Los usos reprobables de los medios de comunicación hallan su paroxismo en el momento en que se ocupan de alimentar el odio, la incomprensión y la más abyecta y canalla deshumanización. Con motivo de la Huelga General del 14N en España, un momento acotado de excepción, podemos observar con mayor nitidez el modo como parte […]
Los usos reprobables de los medios de comunicación hallan su paroxismo en el momento en que se ocupan de alimentar el odio, la incomprensión y la más abyecta y canalla deshumanización. Con motivo de la Huelga General del 14N en España, un momento acotado de excepción, podemos observar con mayor nitidez el modo como parte de la prensa española, contra toda lógica de solidaridad y unificación, irradia climas de agonismo, de enfrentamiento casi fraticida entre la ciudadanía. Todo ello en un contexto en el que los poderes financieros en connivencia con los políticos, se regocijan desde su torre de marfil, desde su atalaya del circus máximus, disfrutando entre vinos y ambrosías del cruento espectáculo de la lucha entre aquellos súbditos a quienes someten. Pongamos que existen dos mundos asimétricos en la jerarquía del universo neoliberal. El primero, limitado a unos pocos, detenta el poder de dictar leyes, de vender y comprar dinero y, a su vez, el poder simbólico de manejar a su antojo las categorías fundamentales en las discusiones públicas. Poder financiero -quien es acreedor domina-, político -quien es legislador domina- y mediático -quien es conceptualizador domina. El segundo mundo -la inmensa mayoría- es el de quienes sostienen económicamente, en su precariedad estructural, los privilegios del primero, el que legitima voluntariamente, incluso en contra de sus propios intereses, el statu quo a través de la ilusión democrática. El primer mundo fija las normas draconianas que, de modo en apariencia determinista, ha de acatar el segundo: ejerce violencias legales, jurídicas y también simbólicas sobre el segundo.
El mundo de lo privado (del capital) y el mundo de lo público
En otras épocas se hablaría sin tapujos, y consideraríamos la lucha de clases como un hecho constatado. Hay enclasados y desclasados más bien. Hoy, se nos dice que este análisis del estado de cosas está obsoleto. Parece existir un tabú alrededor de ciertas nociones. Si hablas de capital, te tacharán de marxista, comunista e invocarán el colapso de la Unión Soviética para socavar tus argumentos. ¡Como si no estuviésemos presenciando el fracaso absoluto del capitalismo irrestricto y las políticas neoliberales! Y, sin embargo, se profundizan gracias a las derivas neoliberales las brechas, las desigualdades entre los que acumulan capital, rentas dinerarias a costa de la desposesión del resto de ciudadanos. ¿No vivimos a diario bajo la presión del capital? Para ganar más dinero, para recaudar más intereses hay que usurpar los derechos colectivos: es la lógica de la austeridad, de los mal llamados «recortes» cuando en realidad son infamias cínicas y descomunales. Se desmantela lo público, lo que pertenece a todos, el droit à la ville -parafraseo a Henri Lefebvre-, al espacio público compartido, diverso en favor del sector privado. Y cuando denominamos privado a algo, en realidad, si nos despojamos del eufemismo, queremos decir excluyente, elitista y sujeto a las leyes del afán de lucro como único principio rector. Educación convertida en mercancía. Salud transformada en valor de cambio y en ocasión de negocio para quienes aprovechen el sistema oficial de favores. Todo lo que se opone a la libre circulación de capital, lo que ofrece resistencia a los poderes financieros ha de ser literalmente extirpado como un mal a erradicar.
Ahora bien, ¿cómo conseguir que el segundo mundo no se rebele contra las iniquidades cometidas por el primero? La maquinaria propagandística sirve a los poderes establecidos para irrigar odio. Pero no odio de los de abajo respecto a los de arriba. Se trata de un odio cainita. Del odio de unos grupos de abajo contra otros grupos también de abajo. En la propia formación artificial de grupos adversarios advertimos esta modelación maniquea del segundo mundo por parte de los aparatos ideológicos del primero, por parte de los medios de información. El blanco se ha fijado hoy en el sector público: ineficiencia, despilfarro, vagancia, privilegio. Es muy corriente escuchar chascarrillos, comentarios malintencionados de ciudadanos anónimos defenestrando a funcionarios públicos, a administraciones públicas. «Si todo fuese privado, si los funcionarios pudiesen ser despedidos, el país remontaría», parece rezar el mantra. También las organizaciones de naturaleza social y laboral, como sindicatos, sufren el descrédito de la población. Sin bien hay sectores sindicales acomodados con el orden actual, no hay que tomar la parte por el todo. Bajo el pretexto del mal funcionamiento de los sindicatos mayoritarios, se vilipendia cualquier tipo de lucha social. Lo público, la acción social demonizada e incluso odiada. La pregunta es qué papel juega la prensa en este contexto de efervescencia agonística, de lucha darwinista, pragmatista de unos contra otros mientras la elite se beneficia.
Guerra de unos contra unos
Un recorrido por las portadas de los principales diarios de tirada nacional da una imagen panorámica del odio que germina al amparo del poder mediático. Con claridad pasmosa se muestran los intereses del mundo de la elite para tejer redes de identificación morganática con sus modelos y esquemas de pensamiento.
Portada de La Razón en la víspera de la huelga: «Contrahuelga 14-N. La Razón se suma a la campaña ciudadana que pide cambiar sindicatos por solidaridad y donar un kilo de comida a Cáritas o al Banco de Alimentos en vez de secundar la huelga». Y al mismo tiempo, ¡se alaba al poder financiero-político por su condescendencia con motivo de los suicidios acaecidos a causa de desahucios!
