El 27 de mayo de 2004, The New York Times ofreció públicas disculpas a sus lectores porque su cobertura de la guerra en Iraq «no fue tan rigurosa como debía ser». Admitió además haber publicado «información sobre las supuestas pruebas de armas de destrucción masiva -uno de los argumentos de Washington para invadir al país […]
El 27 de mayo de 2004, The New York Times ofreció públicas disculpas a sus lectores porque su cobertura de la guerra en Iraq «no fue tan rigurosa como debía ser». Admitió además haber publicado «información sobre las supuestas pruebas de armas de destrucción masiva -uno de los argumentos de Washington para invadir al país árabe- sin tener en cuenta que sus fuentes, opositores y desertores iraquíes, tenían un gran deseo de lograr que Saddam Hussein fuese derrocado»…
Arthur Sulzberger Jr, editor y propietario del diario, afirmaría poco después que «como muchos estadounidenses y otros alrededor del mundo, estábamos deseosos de creer que había armas de destrucción masiva en Iraq. (…) Pero, ¿recuerda? Cometemos errores: somos humanos».
La nota del influyente rotativo, pareció marcar la reconciliación de la gran prensa norteamericana con su público a escasos meses de los comicios presidenciales. Pero dos años más tarde, el tratamiento de la guerra en Iraq continúa siendo superficial y comprometido. Un análisis de tres de sus momentos lo demuestran.
Preámbulo de la guerra
«Ellos saben que somos dueños de su país. Somos dueños de su espacio aéreo… Nosotros dictamos el modo en que viven y hablan. Y eso es lo formidable de los Estados Unidos ahora mismo. Es algo bueno, especialmente cuando hay una gran cantidad de petróleo ahí que necesitamos», declaraba en 1999 William Looney, General de Brigada estadounidense, a propósito de las acciones realizadas en Iraq.
En los primeros ocho meses de ese año, aviones de EE.UU. y Londres hicieron alrededor de 10 mil salidas sobre la nación árabe, lanzando más de mil bombas y mísiles sobre unos 400 objetivos. Después de estas maniobras conjuntas, prevalecía el consenso de que la capacidad militar iraquí había quedado reducida al mínimo.
Cuatro años después, la propaganda oficial norteamericana y los grandes medios parecían haber olvidado aquellos hechos, y consideraban a Iraq una amenaza inminente.
Lo mismo que en las semanas que precedieron a la invasión a Afganistán, la prensa ayudó a moldear la opinión pública nacional, sustentó los puntos de vista de la administración e ignoró las voces que protestaron recurrentemente por el modo en que los políticos pretendían arrastrar al país a otra guerra.
Michael Massing, investigador y periodista norteamericano, ha asegurado al respecto que «a pesar de las abundantes evidencias de que la administración usó indebidamente a la inteligencia en este asunto, la prensa le permitió salirse con la suya».
Pasajes lamentables como el amplio respaldo al discurso del entonces Secretario de Estado, Collin Powell, ante Naciones Unidas, para argumentar la necesidad del desarme por la fuerza de Saddam Hussein, o la publicación de historias prefabricadas como el rescate de la soldado Jessica Lynch, así lo demuestran.
José Vidal, intelectual español, destacaba a un año de iniciada la guerra el éxito de la campaña de desinformación orquestada por la Casa Blanca y respaldada por la gran prensa de ese país, y afirmaba que únicamente desde esa consideración, «puede explicarse que el 41% de los norteamericanos crean no sólo que Iraq tenía armas de destrucción masiva, sino que sus tropas las encontraron; que los refugios subterráneos de Bagdad y de Tora Bora en Afganistán no sólo existieron, sino que son impresionantes, y que cerca del 70% estén convencidos de que Saddam Hussein fue el principal responsable del ataque a las Torres Gemelas, todo lo cual justifica ampliamente la guerra».
De cara a las elecciones presidenciales
«A pesar de la evaluación color rosa del presidente Bush, Iraq continúa siendo un desastre. Si bajo Saddam era una amenaza potencial, bajo los americanos se ha transformado en una ‘amenaza ilimitada y activa’ (…), el genio del terrorismo, caos y mutilación, ha sido desatado en este país como resultado de los errores norteamericanos y no ha podido ser devuelto a la botella», comentaba Farnaz Fassihi, corresponsal de The Wall Street Journal en Iraq, en un e-mail a varios amigos en los Estados Unidos.
