En 1759 Voltaire publica Candide ou l’optimisme [i]. El filósofo Pangloss, preceptor de Candide, intenta persuadirlo de que, a pesar de las continuadas miserias y desastres, las cosas no sólo no pueden ser de otra manera, sino que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Tal y como pregonaba el sistema de armonía en […]
En 1759 Voltaire publica Candide ou l’optimisme [i]. El filósofo Pangloss, preceptor de Candide, intenta persuadirlo de que, a pesar de las continuadas miserias y desastres, las cosas no sólo no pueden ser de otra manera, sino que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Tal y como pregonaba el sistema de armonía en Leibniz. Candide escuchaba atento y creía dócilmente. Como en la ilustración de Paul Klee, lo que más nos encanta en el relato -sugiere Italo Calvino [ii]– no es el trasfondo filosófico, sino el ritmo casi musical, la velocidad y rapidez con la que se suceden los desastres. Las figuras se alargan y se contorsionan. Los sucesos se comprimen y entrelazan sin que lleguemos a tomar casi conciencia alguna de su gravedad. De una cosa a otra, y atravesando la historia la idea de vivre dans le meilleur des mondes. O en el peor. Y a pesar de tales peripecias, el conflicto entre el optimismo y el pesimismo -encarnados respectivamente en Pangloss y Martin- se cierne sobre Candide en cada uno de los episodios; por extensión, sobre cualquiera de nosotros también en este periodo de transición acelerada. También los acontecimientos de hoy se suceden sin que haya tiempo para aprehenderlos. Vivimos en lo incierto y no sabemos a ciencia cierta si atisbamos brotes verdes o negras simas. ¿A quién creer?
Tanto el punto de vista del que no quiere que nos percatemos de las miserias del presente como el de quienes, sometidos a la fatalidad y el desánimo, reprueban cualquier iniciativa porque todo es en balde, son refractarios al hecho de que todo lo que es humano es, al mismo tiempo, contingente. En los dos extremos se inscribe el inmovilismo. O todo está ya ganado o todo ya perdido. Entre el conformismo a lo que ya existe y su vituperación indiferente, sin esperanza ya que nada se puede cambiar. Somos así, se nos dice desde medios de la ultraderecha: corruptos, codiciosos y mezquinos por naturaleza. ¡Los políticos, los banqueros son así porque el resto de la ciudadanía también es así! Tan sólo es posible adaptarse a este mundo sin solución y salvar nuestro lugar en el mundo a costa de los demás. Pero se confunde adquirir conciencia de la realidad que acaece con el pesimismo fatalista. Admitir que la situación es penosa no es caer en el pesimismo fatalista, sino comprender el presente, devenir consciente de la propia época. Y supone, por tanto, el primer paso para transformar ese conocimiento en acción esciente, transformadora de las condiciones de vida.
En los discursos de los media, quizás torpemente articulados por los sofistas contemporáneos que se hacen llamar gabinetes de comunicación, se utilizan tales derivas. Unos hacen de Pangloss. Otros de Martin. Pero contribuyen ambos extremos a consolidar las desigualdades instituidas por el neoliberalismo, que es como todos los sistemas, pasajero, dependiente de la interrelación de todos los implicados, los de arriba y los de abajo.