El País titula en su portada del 13 de noviembre: «La banca paraliza los desahucios en caso de extrema necesidad. Las entidades alegan ‘razones humanitarias’ para frenar los desahucios». Ninguna mención en esta portada a la huelga.
El Mundo tampoco referencia alguna a una huelga invisibilizada, silenciada. En su lugar, el titular «La banca frena los desahucios de jubilados y enfermos graves». La banca como institución compasiva y solidaria que empatiza con los problemas de la sociedad -que ella misma ha generado y perpetúa. Los titulares deberían contener la siguiente didascalia: léanse en tono irónico, a modo de burla.
En los castillos en el aire de ABC, la portada se centra en la profundización del odio hacia las hordas independentistas -léase en clave sarcástica- y de nuevo, silenciamiento de la huelga. Pasión ciega, irracional por una parte; y enfriamiento de las protestas ante una situación intolerable por otra.
Pasamos al mismo día de la huelga general.
ABC: «Huelga contra España». La Razón: «Coacción general». Los dos titulares son el reflejo de cómo un sector de la prensa está fehacientemente reproduciendo e incluso creando por sí mismo un clima de antagonismo visceral entre las movilizaciones sociales y sus lectores.
El Mundo: «Para Toxo, la huelga es ‘moderna’ y para Méndez, «una inversión'». En lugar del silenciamiento del día anterior, se prefiere aquí el relativismo no sin cierta sorna, tal y como es posible sea leído por el lector de El Mundo.
El titular de El País se mantiene en una circunspecta perspectiva, al tiempo que atenúa una situación social gravísima que no se encuentra reflejada en la tibieza expresiva de «malestar creciente»: «Rajoy afronta su segunda huelga entre un malestar creciente». ¿Es malestar creciente el de los miles de trabajadores «regulados» por los EREs masivos, como los del propio diario El País? ¿El de los millones de parados de larga duración? ¿El de los jóvenes cuyo único futuro laboral se plantea en términos de paro o trabajo hiper-precario? ¿El de la constante pauperización de todos los servicios públicos? ¿El de una sociedad entera secuestrada por una deuda ominosa que han contraído sus representantes en la total impunidad?
Día después de la Huelga General.
ABC: «España prefiere trabajar». Traducción: los huelguistas estamos marcados con el estigma de la vagancia, de la ociosidad más reprobable, contraria a toda ética del trabajo.
La Razón: «Fracasados» sobre una imagen de la cabecera de la manifestación en Madrid. La fotografía, retocada digitalmente, muestra a los dirigentes sindicales en blanco y negro: se destaca la pancarta que reza «sin futuro». La Razón dicta sentencia: las movilizaciones no tienen futuro, son unos «fracasados».
El Mundo: «De fracaso en fracaso». Con independencia del seguimiento de la huelga, estos titulares contienen direcciones semánticas que implican el desprecio a las movilizaciones, a las protestas que siempre son fútiles, inanes y contraproducentes. ¿Imaginamos titulares así después de cada una de las medidas políticas adoptadas por el Partido Popular? Si hubiese un tratamiento informativo honrado, todos los días deberíamos leer titulares como «fracaso» «estafa» «coacción» a propósito de las decisiones políticas y la forma de gobierno basada predominantemente en decretos-ley.
El País, por su parte, continúa en su indefinición, en la aparente distancia que no compromete y neutralidad que nunca es neutral, en la encrucijada entre el deber a sus lectores, a sus partidos políticos y a sus accionistas financieros.
Adaptarse o ser rechazado
Retomando una expresión de Walter Benjamin, lo que leemos en muchas ocasiones en diarios nacionales no es sino «lenguaje de rufianes». El mensaje es claro: se plantean dos alternativas ante la situación actual. O bien nos adaptamos a las decisiones políticas, al estado de cosas que nos sojuzga; o bien caeremos en el oprobio público por conducir al país con nuestra subversión a la ruina absoluta. Es decir, no hay alternativa. Ver para creer. Moral de esclavos. La lucha intestina no se produce entre los de arriba y los de abajo, sino entre los consentidores, los que se conforman y acatan con la cabeza gacha las ignominias de la clase dirigente y pudiente, y los disentidores. En este sentido, diarios como La Razón y ABC en gran medida, son una parte del sistema de usurpación de derechos fundamentales del ser humano. Lo que se premia, lo que se aplaude es la sumisión a los poderes infames. Cuando se considera la canalización de energías, no se encauzan éstas hacia la transformación de las inicuas condiciones de existencia, sino hacia el rechazo, el odio y la violenta agresividad hacia quienes aprecian la urgencia de subvertir lo que existe. Quien quiere cambiar lo que existe deviene el sorprendente culpable de lo que ocurre. También es culpable el sector público, el funcionariado, los servicios esenciales para mantener el bienestar de los muchos y no sólo de los pocos.
Para concluir, una cita de esas que revienta las corrientes reaccionarias. Ciego, enardecido por la crucial rebelión contra un orden injusto, John Milton preguntaba en el libro II del Paraíso perdido: «¿Qué paz hay para el esclavo, más que rígida custodia, los azotes y el castigo caprichoso? ¿Y con qué paz responderíamos, más que el odio y la discordia a nuestro alcance, con indómita repulsa y, aunque lenta, con venganza pero siempre conspirando, que al Conquistador le valga poco su conquista y goce poco infligiendo lo que, padeciendo, más sentimos?»
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