La percepción de los lectores de su periódico sobre la guerra, en cambio, sería otra. El Journal, anunció que su corresponsal en Bagdad tomaría unas vacaciones «previamente planificadas» fuera del país, por lo que tal vez no publicaría nada más hasta después de los comicios del 2 de noviembre de 2004.
Próximo a las elecciones, la administración Bush buscó conducir el flujo de noticias fuera de Iraq. Los periodistas que pretendían visitar la zona verde, eran escoltados todo el tiempo y no se les permitía simplemente pasear y conversar con la gente en los bares y cafés.
Estudios médicos informaban por esos días que uno de cada cinco de los soldados que volvían de la guerra sufrían graves traumas psicológicos, sin duda por haber participado o presenciado las masivas matanzas de civiles.
Otros muchos habían corrido peor suerte. Mercedes Gallego, la única reportera española «empotrada» en el ejército norteamericano, sobre uno de los varios suicidios que ocurrieron en su unidad, escribió que «la idea de morir en una de esas apestosas letrinas de plástico, que los marines llamaban portable John, se me hizo denigrante, aunque fuese el único rincón privado que uno pudiera encontrar en aquel infierno. Todo debía haber llegado a importarle tan poco, que ni desparramar sus sesos entre los excrementos ajenos le había detenido»; pero los grandes medios dijeron -y dicen- poco de esto.
Lo mismo que en los meses previos a la invasión, en las últimas semanas de la campaña presidencial 2004, la prensa prefirió evadir las preguntas comprometedoras sobre una contienda que había ayudado a desatar.
A mitad de octubre, en medio de una guerra que se hacía más intensa y una impetuosa campaña electoral, el programa American Morning de la CNN pasó una semana en Chicago, realizando una larga promoción de la ciudad.
El sábado anterior a las elecciones fue un día particularmente sangriento. Ocho marines perdieron la vida y otros nueve resultaron heridos. Fue el número más alto de bajas en los últimos siete meses. En los informativos de FOX, sin embargo, solo apareció una noticia de 20 segundos hablando del tema.
El diario que a diario
Oficialmente, la invasión a Iraq ha dejado entre las tropas estadounidenses a alrededor de 17 000 mutilados. Aunque según fuentes independientes son más de 30 000.
Desde marzo de 2003 -cuando se inició la contienda- hasta la fecha, han perecido más de 2 440 efectivos, y el número de heridos supera los 16 600. La cifra de muertos se duplicó en 2004 y 2005, y en lo que va de 2006 se ha mantenido con promedio de 70 por mes.
Pero Iraq nunca fue un peligro para la estabilidad mundial. No había reanudado su programa nuclear -como afirmaron tantas veces los expertos- ni tuvo vínculos con los atentados del 11 de septiembre.
La captura y enjuiciamiento de Saddam Hussein no ha garantizado la paz. Los invasores nunca fueron recibidos con rosas y canciones, y las afirmaciones de que la nación Árabe está a las puertas de una guerra civil, ponen en entredicho las palabras del mandatario norteamericano, de que el mundo es más seguro sin Hussein.
¿Cuál debe ser el sentimiento de estos jóvenes y sus familiares, que creyeron en un principio en las mentiras de su presidente? Si las causas que llevaron invadir Iraq han desaparecido, ¿por qué permanecer ocupándolo?
Un informe de la UNICEF revela que el número de niños iraquíes que sufre malnutrición se ha duplicado desde el comienzo de la guerra. La cifra de víctimas civiles debe rondar las 150 000. El 84 por ciento de ellas, según la revista médica británica The Lancet, «producto de las acciones de las fuerzas de la coalición», ¿Cómo evitar que estas cifras sigan aumentando?
Son preguntas para las que no hay espacio en la gran prensa norteamericana. A pesar del mea culpa de The New York Times hace dos años, los principales medios de ese país -incluido el Times- no han renunciado a su papel de aparatos ideológicos al servicio de la élite de poder o, en palabras de John Swinton, de «perros falderos a los pies de falsos dioses»[1] .