» es una asunto de elección de estilo o de ceñirse simplemente a lo que «dice» la propia realidad; los hechos precisos y objetivos son el Golem del periodismo.
También en este marco, cualquier restricción a la libertad es una restricción a la libertad absoluta. Por eso, nuestra amiga de la BBC se siente tan contrariada. Porque siente que no es libre. No es libre de decir «gitano». Por eso no entiende que si saliera de esa comodidad que le permite decir «Estoy contrariada», la realidad se le disolvería entre las letras, vería el derrame irreparable de tinta en el papel virtual. Y se vería en el espejo. No sólo se espantaría ante las implicaciones políticas de decir (o no) «gitano», sino de decir (o no) negro, judío, neonazi, niña, búlgara, esposos y Grecia. No se atrevería a atentar contra su propia moral (¿o ética?) aludiendo a la doble moral del medio que la alimenta y le da cobijo.
Ojalá la autora no se haga la pregunta retórica: «¿Y es que acaso nunca podré decir gitano, niña o negro?», pregunta que se parece mucho, tanto en términos analógicos como en el tono de ligereza que encierra, a la que ingenuamente balbucean los alumnos: «¿Y es que acaso nunca podré usar el gerundio?»
Es un hecho preciso y objetivo que Robino es una adulta chilena. Es un hecho preciso y objetivo que nació en el mismo Chile de Pinochet. Y es un hecho preciso y objetivo que el lector se preguntará por qué he metido a Pinochet en estas líneas.
No se puede recoger la tinta derramada.
Carlos Gutiérrez es profesor de argumentación de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela. Caracas. Venezuela.
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