El optimismo
Los debates actuales en torno al optimismo o el pesimismo se han convertido en el eje fundamental de distintas retóricas en los medios informativos. Desde 2013 se asegura que éste, el 2014, será el año de la recuperación. También en coloquios ocasionales, en tertulias dentro y fuera de la pantalla. Diversas figuras institucionales han apelado a la superación del estado paralizante. Para no caer en la estásis, el Príncipe Felipe intenta galvanizar el espíritu constructivo, el » esfuerzo colectivo » y la a cción frente al pesimismo. Mariano Rajoy «vende optimismo» asegurando que la banca «está tranquila». Apuntalan el optimismo las bancas y grupos de inversión internacionales, especulativos, que celebran el momento actual. Incluso el propietario de Microsoft, Bill Gates, inversor en FCC, nos hace recordar con añoranza -y circunspección- la melodía de Bienvenido Mr. Marshall (Berlanga, 1953): «Americanos, os saludamos con alegría». Cristóbal Montoro, Ministro de Hacienda, atisba el principio de la recuperación económica como «fenómeno inédito», dada la velocidad a la que se produce. El presidente del Banco Santander, Emilio Botín, sostiene orgulloso que vivimos un «momento fantástico» para la economía española. Coinciden estas declaraciones, reproducidas constantemente en los diversos medios informativos, con la constatación del incremento en los beneficios de los principales bancos españoles: más de 7000 millones de euros en los 3 primeros trimestres de 2013. El discurso del optimismo se plasma en afirmaciones como las del presidente de Mapfre, Antonio Huertas, considerando la crisis en el tiempo perfecto, ya pasado, y llamando a la «alegría e ilusión».
Parece como si retrocediésemos a la primera parte del siglo XX, cuando Émile Coué ideó y puso en práctica la psicoterapia por la que si nos repetimos continuamente que estamos bien, finalmente por autosugestión lo estaremos. Repetición de fórmula y curación por el alma, como le gustaba decir a Stefan Zweig.
¿El pesimismo?
Hasta aquí los diversos Pangloss, flanqueados debidamente por las huestes de los medios de reproducción de mensajes propagandísticos que ejercen de voceros de los poderes políticos. No obstante, hay pensadores que adoptan el papel ya no pesimista, sino realista de Martin. Contrastan el optimismo con la realidad de los hechos, de modo que cuestionan el final pregonado de la crisis (Pascual Serrano); señalan a quienes se benefician del estado de cosas (Xavier Caño Tamayo); y advierten con sagacidad que el lucro de unos pocos, como Emilio Botín, no significa la prosperidad de los muchos (Juan Torres). ¿Será éste en verdad el año de la recuperación? ¿Caen los discursos disentidores en el fatalismo? ¿No son acaso el primer eslabón en la modificación de un estado de cosas ominoso?
Decía el escritor uruguayo Mario Benedetti que un pesimista es un optimista bien informado. Acusar a quienes hacen oficio del desvelamiento de la situación actual, más allá de los intereses de la clase corporativa, de los poderes mediático, económico y político -que se confunden y fusionan en un mismo cuerpo- de pesimistas encierra, sin duda, violencia simbólica. Se quiere hacer pasar por blanco lo que, por experiencia directa, comprobamos que es negro. Lo que se busca con la retórica del optimismo no es tanto galvanizar la regeneración sino legitimar las decisiones políticas como si fuesen inapelables e irreversibles, perpetuar las iniquidades cometidas contra el bienestar público y contra cada uno de los ciudadanos. A quien critica la democracia subyugada a intereses del capital, las tropelías que se suceden a diario se le estigmatiza sencillamente como pesimista, contrario a la esperanza de un porvenir casi demiúrgico, a la acción. Se exige sumisión al sistema: adaptabilidad a unas condiciones laborales paupérrimas, precarias; a un sistema educativo devaluado (aún más). Surge la gran impostura de la doctrina unidimensional que rechaza toda negatividad, aunque en segunda instancia sea el verdadero germen de cambios sociales.
El optimismo puede ser, pues, un engaño generalizado. Nos vuelve ciegos a todo aquello que lo desmienta, en la esperanza de que la autosugestión mitigue las miserias que padecemos. Como en un drama barroco, sustituye la verdad de los hechos por una segunda realidad representada, donde la palabra no refiere la cosa, la inventa en beneficio de los creadores del nuevo optimismo. En el capítulo XIX, Candide responde entre lágrimas a Cacambo sobre el optimismo, «c’est la rage de soutenir que tout est bien quand on est mal».
Notas
[i] Voltaire, Candide (illustré par Paul Klee), Maisonneuve & Larose, Paris, 2001.
[ii] Calvino, Italo, Candide o la velocità, en Perché leggere i classici, Mondadori, 1991.
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